Después de tanto bregar parece que al fin, el próximo 5 de octubre, en el Salón Rosado de la Tropical, los cubanos de mi generación podremos acudir a un concierto de Habana Abierta. Espectacular banda que se ha forjado en el mito de la distancia y en aquellas fantasmagóricas peñas de 13 y 8 que ya- eso sí, con enconado orgullo- solo algunos nostálgicos recuerdan.
Símbolos del desarraigo, hijos incómodos de los virulentos años noventa, talentosísima tribu de músicos inquietos, Habana Abierta sobresale en condiciones realmente poco idóneas. La escasa difusión, la asfixia económica, su condición de desperdigados (hasta que la madre de Vanito Brown les consiguió el museo de 13 y 8, del cual era directora) y luego la emigración. Se largaron a España y es desde allí, como ha sucedido tantas veces en la historia del arte, que la banda, algo heterogénea en su estética, logra proyectarse sobre Cuba, con su posterior legión de adeptos, incluso de adeptos serios, incluso de irrenunciables fanáticos.
Grabaron un disco homónimo, luego el popular 24 horas, luego, ya en 2006, Boomerang. La crítica sospecha que en Boomerang destaca cierta madurez, cierta solidez en sus temas, un claro balance en la composición, pero a mí, sinceramente, cualquiera de los tres álbumes me sirve de igual manera.
Hay una condición de desplazados en su música, una resistencia al canon. Se propagaron -hoy todavía- de un modo casi clandestino. Nunca los pasan por televisión o radio. No ha habido jamás, en Cuba, una información periódica sobre estos artistas. No sabemos qué sucede con ellos, si aún sobreviven. Esa dosis de inconsistencia pública, una suerte de vaguedad alrededor de sus vidas, hace que incluso sus canciones más enérgicamente movidas estén atravesadas por las lánguidas lanzas del frío europeo, de la distancia geográfica, por la capacidad de resistencia que conlleva enfrentarse al mercado.
Por una ocasión, en 2003, Habana Abierta pudo tocar en casa (también en el Salón Rosado), y ni antes ni después se han presentado como agrupación (sí, según dicen, individualmente). Sabemos que faltan, tantos años después del inicio, algunos de sus puntos principales: Kelvis Ochoa, Boris Larramendi, Pepe del Valle. Queda Vanito Brown, José Luis Medina, Alejandro Gutiérrez, Luis Barbería. Pocas veces, en los últimos veinte años, se ha tocado tan bien cómo han venido haciendo estos curtidos muchachos. Yo diría que en los últimos veinte años no se ha tocado mejor.
La tan cacareada influencia que pregona cualquier artista cubano medianamente joven (de los Beatles a los Van Van, de Led Zeppelin a Chano Pozo), para nosotros, los que no sabemos nada de música, apenas es audible en Habana Abierta.
Su acento nos llega como en sordina. Un baile frenético pero con cuidado. El desarraigo hace esas cosas. Somos cubanos, bien. Sudemos, bien. Arrollemos, bien, pero no olvidemos. La euforia de Habana Abierta es la euforia que sucede a estados mucho más reflexivos y solitarios.
Se nota en que ya no pueden, ni seguramente quieren, regresar. Y si regresaran, no sería igual. Se nota en que para buena parte de los cubanos son unos completos desconocidos. Se nota en que aquí solo han podido presentarse dos veces. Se nota en que pudo ser de otra manera. Pero de otra manera ya no vale. Qué habría sido de ellos entonces. Qué habría sido de nosotros si Habana Abierta nunca se hubiera ido de Cuba.
Recordemos esto: su sopa es un concepto. Y dice un poco de lo que hay. Y un poco de lo que hace falta.