Del 14 de junio al 15 de julio está transcurriendo la fiesta más grande del “deporte más lindo del mundo”: la Copa Mundial de Fútbol. Así se escucha. Así lo sienten millones de personas en todas las dimensiones del globo. Así lo dicen los que tienen voz alta: la FIFA, las federaciones nacionales, cadenas de televisión privadas, televisoras estatales –como la cubana. Así lo aseguran las hinchadas.
La retórica del evento refrenda la celebración del deporte más universal: el que activa más fibras del alma casi al margen de pertenencias políticas, culturales, de clase, de “raza”. La observación lo confirma, al menos como tendencia.
Quienes el 13 de junio parecían estar en las antípodas, hoy celebran el gol con similar magnitud, lloran con igual número de lágrimas las derrotas, se arriesgan con idéntico ímpetu a hacer pronósticos y, no pocas veces, están en la misma portería.
En La Habana, los partidos están en cada televisor de los lugares públicos. Desde los hoteles más lujosos hasta el vestíbulo de un hospital o la oficina de trámites del carnet de identidad. Una vendedora estatal de productos Artex comenta con otra el buen desempeño de los jugadores de Brasil. Muchachos de la esquina se derrumban frente el 3 a 0 Croacia-Argentina.
El Mundial llega a los hogares cubanos, que ahora parecen más iguales, menos diferenciadas por el estado de las fachadas, por la cantidad de metros cuadrados, o por las calorías o proteínas que integran, o no, el plato de comida sobre la mesa. El fútbol hace que esas desigualdades parezca que ocupan un segundo plano, por un mes.
Según la FIFA, los gobiernos, los Ministerios e instituciones oficiales de países participantes, la Copa “promueve la integración entre los pueblos y culturas del mundo”. Que la FIFA sea blanco de escándalo tras escándalo de corrupción, podemos ponerlo entre paréntesis por estas cuatro semanas.
Para quienes lo anterior plantee problemas, aún tendrán el argumento de que compiten selecciones nacionales, no clubes. Y eso encarna una lógica algo distinta a las mafias de ligas, donde se compran y venden jugadores –con o sin su conocimiento o consentimiento– y donde escasea la crítica a los salarios millonarios de los deportistas. En la Copa comulgan espíritus, hermanan personas. Los jugadores de la selección hacen soñar a las ligas barriales. Nosotros somos ellos. Ellos son nosotros.
Estamos, en efecto, frente a la competencia de fútbol más publicitada, más esperada, más especial, aunque sea en la que juega –solo– la mitad de la población mundial: hombres. La otra mitad se estrena en otra ocasión. La Copa Mundial no necesita apellido y no lo tiene. Pero lo merece: Copa Mundial de Fútbol Masculino. Eso sería justo.
Existe otro mundial al que sí se le apellida. También se celebra cada cuatro años, festeja el fútbol, convoca a selecciones nacionales y ha asombrado a federaciones de ese deporte por el amplio público que moviliza, a pesar de su evidente desventaja publicitaria y menor reconocimiento: la Copa Mundial de Fútbol Femenino.
La última sucedió en 2015, en Canadá. Y fue el mayor torneo de la historia de ese evento. Fue un espectáculo de calidad técnica y pasión deportiva. La próxima será en 2019.
En Canadá compitieron 24 equipos y rodó el balón por casi un mes. Allí Tailandia clasificó por primera vez (nunca ese país había clasificado a ningún mundial, masculino o femenino) y se estrenó la primera directora técnica de ese país. También debutaron los equipos de Costa Rica, Ecuador, España, Costa de Marfil, Camerún, Holanda y Suiza.
Las veteranas fueron noticia, aunque es usual que pierdan su nombre para mostrar su valía. La coreana del Sur Ji So-Yun, se convierte en “Ji Messi”, y Marta, la jugadora de Brasil nombrada “jugadora del año” en cinco ocasiones y recordista de goles anotados en mundiales, es la “Pelé femenina”.
Estados Unidos es el equipo con más galardones. Y Suecia es otra de las selecciones duras. Su directora técnica, Pia Sundhage, ha sido reconocida como la mejor de su categoría.
La celebración de la Copa Mundial de Fútbol Femenino fue cosa difícil. Mujeres y hombres comenzaron a interesarse por ese deporte casi simultáneamente, a finales del siglo XIX. Pero la historia del fútbol femenino y masculino es muy diferente.
En Inglaterra, apareció el primer club de fútbol femenino en 1894: British Ladies. Su fundadora fue Nellie Hudson, también activista por los derechos de las mujeres. El esfuerzo fue ripostado por una revista británica: “Debe quedar claro, que las chicas no están adaptadas para el trabajo duro en el campo de fútbol. Tal espectáculo público se debe despreciar”.
En efecto, se despreció, pero un poco después. El fútbol femenino fue utilizado en función de las necesidades políticas nacionales y globales.
Durante la primera Guerra Mundial, cuando los hombres fueron al frente y a las mujeres se les contrató en las fábricas para hacer el trabajo duro industrial, se estimuló su práctica, que atraía a miles de fanáticos durante los partidos. El dinero recaudado se usaba “en beneficio de la patria”, para cubrir necesidades de los ejércitos. En 1920, se realizó el primer partido internacional.
En 1921, la Asociación de Fútbol del Reino Unidos prohibió el fútbol femenino en Inglaterra por 50 años. “El juego de fútbol no se adapta bien a las mujeres y no vale alentarlo”. La consecuencia fue global. Se prohibió o frenó el desarrollo de los equipos de mujeres.
Después de la Segunda Guerra Mundial y al calor de la segunda ola de los feminismos, retoma auge. Se celebraron Copas y competencias internacionales siempre en la informalidad. A la par, países como Brasil y Estados Unidos permitieron oficialmente que mujeres practicaran fútbol profesionalmente. La UEFA y la FIFA lo ignoraron.
En 1984 la UEFA celebró el primer campeonato de Europa. Y no fue hasta 1991 que la FIFA organizó el primer campeonato mundial oficial de fútbol femenino (con promedio de 20 mil espectadores en los partidos). Según datos de esa Federación, hoy 30 millones de mujeres practican el fútbol.
Después de su oficialización, el fútbol femenino tiene otras exclusiones. La selección argentina, por ejemplo, estuvo dos años sin competir y sin entrenador. “Mientras Messi y su escuadra vuelan en las mejores aerolíneas, las mujeres lo hacen en autobús”. El entrenador del equipo ha llegado a denunciar que las jugadoras tienen que hacer viaje en microbus de 4:00 am a 9:00 am, teniendo que jugar ese mismo día.
Acusaciones de esa estirpe se han escuchado también en Brasil. La exjugadora y multipremiada futbolista Cristiane Rozeira de Souza Silva reveló públicamente que la dieta de la selección femenina de ese país estaba congelada en 250 reales (66 euros). Incomparable a la de sus compañeros. En Colombia se han dado debates similares. Allí el 72 por ciento del presupuesto invertido en el fútbol se destinó a la Selección Masculina. El restante se dividió entre los demás equipos (que incluyen las 12 selecciones nacionales y el equipo femenino). En Chile la situación no es diferente.
En Estados Unidos el asunto se denunció frente a la ley. Las jugadoras demandaron a la US Soccer por las condiciones salariales de sus contratos, muy desiguales respecto a la selección masculina del mismo deporte, aunque ellas han sido históricamente más laureadas.
En países nórdicos se han librado también batallas legales y se ha emprendido el camino hacia la equidad salarial en el fútbol. En Dinamarca, los jugadores han cedido parte de su salario a favor de las jugadoras. Las futbolistas danesas denunciaron la brecha salarial y anunciaron huelga si no se resolvía. La huelga se ha concretado. En Islandia y Nueva Zelanda ya se normó que jugadores y jugadoras ganen lo mismo.
La brecha no es solo de salarios. También existe en los premios y reconocimientos por participación en los mundiales. En Canadá (2015) ganaron las estadounidenses, que se llevaron a casa 2 millones de dólares. El equipo masculino de ese país, que solo llegó a octavos de final en Brasil (2014), obtuvo 9 millones. Los alemanes, campeones de esa misma competencia, 35 millones. Eso, por el mismo título.
Este panorama podría ser una oportunidad para pensar, por una parte, las formas en que se produce y reproduce la desigualdad entre hombres y mujeres en el fútbol. A ello serviría, igualmente, el reciente escándalo que se ha despertado en Rusia (2018) por comportamientos misóginos de las hinchadas.
Respecto a la desigualdad de género, el asunto no es solo hacer más igualitario el acceso al deporte profesional y amateur. Podríamos reevaluar las condiciones en las que eso sucede; la forma en que influye el mercado. ¿Cómo, después de todo, el deporte más lindo del mundo puede y debe ser más inclusivo? Entre gol y gol, espasmo y espasmo de placer, lágrimas, derrotas, sobresaltos, hermandades, quizás encontremos un minuto, o dos, para dar sentido a esa pregunta.