Tatá y Esperanza son dos ancianos que viven solos en un paraje aislado del campo. Tatá prepara un horno de carbón, mientras Esperanza se ocupa de las labores domésticas. Llevan una existencia marcada por los ritmos pausados de la subsistencia y por la espera. Su único vínculo con la realidad exterior es el televisor de su vivienda.
Ese es el mundo que representa Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, 2018), un corto cubano en competencia en el 40mo Festival de Cine Latinoamericano de La Habana.
Durante el tiempo de este retrato, algo de afuera adquiere un peso inusual: a través de la televisión llegan las imágenes de la asunción de una nueva Asamblea Nacional y la votación de un nuevo gobernante para el país. A los rituales de la supervivencia de la pareja de ancianos se superpone este otro, cuya solemnidad y trascendentalidad parece exigir una actitud absorta y consecuente.
Los gobernados se ven confrontados por los discursos, nombramientos e himnos que visten de autoridad el ritual lejano, y que a su manera lo justifican. La sonoridad de las voces de mando invaden la casa pobre y el ambiente precario de dos ancianos solos.
Ese ruido lejano y ajeno gobierna también mientras Esperanza friega sin agua corriente o lucha por prender el fogón de carbón, y Tatá hace lo propio con su horno, más cerca del monte, pero igual inundado por los signos del poder que reptan por la tierra como si no hubiera nada más importante que su ceremonia.
No obstante, los ancianos asisten a este momento de la Historia oficial con actitud distraída. Esperanza atiende a la pantalla sin demasiado interés, más bien como algo que la distrae de sus inevitables obligaciones. El televisor y su vida recortada en un cuadrado es eso que le hace compañía. Cuando único la vemos absorta en la caja de luz es en la noche, bajo el embrujo de la telenovela brasileña, soñolienta pero cautivada.
El corto de Yero elige la observación como su estilo de construcción, y su cámara fabrica ese mundo concreto como un ámbito de ficción, casi como algo espectral (a ello contribuye la contrastada fotografía en blanco y negro), que le permite crear un contrapunto entre dos universos que deberían tener algo en común, aunque no sea el caso.
Al punto de vista del documental le interesa que sus personajes sean lo central de su mirada: más que lo trascendental que ocurre al otro lado de la pantalla del televisor, Los viejos heraldos dirige toda su curiosidad hacia la pareja de ancianos. Es su rostro lo que importa. A través de esas caras ajadas y de las miradas cansadas por los años, vemos el reflejo de eso otro ajeno. Por eso no importa tanto la pantalla de la caja electrónica como la superficie de los rostros que ante ella se colocan.
El peligro que se cierne sobre la lectura del corto es suponer que ofrece una visión de la relación entre el universo de la vida cotidiana y el funcionamiento “trascendente” del Estado como una fábula determinista. Gobernantes y gobernados viven en temporalidades distintas, y nada hay en esos discursos que hablan a nombre de los colectivos e invocan la democracia como exorcismo absoluto y solución mágica, que pueda afectar a quienes están muy lejos o viven ajenos a la institución de la política.
Siendo así, estaríamos con Los viejos heraldos ante un ejercicio de didactismo que querría ilustrar la paradoja democrática de una manera tan docente que todo en él sería intención. Su estilo observacional, así visto, permitiría servirse de Tatá y de Esperanza como argumentos de una teoría particular sobre el extrañamiento existente entre el mundo de los poderes del Estado y el de la gente simple y llana.
Desde ese punto de vista, estaríamos ante una pieza audiovisual que ilustra aquella frase que Nietzsche pone en boca de Zaratustra: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo’”.
Digamos que en Cuba esa versión de las lógicas propias de la hegemonía no son ya un descubrimiento. Por demás, es bien tangible la distancia entre aquellos deseos y razones que adornan los discursos que se hacen en las tribunas, y las evidencias sensibles con que la realidad les responde. Este corto no va a revelarnos algo nuevo en esa dirección.
Pero, ¿y si detrás de mirar esta película bajo semejante enfoque determinista hubiera un equívoco absoluto? ¿Si Los viejos heraldos no pidiera ser entendido como parábola de nada, sino simplemente como eso que hay en la pantalla? O sea, ¿y si en vez de un dispositivo que funciona como contrapunto, tuviéramos, en cambio, uno que se manifiesta por reflejo? Por parecido.
Especulemos.
Esa abstracción de las sociedades humanas que es la política institucionalizada, a través de la cual repta lo más noble –pero demasiado a menudo también lo más abyecto de eso que somos– suele exhibir constantemente su ansiedad de renovación, de reluciente pacto redivivo entre gobernantes y gobernados.
El discurso de asunción de Miguel Díaz-Canel que Tatá y Esperanza siguen desde ese butacón desfondado donde suelen compartir un espacio juntos, propone eso. Habla de continuidad, si bien todo lo que promete ese momento de la Historia visto como instante memorable, habla de tiempo nuevo, de cierre de una época, al menos como gesto simbólico.
Pero asumamos que somos un espectador ajeno al contexto denso de abril de 2018 en Cuba, a las expectativas e hipótesis de esos días, que existieron al suponer que lo que se decide arriba determina en exceso lo que nos espera a los de abajo. Visto desde fuera y desde lejos de tales contingencias, como quien mira distraídamente, Los viejos heraldos muestra dos rituales simultaneos de permanencia. En uno de ellos se apila leña y vigila el ritmo de su cocido, se vierte tierra, se sellan los agujeros por donde podría estropearse el horno de carbón; o se cumplen los procesos de la vida doméstica: cocinar, fregar, ordenar la vivienda.
En el otro se sigue con precisión el ritual de la legitimidad: se citan disposiciones legales y normativas, se les invoca luego para escenificar el rigor de la democracia, se mencionan autoridades que oficiarán como testigos y jueces, se vota, contabiliza, elige. Se toman decisiones. Se aplaude. Suena un himno. Al final, un país tiene un nuevo gobernante. Y a otra cosa, mariposa.
Ambos mundos así presentados sugieren la administración del tiempo; el trabajo sobre aquello que supone el esperar. Quiero decir, la materia de la que está compuesta la vida. Tatá y Esperanza están hechos de tiempo, así como esperar porque el carbón esté a punto y sirva para traer algo de dinero y comida a la mesa del hogar justifican su paciencia. Es algo irreparable, que en el caso del Estado implica vivir más allá de la muerte, existir como algo que trasciende la existencia biológica de los hombres y las mujeres que le dan rostro y vida.
Estos heraldos, ¿qué mensaje portan? Si se nos dice en el título que son, por demás, viejos, difícilmente pueda afirmarse que, como indica la etimología del término, anuncien con su presencia la llegada de otra cosa, acaso distinta. No está demasiado claro que los heraldos de este universo tengan mucho que ofrecer a una idea del mañana.