“Crisis” debe ser una de las palabras más frecuentemente dichas y escuchadas en Cuba desde 2020 hasta hoy. Su empleo no discrimina campos de actuación. La encontramos en los medios de comunicación, la narrativa académica, los discursos políticos, las redes sociales y los diálogos interpersonales.
Esta “marca de época” legada por la pandemia de la COVID-19 al mundo, para nosotros, cubanas y cubanos, acentuó el devenir de altibajos con el que bregamos desde los años 90, sin superarlo, y consolidó un retroceso constante del que no salimos.
En las inclaudicables y sempiternas colas y esperas para recibir un servicio, a menudo salta esa voz en las conversaciones de ocasión, para dar un cierre que todo lo dice, todo lo abarca y explica, sobre la situación que vivimos.
Dos frases, afirmativa y lapidaria una, interrogativa y con final abierto la otra, suelen acompañar la palabreja: “eso es lo que hay” o “¿…y entonces?”, y parecen indicar que la crisis se ha instalado en el imaginario social como consustancial a la realidad nuestra, la forma prevaleciente de reproducción de la vida, sin demasiadas opciones para actuar y marcada por la incertidumbre.
Pero, ¿qué es una crisis? Técnicamente es un estado de desestabilización en el funcionamiento consolidado de un orden/sistema, que deja de alcanzar sus propósitos, no logra solucionar sus problemas con los mecanismos habituales, ni alcanza a crear formas nuevas de solucionarlos.
Probablemente por ser la parte más visible y tangible de estas circunstancias, es común que la narrativa de las crisis se centre en las aristas económicas, que ponen el énfasis en la imposibilidad de un modelo económico para reproducirse y sostener los estándares de productividad y producción necesarios para satisfacer las demandas de consumo y bienestar básicas, ya sea en forma de productos o servicios.
Por eso son abundantes las referencias a la caída del PIB, la inflación descontrolada, los precios que suben, los salarios insuficientes, los mercados desabastecidos, la carencia de alimentos y medicamentos, de combustible, de transporte público, de producción de energía, como las cuentas principales del rosario de nuestras penurias.
Esas referencias son una manera objetiva y pertinente de contar esa historia, pero le faltan algunas piezas imprescindibles para tener el cuadro completo. Ellas son: la vida cotidiana y las desigualdades. Y son importantes no solo para que la historia quede mejor descrita, sino para tomar decisiones políticas.
Cuando las catástrofes confluyen, deja de funcionar repentinamente nuestra manera de vivir habitual, las formas en que garantizábamos, con holgura o mínimamente, nuestras necesidades y las de nuestra familia y todo lo que habíamos acomodado para vivir una existencia medianamente normal, en la abundancia o la escasez, con nuestros recursos o contando con prestaciones y apoyos públicos.
Cuando digo esto no descubro la bicicleta; una simple observación de nuestros alrededores permite comprobar la crudeza de la crisis sobre el día a día, sobre nuestro cotidiano, que es el verdadero escenario en el que transcurren nuestras vidas. Creo, incluso, que los datos que hablan de la precarización del cotidiano deberían ser mejor considerados por los medios y por las soluciones que intentan ofrecer las políticas.
Ante la imposibilidad de hacer un gran estudio, por falta de recursos y permisos, para intentar acercarme a ese tipo de evidencia y llamar la atención sobre ella, utilizo las herramientas de “la sociología de la calle” que, contada en sus mínimos, consiste en preparar una guía de asuntos a observar e interrogar sobre el estado de la vida de la gente y sus percepciones; escoger sitios de la ciudad contrastantes por su nivel de bienestar; escuchar en espacios públicos; entrevistar, aplicando preguntas abiertas, como en una conversación normal, a personas que encuentro; prestar atención a comportamientos; y anotar las características de los sujetos escuchados/observados, del tono con que hablan, de sus comportamientos y del contexto en el cual transcurre la observación. Es todo muy simple; no es ciencia constituida, sino apenas un termómetro que ofrece datos de calor y color en diferentes zonas del organismo social que somos.
¿Qué dicen los resultados? Algunas pinceladas
Su primer mensaje es que la crisis no afecta la vida cotidiana de forma pareja para todos los grupos sociales. Los ingresos, las condiciones de la vivienda y el territorio en que se viva forman una triada muy fuerte, asociada a diferencias sustantivas.
“Si se tiene dinero, se compran soluciones”, dice un hombre blanco, adulto joven, en tono quejoso, que espera por un servicio de salud. Personas de los más diversos grupos coinciden en que el dinero compra lo que no hay en el mercado negro, o lo importa; medicamentos, alimentos, electrodomésticos.
Comprar una planta eléctrica se ha convertido en el objeto icónico de acceso al bienestar, ante tantas fallas energéticas y apagones; un verdadero objeto de deseo que solo pueden permitirse las personas con ingresos altos o con familiares que envían remesas relativamente altas, o hacen compras desde el extranjero y las mandan a Cuba.
Un auto lujoso, por otra parte, no es un bien tan valorado, porque no es necesario, es más bien un mensaje de poder. Los carritos eléctricos y las motorinas representan un avance y un logro para sectores de ingresos medios y medios bajos y más bien jóvenes. Otro objeto deseado y “luchado” por ellos.
Una casa en buenas condiciones y en un lugar céntrico permite hacer negocios, tener una vida confortable, pasarla mejor y, si fuera necesario, se podría vender. Aunque hay basura por todas partes de la ciudad (La Habana), un buen barrio tiene mejor aspecto e higiene. El espacio “céntrico” es también una mejor condición de acceso a servicios. Las periferias y las zonas rurales van quedando sin servicios y condenadas al aislamiento por la falta de transporte público.
Los precios altos, la escasez y deterioro generalizado de lo imprescindible (alimentación, servicios de salud y medicamentos), son las grandes preocupaciones para todos, sin distinción de grupos, que llegan incluso a ver fragilizada por esta causa la vida de ancianos y familias vulnerables, que dependen de ellos.
Son rasgos comunes del discurso callejero, sin distinción de estrato social; una percepción negativa y pesimista de la situación del país y personal, asociada al sentimiento de pérdida de control sobre la vida, de obstáculos grandes para hacer algo que la mejore en el corto, el mediano y hasta el largo plazo.
Otros rasgos comunes son la estrategia migratoria como opción real y practicable, o como fantasma; el uso de redes sociales para comunicarse con familiares y amigos que no están cerca, enterarse de acontecimientos que los medios formales ignoran y, especialmente en gente joven, para estar al tanto de “opciones” de aquí o de allá. El celular y los “datos” han pasado a considerarse necesidad, a excepción de franjas de la tercera edad no entrenadas para su uso.
¿Qué hace la gente con su vida? ¿Qué estrategias sigue?
Si nos concentramos en los grupos extremos para observar los mayores contrastes, veremos que quienes tienen medios económicos suficientes, ya sea por trabajo propio —privado o público— o por remesas, cuentan cómo han debido modificar su estructura de gastos para concentrar cada vez mayores montos en alimentos y medicamentos. Algunos viajan para adquirirlos y hasta acuden a servicios médicos en el extranjero.
Disminuyen, aunque tratan de no eliminar del todo, sus actividades de ocio (vacaciones en hoteles y viajes de recreo). Generan nuevas actividades económicas e intentan afectar lo menos posible el nivel de bienestar alcanzado. Algunas personas cuentan que han vendido bienes valiosos de los que poseían más de uno (electrodomésticos, celulares, tablets, computadoras) para obtener un ingreso adicional.
La referencia a la emigración como plan en marcha, deseo o posibilidad si la vida sigue empujando, es generalizada y emerge sin ambages.
En la otra esquina, las personas de ingresos bajos, pobres, “ahorran”, hacen trabajos múltiples y esperan un milagro. Para ellas, el primer nivel de ahorro es dejar de adquirir en el mercado todo lo que puede considerarse superfluo o no imprescindible para la sobrevivencia (aunque realmente lo sea): nueva ropa, calzado, bienes para el hogar, y/o bajar el nivel de calidad de lo que se usa (ropa y calzado de segunda o tercera mano, regalados, donados, comprados a muy bajo precio o reparados una y otra vez).
Un segundo y dramático nivel de ahorro es disminuir la cantidad y frecuencia de alimentos que se consumen en el día. Cuando hay niños, los adultos comen menos para favorecer a los pequeños del hogar. También dejan de tomar los medicamentos para enfermedades crónicas. Cuando estos no están disponibles en las farmacias estatales, su alto precio en el mercado informal hace imposible que puedan adquirirlos. Intentan resolver con cocimientos y tisanas tradicionales.
En este grupo, quienes están en condiciones y tienen la oportunidad, se involucran en trabajos múltiples, informales la mayor parte de las veces, o hacen pequeños servicios en el entorno comunitario (cuidado de niños y ancianos, por ejemplo) por los que reciben algún dinero o productos.
También activan redes de apoyo familiar y de vecindad para soluciones colectivas de alimentos y cuidado de niños, ancianos y personas con discapacidad. Algunos se involucran en proyectos comunitarios, que antes no les atraían, como forma de mejorar el entorno y de tener una convivencia más armoniosa en el barrio.
En algunos casos —fenómeno observable y en extensión— hay niños que hacen algunos trabajos para ayudar a la familia, como apoyar la venta de carretilleros, trasladar productos, acompañar a personas con limitaciones de movilidad. Ancianos y personas en situación de discapacidad acuden en no pocos casos a la mendicidad.
En este grupo están quienes también quieren irse, pero pocos pueden poner en práctica la estrategia migratoria o lo hacen de las maneras más riesgosas e inseguras. La secuela de soledad y desprotección de los ancianos de la familia que nace de esta estrategia es más cruda en este grupo.
¿De qué nos sirven estos apuntes callejeros?
Nos convocan a una visión realista de la tendencia creciente de las desigualdades en nuestra sociedad. Lo más preocupante: revelan que las precariedades se concentran y que prácticas de vida frágiles y nocivas se extienden en el tejido social. Estas afectan principalmente a los extremos de la vida (niñas y niños, tercera edad) en la sociedad cubana.
Tengo la esperanza de que dar nombre a estos fenómenos, conocerlos, nos conmine a la solidaridad individual y colectiva y hacia políticas de mayor empatía, responsabilizadas por las urgencias cotidianas. Corremos el riesgo de mejorar el rendimiento económico del país —y ojalá sucediera— sin que ello logre sacar del fondo de la pobreza a quienes están en ella. Ya nos pasó.
Que bien reflejado el día a día del cubano en ese escrito de nuestra querida Mayra. Sumergida en la lectura no puedo más que reafirmar cuanta verdad y que visión tan clara y actual. No es en vano, conocer, estudiar, proyectarse es parte de la ayuda a la toma de decisiones, a las miradas optimistas. Gracias
Muy buen artículo, la realidad, peor para quien vive en provincia.
Niveles de pobreza incrementándose al por mayor, vulnerables hoy un enorme porciento de la población, opción de marcharse del país entre muchísimos jóvenes bien preparados.
Inversiones infértiles por todos lados, cuando las que realmente hacían falta no se tomaron.
¡¡ El Toque poniendo precios al cambio de divisas, INCREÍBLE !! . NADA DE INFORMACION PUBLICA CON RESPECTO A CORRUPTOS .
Cero mercado cambiario, de forma firme, precios elevándose a lo más esencial.