El multitudinario Club de la Serpiente

Durante los últimos cincuenta años, Rayuela ha sobrevivido al peor de los clanes: el persistente conciliábulo rosa. La novela les ha dejado a los lectores perezosos, abundantes de amor, dos o tres eventuales clichés, que dichos en el lugar justo, con un poco de autoridad, salvan de golpe nuestra honradez intelectual y nuestro refinado sentido poético. A saber, el Capítulo 7, la parrafada glíglica, y la certeza de que la gente que se cita a una hora es la misma que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.

Pero Rayuela, además, es todavía el refugio juvenil de miles de latinoamericanos, un escudo contra la locura y el sopor. Su envidiable vigencia y su constante renovación se deben a dos razones básicas. Primero: Rayuela es un monumento que tensó el arco peligrosamente. Demostró que no se podía seguir escribiendo igual, solo con una buena sintaxis. El boom abrió un sendero transversal, una vehemente raya de fuego en el bosque seco, inflamable del castellano. Con las cenizas, esa materia escasa y apenas perdurable en sí misma… con la ceniza gris y suave como la seda triste, que no soporta siquiera el contacto con el agua o con la más breve ventisca, Cortázar escribió Rayuela.

Uno siente todo el tiempo que el libro desespera y gime, que corre detrás de una frase, de una oración consistente, fuerte como el metal. Una llave que le permita a Cortázar no seguir escribiendo la novela y a nosotros no seguir leyéndola. Una palabra que niegue lo dicho y lo resuma en su demoledora sencillez. Digamos un password o un abstract, el kibbutz. Sin embargo, esa palabra solo es posible o imaginable en la vastedad de Rayuela, en su larga y trepidante composición.

La novela no es más que un tanteo a ciegas en pos de una salida, pero lo único que consigue -he aquí su trabazón oculta, su antagónica magnificencia- son laberintos, innumerables líneas de fuga. Cortázar dispara hacia todas partes para ver si con suerte derriba algún blanco. Cree que en el fondo de la literatura hay una solución que la literatura misma obstaculiza. Por eso escribe desescribiendo. En tal sentido, es una obra que se niega a sí misma, pero que también se legitima. No reconoce que haya nada detrás ni admite un después. Su totalidad es su devastación.

¿Qué sucede en Rayuela? No sucede nada. Todo, o casi todo, está en la cabeza de Horacio Oliveira. A través de la cabeza de Horacio Oliveira el mundo adquiere una amarga extrañeza. Horacio sabe mucho, y es, por ello, un tipo cruel. La crueldad de su conocimiento no nos asquea. Por lo general, uno se compadece de la pobreza de un personaje, de su desdicha, de su entereza, de su mezquindad, incluso del tedio o la estupidez. De Horacio, en cambio, lo que nos inspira lástima es su erudición. Mientras más despiadado y absurdo, más cerca del propósito, más inocente: en la muerte de Rocamadour, por ejemplo, o en el momento que Talita se trepa a un tablón dispuesto entre dos ventanas, con el asfalto debajo, solo para alcanzar un paquete de yerba.

Rayuela, y varios de sus relatos –no sus cronopios y sus famas-, hicieron de Cortázar un autor entrañable. Uno puede ver a cada instante cómo los lectores modernos lo prefieren, cómo lo protegen y lo añoran, algo que no sucede con ningún otro narrador de su tiempo. No Carpentier o Vargas Llosa. No Borges. Incluso no García Márquez, el capo de las multitudes. Borges se bate con rigor e inteligencia. Carpentier se apoya en América (necesita todo un continente para decir lo que debe). Vargas Llosa impone estructuras, promete planos que si uno no los leyera ya cumplidos creería imposibles de conseguir. García Márquez deposita su caudal profuso, la espontánea exhalación de su destreza, y juguetea y se divierte a chorros con su virtud (si la literatura necesitara aptitudes, nadie tendría más condiciones innatas que García Márquez). Cortázar, a su vez, escribe consigo mismo y sobre sí, con su cuerpo y encima de su cuerpo, se devora y se gesta (en esto, el número uno es Vallejo), no con ninguna herramienta, sino simplemente con sus afanes y sus músculos. Aunque donde dice músculos quizás deba decir lágrimas, que es lo que genera la mezcla de ambición e imposibilidad.

La diferencia cortazariana es que uno siente, no sabemos por qué, pero lo sentimos, que su literatura ha sido escrita en contra de su salud, de las leyes físicas, de las caretas del bien y de su voluntad. Levanta todo el tiempo la tapa de los muertos. Su literatura como enfermedad, como ciencia, como Biblia, como condena. Rayuela es un libro que uno debe leer lo antes posible, con menos de veinte o veintidós años -suficientemente inocentes para venerarla y necesariamente valientes para asumirla-, antes que el mundo nos prevenga y nos haga inmunes a su mordedura.

En verdad, toda la literatura debiera leerse con menos de veinte años. Cortázar, aún más. Si lo demoramos, se descompone. Los críticos sitúan su alter ego en Morelli, nadie lo discute. No obstante, los latinoamericanos sospechan que Cortázar sobrevive como ícono porque supo ser la Maga. Supo mantener a la Maga viva. Escribir, e incluso inmiscuirse hasta el cuello en política, desde la mayor incertidumbre, el mayor temor y la mayor ignorancia posibles. Lo contempló, naturalmente, si no jamás habría escrito, pero no dejó de nadar en el río. Y esa es la segunda y definitiva razón por la que Rayuela es Rayuela. No es leerla y punto. Hay que hacerlo pronto, ya, olvidando casi cómo se lee, antes que se nos acabe la ternura.

Salir de la versión móvil