Abbas Kiarostami ha muerto. Ahora no puedo dejar de pensar que casi su último gesto lo dejó aquí en Cuba, enseñando y filmando. Algo nuevo, una relación entrañable pareció empezar allí, pero ahora se ha vuelto imposible.
Kiarostami estuvo en nuestro país un par de semanas a inicios de 2016 (exactamente entre el 26 de enero y el 6 de febrero) para tomar parte en el taller “Filmando en Cuba con Abbas Kiarostami”, organizado en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Fue esta la acción central del Tercer Taller de Autores. De entrada, el realizador reconoció estar cumpliendo un viejo sueño:
Conocer Cuba y su célebre escuela de cine. Para mí es una oportunidad increíble. Me habían invitado desde hace años y no había podido venir.
En el taller, Kiarostami ofició como tutor de un puñado de realizadores que debían, en breves días, proponer un microrelato, organizar el rodaje, grabar, editar y entregar una pieza terminada. Es una experiencia de aprendizaje que el realizador iraní desplegara antes en España y Colombia y que tenía como esencia buscar historias en la realidad y elaborar episodios donde los bordes entre ficción y vida desnuda se disuelvan y confundan.
Dijo Kiarostami en la EICTV:
Lo que diferencia este taller de otros que he dirigido es que los teléfonos móviles no tienen función aquí. En los días en que van a permanecer, los estudiantes estarán consigo mismos tanto tiempo como si se aislaran dos meses. Espero que aprendan que esos aparatos son muy molestos. Yo llegué más cansado que otras veces, pero los alumnos me han hecho recuperarme. ¿Qué se puede esperar de diez días? Ojalá salgan cosas buenas.
Mas, no tengo por seguro que hayamos comprendido bien a Abbas Kiarostami esos días que permaneció entre nosotros. Primero, porque hubo demasiadas mediaciones: Kiarostami se expresó todo el tiempo en persa, o farsi, su idioma materno. Aunque conoce bien y habla fluidamente el español y el inglés, tuvimos que escucharlo la mayoría del tiempo a través del filtro de un traductor. Y me temo que muchas de sus ideas nos llegaron pasadas por agua. Eso, porque soy malpensado.
Pero nuestro mayor problema ha sido suponer que este maestro del cine contemporáneo tenía respuestas para asuntos oscuros. Que la genialidad de su cine se correspondía a la de una suerte de profeta o iluminado capaz de echar luz sobre quintaesencias. Nada más lejos de la verdad. Kiarostami lució como un ser demasiado terrenal, que no acepta pleitesías ni quiere pontificar, que no respeta las interrogantes pretenciosas ni es demasiado amable con la petulancia de los periodistas. Prefirió siempre a la gente llana. Como cuando se le vio abierto y pleno en el cine 23 y 12, dialogando con un público diverso al finalizar la proyección de uno de sus largos.
Kiarostami no estudió jamás cine, sino pintura. Su obra arrancó hace unas cuatro décadas y hacia el decenio de 1980 los festivales europeos lo revelaron como una de las voces excepcionales del cine mundial. No obstante, en vez de gozar de las mieles de la consagración, repitiéndose o jugando a la ruptura formal desde una mansión de Europa, se dedicó estos últimos años de su vida a regresar a sus orígenes.
Después de 40 años en el cine he vuelto a hacer cortos, convencido como estoy de que el cortometraje no es un medio para hacer largos o para entrar en la industria. La época más gozosa en mi trabajo fue cuando hacía cortos; entonces tenía más valentía, por eso extraño tanto esa época y hace cuatro años que solo hago cortos. Hasta la fecha he realizado 24 cortos de 4 minutos y medio.
Cuando me refiero a la sencillez de Kiarostami no siento ningún asombro, sino un lamento porque en Cuba estamos demasiado enfermos de notoriedad y afectación. Esta clase de personalidades nos descolocan. Y revelan lo poco y mal que hemos visto su obra. Como aquella exhibición de El viento nos llevará (1999) que casi deja vacío el cine Riviera, una mañana de Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. El público, incluidos algunos críticos peleados con el “cine lento”, se marchaba profiriendo alaridos. El maestro iraní parecía desorientado después de sus primeras películas, protagonizadas por niños, tan tiernas y aparentemente transparentes, o fáciles.
Nada más lejano de la verdad. Porque todo estaba allí. La poesía que emerge de ese cine suyo es resultado de la facultad para mirar con fijeza y compromiso, para revelar lo esencial, que no siempre es sinónimo de complejo. Kiarostami no dejó jamás de reinventarse.
Confesó a un nutrido grupo de personas reunidas en la escuela de cine de San Antonio de los Baños:
Hace unos 40 años, cuando comencé a hacer cine, había un libro en Irán titulado El filme y el director, con normas muy extrañas. Decía que siempre debían verse los rostros de los personajes que hablan; que ningún close up debía durar más de cuatro segundos… En mi primer corto, hice un close up de más de dos minutos. Porque el plano de alguien durmiendo puede ser muy interesante. Lo fundamental es mostrar aquello que tiene importancia, no lo que dicen las normas del cine. Es aquí donde hay que revisar esas normas. Para los inicios del cine habrían estado bien. Pero cada época trae transformaciones.
Y a seguidas confesó su deuda con el cinesta japonés Yasuhiro Ozu (1903-1963).
Ozu es un realizador que me impactaba incluso antes de que pensara hacer cine. Tenía 16 o 17 años cuando la Cinemateca Iraní puso una retrospectiva suya. Al mismo tiempo se veían muchas películas de Hollywood. Pero creo que Ozu me interesó porque me respetaba como espectador, con esos planos abiertos, sin esa dictadura del director que trata de imponer sus emociones al espectador. Desde entonces, los planos de Ozu están en mi interior. Él respeta nuestra inteligencia al decirnos: “mira donde quieras”. Eso es lo que aun me provoca a tener planos abiertos en mi obra. Sus películas, 60 años después, todavía son nuevas. Allí las relaciones familiares se presentan de la mejor manera, lo mismo que en la obra de Chéjov.
Mis obras no están basadas en novelas escritas. Solo miro lo que ocurre a mi alrededor, leo lo que aparece en los periódicos, escucho profundamente los problemas que tienen mis amigos y atiendo los asuntos profundos del hombre… eso que puede encontrarse en cualquier lugar. No saben cuánto he contemplado eso durante estos días… Algunos de mis alumnos han venido a decirme que cambian su proyecto por quinta vez, y quizás lo esencial del carácter humano sea esa indecisión. No conoces el camino peligroso, aunque sientas la amenaza del tiempo que tenemos disponible, pero la preocupación esencial de todos es esta vida que transcurre con prisa. Toda la obra que realizo está influida por esas condiciones: mi vida rutinaria y la de mis allegados. Todo viene de ahí, de la realidad. Si ves mi filme Dónde está la casa del amigo, notas que el estrés en la cara del niño protagonista es el mismo que tenía yo. Ese niño no tiene diferencia con el protagonista de Close up: es el mismo, que creció. El proceso de realización nos propone cada día algo nuevo, pero siempre debemos ver cómo a través de ello podemos echar un cable a la realidad. Diría que yo no creo nada, que solo recolecto las cosas. De todo el mundo se puede aprender. Cuando tenemos idea fija, ahí estamos en problemas serios.
He aquí el centro de su método, si es que lo tuvo: construir a partir de lo que hay. En ello resulta central el trabajo con los actores. Las películas de Kiarostami excepcionalmente han contado con rostros conocidos de la actuación de cine; mucho menos con actores profesionales. Más que como arquitecto, se comportó siempre como jardinero, abierto a colaborar con el albur, y se dejó contaminar por lo imprevisto. Entonces brotó, imprevista, la verdad.
No decido cómo dirigir a los actores. He trabajado unos 20 años con niños. La primera obra que hice trataba de un niño de 7 años que había comprado el pan y no podía regresar a su casa porque le tenía miedo a un perro que estaba en el camino. Así que no encontraba un niño de 7 años actor profesional, ni perro ni director profesionales. Para los tres fue la primera vez. Entonces aprendí cómo trabajar: tenía que colocar a los actores en la situación de su vida normal, ponerlos frente a frente para registrar el miedo. Eso se convirtió en norma para el resto de mis películas. Yo he renunciado a muchas cosas en mi cine; por ejemplo, al maquillaje. Si necesito un viejo busco a un viejo. No uso un actor al que le tiño el pelo y la barba. Del mismo modo que no intervengo en la apariencia, tampoco intervengo en su interior. Intento adaptarme a ellos. Cuando tengo la oportunidad de encontrar a la persona más cercana al papel que requiero, no intento cambiarla. Si quiero cambiar algo, me cambio a mí. Es más sencillo. Hay gente que cree que puede cambiar a las personas. Mal asunto.
En estos días en que tanta gente viene a Cuba porque esta ínsula ha dejado de ser el Mundo Prohibido para convertirse en el Jardín de las Delicias de la mirada ajena, tendré que celebrar que uno de esos visitantes fuera Kiarostami. Aunque no hiciera titulares ni calificara como uno más de los famosos que la prensa persigue sin pausa, nos dejó algo más profundo y duradero.
Por eso, descanse en paz, Maestro. No lo vamos a olvidar muy fácilmente.