1.
En el Teatro Musical de La Habana actuaba un circo. Yo era niño, lo vi, nadie me lo contó. Las funciones eran en la tarde, los domingos, creo. Y no fue durante el machadato, como insisten en apuntarme ahora algunos jóvenes amigos. Cuando el teatro se llamaba Alkázar, nombre que tuvo hasta 1962, yo no había nacido, aunque en verdad faltaba poco.
Era una sala semicircular en forma de herradura, estirada en sus bordes. Me parecía entonces gigantesca. Después de la muy esperada tercera campanada y el gran apagón, las luces de colores dando vueltas y vueltas enloquecidamente, hacían que el telón color mostaza estallara en los ojos, deslumbrados. La orquesta, siempre “de valiosos profesores”, se apiñaba en el foso y la sombra chinesca del maestro se recortaba en proscenio mientras gesticulaba con grandes ademanes para animar a saxos, trompetas, trombones, y al omnipresente timbal: eso también formaba parte del espectáculo. No he vuelto a ver, por cierto, orquestas en los fosos.
Terminaba el opening vibrante “con todos los hierros” y un animador con sombrero de copa brotaba de la nada. Que recuerde fue de la boca del anónimo señor que escuché, por primera vez, llamar respetable a aquel hato de chiquillos –muchos de ellos, como yo, guajiros–, y antes y después de cada número, pedir aplausos. A veces hacía falta, otras, no.
En el Teatro Musical vi al viejo Moralitos ejecutar en el serrucho Sueño de amor de Listz (melodía que asocio a lo circense desde entonces); cruzar a un ciclista la platea desde el segundo balcón hasta el escenario en la cuerda floja llevando una pértiga y a otro equilibrista sobre los hombros; a una mujer girando en el aire sostenida por sus dientes; a traga fuegos y a traga espadas (vaya tendencia vasta de utilizar la boca peligrosamente), a una contorsionista capaz de deslizarse por un boquete del ancho de una mano; a magos que cercenaban en tres o cuatro partes lindos cuerpos de lindas figurantes; a presuntos indios apaches con látigos enormes “jugándose la vida”; a perritos bailarines, en dos patas; a fieros tigres de Bengala –se decía– atravesar aros de fuego mientras traqueteaba un redoblante y estallaba un platillo… Antes y después, invariablemente, el animador solicitaba al respetable aplausos, aplausos, más aplausos. Siempre, por lo visto, resultaban pocos. Tal rutina, con el paso del tiempo, prosperó.
2.
Un grupo musical que acaba de tocar una pieza con la cual han bailado diez, doce parejas –hablo de un local de mediano tamaño–, recibe aplausos en el último rampapán, aunque un solo de bongó, en la mitad del número fue recompensado en su momento, y antes, el solo del tres fue igualmente apreciado con palmadas y silbidos de admiración.
Cuando los bailadores van regresando a sus asientos, en espera del próximo son, bolero o guaracha, para seguir bailando, uno de los músicos se acerca al micrófono para reclamar: “aplausos, aplausos, señoras y señores, que los artistas vivimos para eso, para que nos aplaudan”. Y, claro, recibe unas palmas desganadas. Acaso no les pagan, pregunta mi despistada amiga colombiana cuando vuelve a la mesa luego de haberse entregado al son montuno como mejor podía. Reclamar aplausos es hoy, respondo, como dice la comparsa de El Alacrán, costumbre de mi país, mi hermana.
Si bien resulta bastante pesada la petición de palmadas, digamos póstuma, me parece peor la solicitud pre-actuación, de saludo bobo, sin sentido: ambas pertenecen a la categoría del encomio nonato, exigido, o si quieren, mejor, limosneado.
Tras un vamos a recibir con un fuerte aplauso, la parte obediente del público junta las manos para provocar un sonido que le ha incitado nada. Sale el artista y agradece nadie sabe qué. Canta, toca, baila, actúa o simplemente habla. Cuando termina, la gente reacciona poco o mucho, según el nivel de admiración, emoción o de agradecimiento que le ha suscitado el acto. Así de fácil. Pero resurge de nuevo el animador, locutor, maestro de ceremonias o como se llame para solicitar por favor, otro fuerte aplauso… para lo que uno acaba de aplaudir. Y de nuevo se oye un clap clap vano que no hay que tomar en serio: puro y duro simulacro.
3.
En el Teatro Musical, cuando ya no acogía las funciones de circo, poco antes de que lo cerrasen e iniciara el tránsito hacia la ruina que es hoy, entre obras musicales de corte humorístico (La verdadera historia de Pedro Navaja, My Fair Lady, El apartamento, Sol de mamey, Chorrito de gentesss…) se presentó una cadena de espectáculos con cantantes que gozaban de popularidad en aquellos momentos, y otros que por aviesas razones nunca explicadas habían desaparecido de los escenarios, como Martha Strada. El título de la serie era Todos los éxitos de…
Recuerdo la muchedumbre ante la taquilla antes de la función, siempre, con su correspondiente carro-jaula de la policía en la calle Virtudes, en acecho. Como yo trabajaba por entonces en el taller donde se imprimían los programas de mano de los teatros, conseguía entradas gratis, y muchas veces hice uso de estas para volver al Musical. Aquellos recitales duraban más de dos horas, con orquesta y músicos invitados. Nunca escuché a alguien solicitando algún aplauso. Qué falta hacía, señoras y señores.
Completamente de acuerdo con Usted, el aplauso lo da el respetable en reconocimiento a la calidad del espectáculo.
Que regrese la gloria de aquellos días iniciales, como sucedió con el Martí. Siempre queda la esperanza. Muy bueno el texto.
Si esas fotos son actuales, no veo que esté tan mal el lobby. El exterior, horrible, ruinoso, sin hablar del escenario: tan cerca que está del flamante Hotel Manzana de millonarios…
Muy gracioso eso de asociar Sueño de amor con lo circense. Como siempre un gusto leerte
Ya entiendo por qué a los artistas que deciden llegar a la ciudad de Santiago de Cuba les da tanto placer aquel público: no es avaro con los aplausos, aunque no los prodiga tampoco a quien no los merece.
Gracias