Decía mi papá que yo vivía inventando cuentos. “Este niño tiene mucha imaginación”, les decía a sus amigos. “Las inventa en el aire”. Hay que reconocerlo, yo decía muchas mentiras cuando era niño. Me explico, no es que fuera un mentiroso. Yo era un soñador. Mi hermano se iba a jugar con los niños del barrio en el parque frente al edificio y yo me quedaba en el apartamento, leyendo o viendo los muñequitos. Cuando mi hermano regresaba, sucio que daba grima, me decía: “Seguro que te aburriste solo aquí arriba”. Y ahí empezaba yo: “Pues mira que no, mientras estabas jugando allá abajo tocó la puerta una señora con un sombrero de plumas. No era ni joven ni vieja, además, era difícil saberlo porque tenía un velo en la cara. Me preguntó si estaba solo y le dije que sí. Me dijo que estaba buscando a un hijo que se perdió un día y yo le dije que aquí no estaba. Al final me dio un poco de miedo. Pero ella me dijo que no me preocupara, que me creía. Y para despedirse me regaló una manzana bien roja”. Mi hermano me miraba incrédulo. “¡Eso es incierto!” —mi madre nos prohibía decir “mentira”, la palabra correcta era “incierto”. Mi hermano no quería creerme, no tanto porque la historia le pareciera descabellada, sino porque no quería admitir que me hubieran dado una manzana y no la hubiera compartido con él. Pero yo le daba tantos detalles, lo abrumaba con tantas descripciones, que terminaba por quedarse con la duda. Cuando llegaba mi mamá le daba las quejas: “Yuris le abrió hoy la puerta una mujer extraña”. Mi mamá ya sabía por dónde venía la cosa: “Esas son mentiras de Yuris, no sé cómo sigues creyendo en lo que te dice”. (Mi mamá, obviamente, sí podía decir “mentira”). Mi hermano se molestaba conmigo hasta que yo le inventaba otro cuento, más gracioso, y nos reconciliábamos riendo. No tengo ni que decirles que yo era un niño muy ocurrente.
Pues bien, en cuarto grado empezaron a pedirnos composiciones en la escuela. “Escriban una composición sobre sus vacaciones”, decía la maestra. Casi todos los niños escribían algo más o menos así: “En las vacaciones fui con mi familia a la playa. El agua estaba fría. Me bañé con mis primos hasta por la tarde. Comimos pollo y regresamos por la noche en una guagua. ¡Qué divertido fue nuestro viaje a la playa!”. Yo no podía conformarme con un relato tan simple. Escribía cosas como esta: “En las vacaciones mi hermano y yo fuimos al palacio de nuestra abuela en el campo. En la medianoche nos escapamos de nuestras habitaciones y fuimos al sótano de la casa. Estaba muy oscuro, ni siquiera podíamos vernos las manos. De repente se encendió una luz y apareció una anciana de más de cien años. Nos dijo que era el fantasma de la casa, y que había muerto hacía mucho. Mi hermano y yo nos asustamos mucho y tratamos de huir, pero todas las puertas y ventanas se cerraron solas…” Y por ahí para allá, ya se podrán imaginar. Nadie del aula me creía esos cuentos, pero les encantaba que los leyera en voz alta. La maestra me daba la máxima calificación: ¡Excelente con una estrellita! Les cuento todo esto para que vean más o menos por dónde empezó este afán de contar anécdotas. Algunos lectores me han dicho que les gustan mis crónicas, pero que no acaban de creérselas. Bueno, qué les voy a decir. Con los años me di cuenta de que a mi alrededor pasaban también cosas extraordinarias, nos pasan a todos, lo que muchas veces no tenemos la curiosidad de ir más allá de lo aparente. Voy por la vida con los ojos bien abiertos, mirando y escuchando, completando los jirones de historias que me llegan. Les voy a hacer una confesión que a muchos colegas les parecerá un pecado: a veces “adorno” el cuento. Pero básicamente todo es cierto. De eso tratará esta columna, a ver si me acompañan.
Me gusta como escribes,es muy bonito y me transportó a mi infancia.Es cierto que eres muy ocurrente.Un saludo.
Preciosa crónica, me encantó. Hacía falta una columna como esa, tan sencilla y al mismo tiempo tan hermosa…
Nunca olvidaré que en 5to grado hice más de una composición con cierta ficción infantil y la maestra me dijo que no lo hiciera más. Ahora, no recuerdo si continúe con eso. Hermosa crónica, hermosa anécdota. Sin dudas, eres uno de los mejores periodistas de mi generación.
Linda, linda de verdad… Ya me apunto a esta columna…
Leer tus crónicas hace que encuentre inspiración para empezar el día, pero sobre todo que me atreva a creer en lo imposible. Un beso
Sabes que te pasa que NO has perdido la capacidad de asombro como muchos por desgracia ya han perdido y sin regreso que es lo más triste, sigue adornando tus crónicas pero siempre di la verdad
Me parece muy bonito tu crónica,pues nos transporta a la imaginación y al asombro que creas en ellas.
Me encanto tu articulo y a su vez me transpoorto a mi propia ninez llena de fantasias y cuentos…..Sigue escribiendo creo que siempre tendras algo en que inspirarte pues gente como tu encuentran donde otros se pierden sin ver ….te lo dice una abuela que todavia se sorprende y no se asusta pero a la vez sonrie por todo.Suerte…….
Leer este articulo me dio mucha gracia especialmente la parte de la manzana. Me acuerdo que cuando era nina mi hermana y yo cojiamos un tomate y no los comiamos y pretendiamos que estabamos comiendo manzana. Eran tan caras que si me comi dos en toda mi infancia creo que estaria exagerando.
Por que sera que todos los ninos escriben sobre la playa? Jajaja me da gracia porque yo excribia examente lo mismo incluyendo la frase “que rica estaba la playa.” Gracias por esta columna, realmente me has hecho recordad aquellos tiempos
Ingeniosa, tierna y cercana; despierta la inquietud del asombro, razon suficiente para filosofar de la vida. Te felicito una vez más y seguire leyendo tus crónicas.