Casi todas las mañanas está ahí, encorvada sobre el cantero, sembrando una planta, podando un arbusto, regando una flor. Un día me senté a verla trabajar, no tan cerca, para que no se diera cuenta de que la miraba. Poquito a poco, como disfrutando cada cosa que hacía, fue limpiándolo todo, poniendo orden. Veinte minutos después el jardín resplandecía. Literalmente: resplandecía. El primer sol iluminó las plantas, suavemente, sin estridencias. Luz suave que hacia brillar las gotas de agua sobre los pétalos y las hojas. Ella se paró en una esquina, admiró su obra. Lamenté no tener la cámara encima, era una instantánea preciosa. Tengo que decirlo: me emocioné, casi me echo a llorar. (Los lectores habituales de esta columna se habrán dado cuenta hace mucho rato de que yo soy un llorón. Antes me turbaba un poco esa lágrima fácil, pero mi neurocirujana me dijo que cuando tuviera ganas de llorar, no lo reprimiera, que eso era bueno). Un día me animé a hablarle: Qué bonito su jardín. Me sonrió: “¿Te gusta? ¡Qué bueno! Por cierto, dale saludos a tu mamá, dile que extraño mucho nuestras conversaciones”. Ahí supe que me conocía y que se había hecho amiga de mi madre. Llamé a mi casa por teléfono: La dueña del jardín te manda muchos saludos —le dije a mi mamá. “Ah, sí, La China, dile que cuando regrese por allá le voy a hacer la visita”. A partir de ese día, la saludo todas las mañanas. A veces hablamos un poquito, hablamos sobre todo de su jardín. “Lo más importante a la hora de sembrar cualquier matica es tener bien claro que es un ser vivo. Y algunas de estas plantas son muy vulnerables, por eso hay que atenderlas siempre. Como ya estoy retirada, tengo tiempo todas las mañanas. Empecé con dos o tres maticas de flores y mira ya el jardincito que he creado. Los muchachos me lo respetan, para que tú veas. Casi nadie me arranca las flores. Es que yo me llevo bien con todo el mundo…”
No basta con que La China se lleve bien con todo el mundo, lo que pasa es que su jardín está tan bien atendido, es tan bonito, que nadie se atreve a destruirlo. Todo el mundo tiene su sensibilidad, incluso los que menos sensibilidad demuestran. El reparto es feo, edificios de microbrigadas detrás de edificios de microbrigadas. Bloques sobre bloques, despintados. Calle maltrecha, basureros repletos. En medio de ese panorama gris, el jardín de La China es una nota de color. ¿Quién se va a atrever a romper un cantero? Es más, los vecinos la ayudan de cuando en cuando; cuando ella no puede, otra vecina riega las plantas. Los niños arrancan las malas hierbas. Puede que La China no lo sepa, pero ella está haciendo todas las mañanas un trabajo más útil que el de los spots en la televisión y los matutinos en la escuela que hablan de la protección del medio ambiente. Su discurso es el del trabajo, que es el mejor de los discursos. Mi mamá vino hace algunas semanas a pasarse una temporada conmigo y por supuesto, se encontró con La China. Se visitan de cuando en cuando, intercambian dulces y recetas. Ahora La China le ha prometido un “hijo” de una mata preciosa que tiene en su casa. “La voy a sembrar cerca de la batea, allá en la casa” —dice mi mamá. “A ver si se da tan bonita como la de ella”. Historias como estas me reconfortan. Siempre que haya gente como La China —y en todos los barrios hay gente como La China— el país tendrá esperanza. De acuerdo: habrá violencia, falta de valores, insolidaridad… pero también hay gente capaz de sembrar una flor donde antes solo había escombros. Hace un tiempo los vecinos pusieron un busto de Martí en un costado del jardín. Ha sido una idea feliz: la imagen de Martí completa la metáfora hermosa. “Es el más grande de los cubanos —me dijo La China—, ¿dónde iba a estar mejor este busto?” Tiene razón: en ningún lugar. José Martí, entre las flores.