La peor virtud de la Bienal de La Habana es hacernos creer —cada dos años— que arte cubano y vida cotidiana se pueden fundir así como así, sin más. Y es un buen truco, hay que admitirlo. Pero por un rato. Por lo que dura la Bienal.
Esta semana, cuando muchos de los medios que han construido su hagiografía se han apresurado a legitimar la “condición participativa de la 12 Bienal de La Habana”, o la supuesta “calidad de la megaexposición más amplia de arte cubano hasta la fecha”, nadie ha caído en la cuenta de la distancia melodramática que separa habitualmente al arte made in Cuba de lo cotidiano. Basta salir a la calle, a nuestra ciencia no-ficción diaria, y comprobar que la Bienal es pura respiración artificial: una sobrevida de apenas un mes. Al recorrer la capital cubana hoy, uno tiene la sensación de estar contemplando un vacío…
Ahora, a la distancia, si alguien me preguntara cuál fue la peor obra de la 12 Bienal de La Habana, tendría que responder, con mayúsculas, que la gran loa juglaresca de la crítica de arte cubano (tan solo superada en descalabro por la ópera Cubanacán, de Roberto Valera): una farsa donde muchos vistieron a la moda. Porque, ya que estamos, la Bienal es también una pasarela desbocada donde lo verdaderamente interesante es la inversión de roles: con el correr de los años, los artistas se han vuelto los mecenas y nuestros críticos se han convertido en becarios. Y, ciertamente, para decirlo rápido y mal: es difícil que alguien cuyo salario depende de mantener el estado de las cosas, critique tal estado de las cosas. Tal vez por eso en esta última edición había diez o doce proyectos notables y veinte o doscientos expuestos. Porque ya sabemos que hay una cualidad rara y apetecible que muchos críticos llaman “respetabilidad”, pero que en realidad se traduce como el acto de “vender bien”. (Lo extraño es que, ahora que lo pienso, no recuerdo haber leído nunca una crítica de arte cubano que litigue el problema del valor; nunca, en ningún libro. El precio no aparece en la anatomía crítica del arte cubano postrevolucionario.)
Pero me desvío. Lo importante acá: en estos días en que la noticia no es el arte en sí sino el modo en que reaccionan los coleccionistas frente al arte cubano contemporáneo —que si Ella Fontanals-Cisneros compró el Archivo Veigas el año pasado, que si Jorge Pérez construyó un Arca de Noé solo para nuestros artistas—, vale la pena preguntarse: ¿cuál es la relación de la institucionalidad cubana (entiéndase: museos, centros de investigación y de enseñanza, ministerios, hoteles, bibliotecas, etc.) con el arte cubano contemporáneo? ¿Quiénes se encargan hoy de la eficacia simbólica —el sintagma pertenece a El Estado seductor, de Régis Debray— de nuestro país? Tema para examen…
Pensaba en todo esto mientras leía a Iván de la Nuez, a propósito de Iconocracia, su más reciente gol curatorial: “No se entiende el impacto internacional de la Revolución Cubana sin el despliegue fotográfico que trajo consigo. Sin la confluencia iconográfica con lo que serían los símbolos de los años 60 [melenas, juventud, barbas]. La fotografía acompañó la fascinación de Sartre o Graham Greene, y de muchos intelectuales occidentales que descubrieron, a través de esta, a un país igual de occidental que se proponía cambiar el mundo. Y esto no solo vale para los líderes de aquel proceso, sino también para la fotografía de La Habana, del paisaje campesino, con esa mezcla europea, norteamericana, latinoamericana, caribeña con su modernidad anómala y resultona”. Gracias a eso, desde afuera, mirando el arte cubano de los años sesenta, este país resultaba tremendamente empático. Porque traficábamos con las utopías, con todas esas ilusiones que nos desbordaron siempre. De ahí que nuestro pasado pueda ser, cómo no, una foto de Korda (El Quijote de la farola, 1959) o de Raúl Corrales (La caravana de la Libertad, 1960), despidiendo más religiosidad que cualquier consigna, transformando los pedazos de este país doméstico en mitología. (Fue Roland Barthes el primero que nos enseñó que el mito moderno tiene a la foto como vector preferido.)
Pero ¿dónde quedó todo ese Cuba appeal? ¿Qué sucedió con la heroización por el arte de la nación cubana? Respuesta hipotética: al parecer, a la nueva mitología nacional la sostiene el cuentapropismo. Las instituciones no estatales son los pinos nuevos. Y eso no está mal. (En materia de arte cubano contemporáneo, el gremio cuentapropista se ha adelantado al Estado.)
Aunque no siempre fue así, está claro. Hubo un tiempo en que el to be or not to be de la institucionalidad cubana pasaba por el arte. Si no recuerdo mal, en el lobby del hospital Hermanos Ameijeiras perduran dos murales escultóricos, El día & La noche, de Sandú Darié, pensados en colaboración con el compositor Juan Blanco, específicamente para ese local. Basta con el ejemplo de Sandú Darié para rastrear el affaire arte-institución en Cuba: en el año 1978 se restauró el Circulo Social Obrero “Julio Antonio Mella” y a Sandú Darié se le encargó, nada más y nada menos, que el área de juegos infantiles; pienso en el Árbol rojo (1981), escultura ambiental del Palacio Central de Pioneros; en la Fuente lumínica (1968) de la Escuela Nacional de Arte; en las Torres lumínico-cinéticas (1970-1972) del Parque Lenin; en el mural Colores ondulantes en el espacio (1983), para los exteriores de la fábrica de toallas del Wajay; en la Columna de la Vida (1986) para el Instituto de Ingeniería y Biotecnología; en las Construcciones (1977) de la intersección de Cuatro Caminos, etc. Mil y un ejemplos.
Pero algo ha pasado en Cuba. Algo que explotó. Algo que se quebró. Y en un país donde con los poetas, los artistas visuales, y los músicos tenemos lo que Marx llamó “crisis de superproducción” (hay más músicos que metros cuadrados, más poetas que editoriales provinciales y más artistas que artesanos), ¿por qué no someternos a un bypass? ¿Por qué no involucrar más a los artistas? ¿Por qué cualquier diletante, arquitecto de guerrilla, artesano de medio pelo, pintor de horizontes, telépata en baja, decorador nervioso, etc., puede involucionar un espacio público o institucional?
¿Por qué no encargarle a Lorena Gutiérrez Camejo los neones del cabaret Las Vegas?
¿Por qué el Instituto Cubano del Libro no adquiere caligramas de Yornel Martínez, libros-objeto de Sandra Ramos o Eduardo Ponjuán?
¿Por qué a la entrada del Teatro Amadeo Roldán no hay una instalación sonora de Glenda León; en el MINFAR un Dennis Izquierdo; en el Jardín Botánico un Rafael Villares; en Jalisco Park un José Emilio Fuentes; en el Aeropuerto Internacional José Martí un Aluan Argüelles; en el Instituto Nacional de Historia de Cuba un José Manuel Mesías; en los interiores del Hospital Frank País una radiografía de Yomer Fidel Montejo?
¿Por qué no encomendarle a Eric Silva o a Duniesky Martín la cirugía de nuestras valla “idiopublicitarias”?
Opciones hay. Y, créanme, la distancia que separa esa Cuba hipotética de esta en que vivimos (la isla detrás del muro sin Bienal) no está en los costos, sino en la percepción del arte cubano como un terreno de signos que intentan retardar la mudez, la alienación, el vértigo que precede al silencio.
Muy bien … ciento por ciento de acuerdo. Este es un drama, imposible de pensarse incluso en otra realidad latinoamericana que no sea la cubana. La apropiación de los espacios por parte de los artistas está sujeta a reglas muy definidas que el mercado se encarga de asignar. Cuba siempre fue otra cosa, hay que recuperar eso…
Solo una coletilla:La bienal es ahora cada tres años( aunque parezca un contrasentido) así que infórmate mejor…!!!
Gilberto:
Específicamente tu comentario es para la Bienal o para las muestras colaterales de arte cubano que se organizan durante la Bienal??? Realmente no se entiende muy bien el sentido de tu artículo. Si te refieres específicamente a la Bienal creo que se lograron excelentes proyectos en espacios que durante muchos años ha sido obviados y son proyectos que no tienen para nada una conexión con el mercado. Atendiendo a tu reclamo del arte en espacios de bien público, creo que debes llegar a Casablanca y ver la recién restaurada estación del tren de Hershey por el artista contemporáneo frances más importante: Daniel Buren. O el majestuoso mural que el maestro Juvenal Ravelo le regaló a los habitantes de esa comunidad.
El número de ejemplos sería cuantioso. Muchas gracias
Realmente soso este articulo y ademas desorientado, parece realizado por alguien que conoce muy poco el mundo de hoy.
Excelente artículo. Entiendo por lo que dices que la institución ha abandonado su propio juego y los jugadores se han quedado sin tablero. Con tanto talento que hay en Cuba es para que hubieran obras públicas por toda la isla ocupando a los artistas. No me sorprenden sin embargo las pasarelas y los platillos que llegan y se van con el gran evento. Casi siempre es así y no sólo en Cuba. Por estos lares de Estados Unidos donde radico las ferias y bienales de arte son grandes festejos de mercado pintados con algunos brochazos de calidad y muchos de envestidura, salvo raras excepciones.
Me parece descubrir por algunos de tus comentarios que el ambiente de las artes plásticas de la isla está viviendo las confusiones propias de una transición hacia un todavía muy infantil capitalismo. Nuestra generación creció en una sociedad que ha entendido el valor en su relación con lo ideal y no como una convención maleable de intercambio donde el mercado, y no necesariamente lo conceptualmente deseable, es lo que lo define. En cierto sentido no deja de ser una transición intelectualmente dolorosa. Te lo digo por experiencia propia porque cuando uno se aleja de aquella idea de valor utópica y se adentra de lleno en el estatus quo del trueque que prevalece en lugares como donde vivo, a algunos nos sucede una suerte de síndrome periódico que yo llamo la marchitud. Como una planta que se marchita, aunque tenga disponible toda la tierra y el agua posibles para consumir, porque apenas puede vislumbrar los rallos de un sol hacia dónde dirigirse. Cuando me da la marchitud, mi único remedio es irme corriendo a Cuba. Y no estoy hablando de gorrión, que ese es emocional. Hablo de valor en el sentido de “tener sentido”. Algo que no llega a ser utopía, porque de esas nos hemos ido curando, sino más bien como un estándar de riqueza intelectual que dimos por sentado muchos de los que crecimos en Cuba, o al menos los que estuvimos inmersos áreas del arte, el periodismo o la academia, aunque no sólo. Creo que hay algo de mi pequeña idea de marchitud sucediendo en Cuba, sólo que no está a la mano mi remedio de salir corriendo para algún lugar. ¿Y entonces que viene? ¿Una “valorofagia”? Disfruté leyéndote y estoy a punto de montarme en un avión! jaja.
Saludos.
@oliviaptallet
El día que eso pase, entonces alguien se preguntará por qué el Estado se gasta miles de dólares en un instalación para un espacio público (atendiendo a que Dennis o los Stainless probablemente no la regalen), cuando la gente no tiene dónde vivir o que comer.El hombre piensa como vive, y crea como piensa, así que por regla de tres…
A veces los artistas, los urbanistas, la crítica y los economistas piensan que el arte y la economía son cosas diferentes, cuando, en realidad, son más lo mismo que lo que parecen.
POR MUCHO!!! EL mejor articulo que he leído de la bienal en años… Sigue así.
Me encanto este articulo , discute un tema que es y ha sido crucial y que nos preocupa a todos, pues lamentablemente la mayoría de la producción artística Cubana de los 90 para acá esta en colecciones foráneas. La realidad es que a pesar de que muchos artistas hubiesen deseado exhibir permanentemente e incluso donar obras para los espacios públicos esto nunca ha sido bien instrumentado (mucha obra instalativa y escultorica incluso ha sido destruida por la imposibilidad de los artistas de almacenarlas). Las instituciones educativas y culturales Cubanas nunca han podido recuperarse de la crisis organizativa y económica del periodo especial y por lo tanto no han tenido el poder, el deseo y el control para coleccionar y mantener sus archivos que han sido constantemente destruidos por las malas condiciones de almacenamiento o saqueados para revenderlos en el mercado negro. Yo recuerdo cuando en cada Municipio y en cada escuela había una biblioteca con gran coleccion y calidad de libros, cuando las casas de la Cultura se hacían buenas exposiciones. Cuando en las Universidades los centros Culturales , teatros y hasta Hospitales podían verse las obras de grandes artistas Cubanos, sin miedo a ser robados o descuidados.
Lamentablemente en el caos de nuestra sociedad actual hay muchas cosas que organizar y resolver para que las obras puedan volver a ocupar su lugar en los espacios públicos permanentemente. Lo primero, tiene que haber instituciones publicas y privadas dirigidas por personas inteligentes, cultas, con poder económico y autonomía que propicien el interés respeto y orgullo de los ciudadanos y el Gobierno por el patrimonio cultural del país y por el arte contemporáneo. Tiene que mejorar el nivel de vida de la población en general y el nivel educativo para que la población pueda disfrutar de las obras publicas sin intentar vandalizarlas. Tiene que haber un interés por el arte como medio transformador de la sociedad, como escape de la rutina, como entretenimiento y escuela que vaya mas allá de la fanfarria y el embullo de unos cuantos días de jubilo y atracción turística a lo “Bienvenido Mr Marshal”…