La mejor descripción de un atleta y, por consiguiente, del deporte, pertenece a Nabokov. Dice el trepidante Humbert Humbert, mientras observa a su nínfula jugar al tenis: “Lolita tenía un modo peculiar de levantar la rodilla izquierda doblada al iniciar el acto amplio y elástico del «saque», en el cual desarrollaba y suspendía al sol, durante un segundo, una trama vital de equilibrio entre pie en puntilla, axila prístina, brazo fulgurante y raqueta hacia atrás, mientras sonreía con dientes centelleantes al globo minúsculo, suspendido en lo alto, en el cénit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpido zumbido de su látigo dorado.”
La imagen es perfecta, un abuso de literatura, y merece que la leamos siempre. El acto del saque, aquí, amenaza con no acabarse nunca, y al mismo tiempo parece definitivo, petrificado. Lolita: esculpida en un instante, estatua que sin embargo tememos se desvanezca. Mirar lo concluso con el temblor que solo despierta lo sucesivo. Eso es el deporte.
Nabokov se limita a retratar una postura, no la interpreta. Un atleta al desnudo, haciendo simplemente lo que hace, sin ninguna carga mística, sin ninguna línea de fuga. El gesto atlético no necesita ser parábola de algo. Esa suficiencia, ese absoluto, marca el poderío del deporte. La poética anterior al lenguaje es, sin embargo, alérgica a la literalidad de la estadística.
Por enfrentarnos a esa literalidad, caemos, más de lo permitido, en una hipersignificación del juego. Con el afán de justificar nuestra adhesión, de no rebajarle un ápice de seriedad o de complejidad al rol de espectador, vendemos el deporte como una expresión de arte, o como una práctica que merece coquetear con tal galardón, y lo asumimos, por otro lado, como el pretexto para camuflar toda suerte de guiños históricos, debates filosóficos, enfrentamientos políticos y remiendos nacionalistas. Caemos en lo lombrosiano y en lo profético, lo cual da por sentado la existencia de un cúmulo de signos que gravitan alrededor del deporte, y que por tanto lo determinan y enriquecen. Es decir, que una patada no es solo una patada sino que es, además, una demostración del liberalismo burgués, por ejemplo, o un detalle digno del cubismo. Suena turbio, a secta.
Se acerca un neófito, observa una gambeta, y al preguntar por qué esa gambeta es tan especial, lo mandamos a callar con el típico aire prepotente –yo, sin ir más lejos, lo he hecho con mi madre- de quien es capaz de descifrar una infinitud de secretos y respuestas allí donde el neófito solo ha presenciado un ramplón quiebre de cintura, nada que le llame la atención. O sea, un gesto anodino, el deporte como aburrimiento.
No debiéramos ufanarnos de entender (si tal cosa existiera) el deporte, y no debiéramos creer que es lo que no es: problematizarlo, volverlo importante. Tampoco debe inquietarnos el aspirante a artista o a suicida que desprecia el deporte y presume de su ignorancia porque cree que específicamente esa ignorancia –no saber cuándo es off side y cuándo no- confirma su estatura. Cuando el aspirante a artista o a suicida descubre que Borges le echaba con el rayo al fútbol, brinca de alegría y aprieta un puño, cree más que nunca ir por la senda correcta.
Pero lo que marca la diferencia entre el verdadero espectador, y el que no, es que al espectador le parece bello, y vivo, algo que al otro le parece feo, y muerto. El deporte, como la literatura de Nabokov, contiene una carga estética tal que le permite bastarse por sí mismo. Nabokov odiaba las alegorías, le provocaba urticarias que sus novelas fuesen sobrevaloradas por ese tipo de trucos, todo el temita de que la relación Humbert Humbert-Lolita simbolizaba la vieja Europa corrompiendo a la joven América, y demás.
Borges advierte no más iniciar uno de sus ensayos: “Para todos nosotros, la alegoría es un error estético”. Lo cierto es que, aún nominalistas, vivimos dentro de ese error estético. Lo cierto es que sin ese error estético nos sería insoportable aguantar lo que acontece, y que sin ese error estético ni la literatura, ni el deporte, fuesen tan suficientes. Pero también es cierto que no somos espectadores, esencialmente espectadores, por ese error. Somos espectadores antes de que ese error ocurra. El error de la alegoría trae la complejidad, la seriedad, y el deporte, a camisa quitada, es algo muy ligero e inservible, a lo sumo un bálsamo. Aunque probablemente todo lo sea. Probablemente no haya mayor engaño que el de no reconocer la futilidad intrínseca. El deporte, entonces, es honesto como una casa.
Más adelante, Borges (que es el filtro por el que los seguidores del deporte llegamos a los pensadores de culto) cita a Benedetto Croce: “Si el símbolo es concebido como inseparable de la intuición artística, es sinónimo de la intuición misma, que siempre tiene carácter ideal. Si el símbolo es concebido separable, si por un lado puede expresarse el símbolo y por otro la cosa simbolizada, se recae en el error intelectualista…” El error intelectualista es lo abstracto, y en el deporte nada lo es. Hay un desvío ontológico, una manipulación clara en creer que el gol de Maradona a los ingleses es una venganza por las Malvinas. Pero es un error comprensible. Estamos construidos sobre ese tipo de errores, sobre esa causalidad y esos consuelos.
Sucede que no hay venganza histórica sin belleza previa. No hay seriedad sin desparpajo que la sustente. Ese gol, al principio, es un hombre recorriendo media cancha de fútbol, evadiendo a seis rivales, sorteando patadas y obstáculos, regateando, girando, vacunando, y punto. Después es lo que los demás quieran, después ya somos vulgares y dejamos que el error de las alegorías también nos inunde, pero primero es el quebrantamiento de una lógica, y lo hermoso.
Todo furibundo espectador, aunque no lo concientice, posee las herramientas para entender esto. Todo furibundo espectador, cuando mira, es Nabokov, y ve lo que Humbert Humbert ve en Lolita. El gran Dante Panzeri, en una frase que nos recuerda a Lezama, y he ahí nuevamente el error, hablaba de la “dinámica de lo impensado”.