He caminado, en Oriente, a través de un cauce seco. ¿En un mar de qué, desemboca un río de piedras? En un mar de ceniza y polvo, seguramente. Con reptiles como peces y esqueletos como esqueletos y ecos y resonancias como silencios y sombras.
Hay ríos de agua y ríos de sangre y ríos, incluso, metafísicos, pero un río de piedras no deja de ser una rareza. Eterna y misteriosa y que mejor conviene no tentarla demasiado. Un río de piedras no transcurre, por lo que no desata, a primera vista, la sabiduría de un filósofo o la confirmación de una leyenda. Es un río sin Heráclito, sin monstruos ni zonas profundas. Sin damiselas que avancen hacia lo trágico envueltas en túnicas de seda, ni pescadores centenarios ni fantasmas de la medianoche.
Pero un río de piedras es más peligroso y le caben más palabras que al Nilo o al Danubio. Porque es un río sin luna y sin reflejo, y en el cual, se supone, cualquier melancolía o declaración fastuosa ha sido desechada de antemano.
Solo se escucha, en la resonancia de su cadáver, el pulso inestable de uno mismo, los pasos sobre las rocas planas y redondas, rocas trabajadas durante años por la opresión circulante de las aguas.
Adónde, por ejemplo, fueron a parar los deltas, o el contoneo suave de los sargazos, o la a veces apacible a veces impetuosa laboriosidad de los cardúmenes. Son preguntas estas que cualquiera puede hacerse, aun cuando sepa, como sabemos todos, que tales preguntas no tienen respuestas y que mejor será nunca las tengan.
Las orillas ya no son orillas sino escarpadas, el fondo ya no es fondo sino superficie, y cualquier sonido cae como una broma pesada. Las cosas pierden el nombre y adquieren otra función, otro sentido. Pero nada puede cambiar la devastadora soledad de las cosas muertas. Ni siquiera la disposición de algunos rumores, las piedras calizas o los peñascos sueltos (aún sin enterarse que ya no habrá corriente que los mueva). Armas todas que apuntan al resquebrajamiento y en ocasiones a un paraje inhabitado o habitado solo por fósiles o por especies de definitiva extinción.
El sobrecogimiento de lo irreversible hace entonces que rastreemos algo frágil, algo que de un momento a otro podamos perder y que, como tal, nos recuerde el pánico terrible de estar vivos.
A mí, por ejemplo, el cauce detenido de tantos siglos me hace pensar con fuerza en el cuerpo vertiginoso de una mujer. Un cuerpo de senos duros y pequeños, y consumido por el espanto y que a veces, si uno se atreve a tocarlo, pero a tocarlo de veras, puede temblar.
Una mujer, en todo caso, que amo, pero que no he sabido cómo decírselo. Lo mismo que un río de piedras, que quiere llevarte a un sitio, pero no sabe a cuál.
Fotos: Javier Montenegro
Un hombre, en todo caso, que amo, pero que no he sabido cómo decírselo. Te diría yo.
carlos manuel, lindo trabajo. te daría un poco de mi espontaneidad para ayudarte en tu declaración, pero no es posible. no tardes, la vida es solo una…
Es un bello trabajo, pero para alguien como yo acostumbrada a ver el vaso medio lleno, un río de piedras me hace pensar en q pronto por él volverá a correr el agua, todo es posible ¿o no?para cambiar la devastadora soledad de las cosas muertas.
Esas imágenes me recuerdan parte de la Sierra Maestra , en el municipio santiaguero de Guamá, cerca del campismo La Mula.