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Rosa enferma

por
  • Gilberto Padilla Cárdenas
    Gilberto Padilla Cárdenas
agosto 12, 2015
en Sigue leyendo
5

“¿Ha tenido miedo alguna vez de sus fans?”, le preguntó una periodista de Playboy a Roberto Bolaño. “He tenido miedo de los fans de Leopoldo María Panero […]. En Pamplona, durante un ciclo organizado por Jesús Ferrero, Panero cerraba el ciclo y a medida que se aproximaba el día de su lectura la ciudad o el barrio donde estaba nuestro hotel se fue llenando de freaks que parecían recién escapados de un manicomio, que, por otra parte, es el mejor público al que puede aspirar cualquier poeta. El problema es que algunos no solo parecían locos sino también asesinos y Ferrero y yo temimos que alguien, en algún momento, se levantara y dijera: yo maté a Leopoldo María Panero y después le descerrajara cuatro balazos en la cabeza al poeta, y ya de paso, uno a Ferrero y el otro a mí”.

Pensaba en todo esto mientras leía Rosa enferma (Huerga & Fierro, Madrid, 2014), testamento poético de Leopoldo María Panero. Lo encontré en saldo, a un precio ridículo, perdido en el limbo de los libros de uso que se venden en Cuba. Centelleaba al lado de Ángeles y demonios, de Dan Brown. Recuerdo que me dije: el que organiza esta librería tiene ambos pies firmemente asentados en la tierra de los idiotas. (Para euforia de los que disfrutan de estas cuestiones: en una librería del municipio Playa, “El Cucalambé”, me encontré un ejemplar de Cibersade, de Alberto Garrandés, en la misma familia de “textos descontinuados” como What is Windows 95 o el Manual de Visual Basic 4.0. Otro ejemplo pertinente: hasta hace poco tiempo, Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, de Antón Arrufat, clasificaba en la Fayad Jamís como “libro científico-técnico”. Por último: un amigo me cuenta que el volumen ¿Cómo le crecen los senos a las niñas?, de Demis Menéndez, daba perfectamente el casting para “Literatura infanto-juvenil” en 2005. Y no somos los únicos: los supuestos profesionales de Google Books indexaron el mítico poemario de Walt Whitman, Leaves of Grass, en la sección “libros de jardinería”. Pero estas historias no son nada comparadas con las que reúne Jen Campbell en Cosas raras que se oyen en las librerías: gente que busca libros que enseñen a respirar bajo el agua; un cliente quiere asegurarse de que Harry Potter no trata de “maricas”; otro pregunta si por casualidad Dickens escribió algo divertido; algunos buscan… libros comestibles, libros de costura para coser heridas, libros verdes para decorar, libros de Javier Marías “pero con vampiros”, libros firmados por Shakespeare…)

Compré Rosa enferma inmediatamente. Nunca había visto en ninguna librería cubana un ejemplar de uso de 2014, por lo general nuestros libros de uso tienen algunas décadas de sobrexplotación y desfase. Olía como una orgía romana. Desde un punto de vista técnico, aquí radica el principal problema de los libros de segunda mano: si un químico forense los rociara con Luminol, encontraría restos de cafeína, sangre, semen, cera y urea como mínimo. (Hace algunos años, llegó a mis oídos el proyecto artístico de un grupo de peritos estadounidenses que consistía en analizar libros usados —sobre todo clásicos de la literatura norteamericana— como si fueran cadáveres en la escena de un crimen. Según parece, la necropsia libresca reveló datos tan abominables sobre el proceso de la lectura que el proyecto se canceló. Para que tengan una idea —juro que esto es lo único que comentaré—, en algunas páginas de On the Road había semen canino.)

Lo dejé que se airara antes de abrirlo. La portada estaba tan sucia que era imposible saber de qué color era. Tenía una dedicatoria escondida. Pero lo más extraño no era que la nota estuviera en la última página. Lo más extraño era la dedicatoria en sí misma: “Geisel [por razones obvias no revelo apellidos], mi pequeña hada, de todos los favores que pude prometerte, te debo la locura”. Solo eso. Más que suficiente para introducir las señas en uno de esos programas de ETECSA a los que podía acceder desde mi teléfono, y al cabo de pocos segundos ya lo había hecho. En vano. No había nadie con ese nombre en la base de datos. Probé ingresando solo ambos apellidos. Tenía un ganador. El número pertenecía a un teléfono fijo, que estaba registrado a nombre de una tal Lisandra. Un poco más de investigación reveló que había nacido en 1980. Entonces se me ocurrió algo fácil y retorcido. Llamar al número de Lisandra y preguntar por Geisel. “A ver qué pasa”, me dije.

Me fijé nuevamente en la dedicatoria del libro. Una caligrafía masculina. Pero ¿qué clase de hombre obsequia un libro de Leopoldo María Panero? En seguida pensé en Franz Kafka y Felice Bauer. Pensé en Ángel Escobar escribiendo: “A ti me atornilla la angustia”. En Samuel Beckett: “cuando solo la Nada estaba entre nosotros, nos hallábamos / enteramente juntos”. Pensé en Jorge Luis Borges y en aquel poema “What can I hold you with?…”, ofreciendo todo lo que no se quiere: “te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre / de mi corazón; trato de sobornarte con / la incertidumbre, con el peligro, con la derrota”. Pensé en un hombre solo.

Leopoldo María Panero es, seguro, el único autor español del que tengo todos sus libros. Todos, dije. Más de setenta títulos. Y más de una vez he escrito sobre su vida como quien escribe sobre una ficción. Que era poliadicto. Que una noche se tomó, impecablemente, 52 Valiums porque el dolor en su cabeza era tan fuerte que podía partir una col. Que volvió de la muerte con Heroína y otros poemas, uno de sus mejores libros alucinógenos. Que las voces, por lo general hombres que le hablaban en su imaginación, le inculcaron el hobby del suicidio. Que hizo algunos reajustes interesantes en el álbum de la poesía española contemporánea: escogió la soledad, el crimen, la pornografía, la pederastia y a Lewis Carrol. Que las feministas lo odian. Que en marzo de 2014 hizo un sonido a lo Darth Vader y desapareció de la vida como el gato de Cheshire en Alicia en el país de las maravillas. “Fallo multiorgánico”, dictaminaron sus médicos. Que hace apenas unas semanas me encontré un ejemplar de Rosa enferma —dedicado por algún fanático a una “pequeña hada” cubana— con los siguientes versos señalados: “Y la nada enseñará a los hombres su mano / Que tiene el rostro pálido de la locura / Y el temblor del verso / Y el temblor del sexo diminuto de las hadas que aún no sangran”. Y que todo aquello me pareció como una historia de amor pervertida, enferma y desolada. Y literaria.

Se me ocurren muchas formas de describir lo que sucedió a continuación, pero ninguna parece adecuada. Marqué el número de teléfono. Timbre. Una mujer al otro lado. Pregunté por Geisel. Silencio. “¿Quién habla?”, su voz era neutra, pero consiguió comunicarme la impresión de que, dijera lo que dijera yo, iba a estar mal. “Estoy tratando de localizar a Geisel”, esta vez mencioné también sus apellidos. Toda mi elaborada cordialidad rebotó en un murmullo lejano como insectos en un parabrisas. “Están llamando a la niña de nuevo”, escuché a duras penas. Y mientras esperaba, se me ocurrieron tres ideas interesantes. La primera fue, ¡ajá! Lo cual significaba, por supuesto, que había dado con el número correcto. La segunda, algo más inquietante, tenía que ver con el significado de la palabra “niña” en la frase. Y la tercera fue esta: ¿alguien había llamado antes que yo? Estaba todavía en la tercera idea cuando la voz de un hombre me alcanzó de repente: “Oye, coñoetumadre, te voy a despingar…”. En realidad, no sonaba como un hombre, sino como un pitbull que padeciera una lesión cerebral. “Llama al 106. Llama al 106”, fue lo último que escuché antes de colgar el teléfono. Se me agotó la reserva de adrenalina del mes.

Supongo que es verdad lo que decía Nabokov: “hay muchachas entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana sino la de las ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos”.

Desde entonces no he sido capaz de dar un solo paso más en mi averiguación.

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Gilberto Padilla Cárdenas

Gilberto Padilla Cárdenas

Papiroflexólogo, esto es: un filólogo que marca y dobla escrupulosamente algunas páginas de los libros prestados. Lector paranoico de Lo cubano en la pornografía, de Cintio Vitier. Hincha del jazz y el Glenfiddich. Con una atracción casi patológica por las periodistas que calzan el número de Madonna. En 2015, planea el secuestro de Leonardo Padura.

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Comentarios 5

  1. Yoe Suárez says:
    Hace 10 años

    Uf! Muy buen texto. Mantienes la tensión a base de la historia de la dedicatoria y la dedicada; y a la vez nos vas dejando caer (al parecer lo q verdaderamente te interesa) la curiosidad por el autor español…Muchas felicidades!

    Responder
  2. humbert humbert says:
    Hace 10 años

    gilbert gilbert, te estas superando. Pero probablemente “la nina” esta muerta, y por eso los padres se violentaron

    Responder
  3. Haydee says:
    Hace 10 años

    muy bueno, y al mismo tiempo detestable para los no aficionados a las ninas, o para las madres sobreprotectoras. me horroriza pensar en la pederastia y la poesia a la misma vez. en el fondo preferiria que el poeta que mencionas no existiera. Ahora tengo que buscarlo.

    Responder
  4. Kyn says:
    Hace 10 años

    La madeja de un texto literario es interminable. Quizás Padilla, sin proponérselo, pasó el umbral de lo escrito. ¿Se imaginan al pitbull sin rostro al otro lado del teléfono conectado a la red wifi y leyendo este texto en OnCuba?

    Responder
  5. Alfredo says:
    Hace 9 años

    Gilbertico eres patético niño hasta cuando con esa cursilería de lenguaje que solamente tú y la niña muerta pueden entender. Claro ella muerta de asco de tanta seudointelectualidad. Me imagino que un libro tuyo debe ser como una patada por donde más duela, menos mal que las editoriales cobrar los libros y no se arriesgan contigo

    Responder

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