Microbrigada

Leo en este sitio un artículo de Arturo Arango y descubro una fotografía de mi vecindario, de los dos edificios que están a un costado de mi edificio, allá en Cojímar. Edificios feos, muy feos, como dice Arango con toda la razón del mundo; tan feos como el edificio de mi infancia, allá en Violeta. Porque la verdad es que de mis 37 años recién cumplidos, yo he vivido 32 en edificios multifamiliares fabricados por la Revolución, edificios de microbrigadas, que así les dicen.

Yo estoy de acuerdo con Arango, yo suscribo casi todo lo que escribe en ese artículo. A mí también me parecen espantosos estos edificios, aberradas concreciones de un molde, vulgarización de lo prefabricado. Si a estas feas estructuras les sumamos las construcciones sin orden ni concierto de algunos de los propietarios: adosados, garajes, terrazas, cuartos de desahogo, hasta dormitorios de disímiles “estilos” y ejecuciones; si a todo eso sumamos la falta de mantenimiento y pintura, el caótico diseño urbanístico… tendremos como resultado tantos y tantos desangelados repartos a lo largo de todo el país. Casi un cáncer, como metaforiza Arango.

Pero a mí, que habitualmente hago apologías de la armonía y la belleza, no me queda otro remedio que ver estos feos edificios con una mezcla de gratitud y resignación. Porque mudarme a un apartamento de un edificio de microbrigadas significó para mí una vida nueva, mucho más cómoda y funcional.

Obviamente, no los verá con los mismos ojos el que nació en casa grande y bonita. Pero para mí, que viví mis primeros cinco años en una pequeña casita de madera (sala, cuarto, cocina-comedor, baño afuera) el nuevo apartamento era casi un palacio. Y fue un palacio hasta que crecí y comprendí sus manquedades.

De ahí la resignación, porque, fuera como fuera, siguió siendo un techo seguro, un hogar.

Ya les dije: todavía soy uno de los cientos de miles de cubanos (¿llegarán al millón?) que viven en edificios de microbrigadas.

Tengo una amiga que tiene una pesadilla recurrente: comienza a permutar su casa, y de permuta en permuta termina viviendo en un apartamento de un solo cuarto en Alamar. “¡Eso es lo peor que me pudiera pasar! ¡Vivir en un edificio-todos-tenemos!” —clama sin reparar en que yo mismo vivo en un edificio así.

Nunca le he hecho notar que para muchísima gente de este país su pesadilla podría ser un maravilloso sueño. Yo sé de algo que es más feo que un edificio de microbrigadas: un bajareque de piso de tierra, paredes de cartón, techo de guano. Un bohío sin agua corriente, sin servicios sanitarios.

Y la verdad verdadera es que, aunque no salgan en el Noticiero de Televisión, miles de cubanos todavía viven en casas como esas. Dieran lo que no tienen por vivir en esos repartos de prefabricados, por muy feos que sean.

Utilizando términos y conceptos que les son muy caros a ciertos dirigentes, yo creo que el socialismo tiene que ganar la batalla de la belleza, una lidia que está perdiendo a todas luces. Pero primero tendría que ganar una batalla no menos importante, más esencial si se quiere: la del bienestar y la dignidad material de los ciudadanos, un terreno en el que la belleza es, en todo caso, uno entre muchos aspectos a tener en cuenta.

Lamentablemente no hemos sido capaces de “democratizar” esa belleza como —de alguna e insuficiente manera— un día democratizamos los apartamentos de uno, dos o tres cuartos, en un edificio antiestético, pero que resiste lluvia, sol y sereno. Me preocupa, tanto o más, que tampoco seamos capaces de democratizar contundentemente los frijoles, la carne de res, el transporte, las líneas telefónicas…

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