La primera vez que me encaré con mi padre fue hace un par de décadas. Vivíamos en un apartamento microscópico (y microbrigadista), pero yo parecía no percatarme y cada tarde regresaba de la universidad con unos libros robados. Por ese camino, la casa se nos había convertido en biblioteca, y había libros sobre los muebles de la sala, en la mesa de comer, en el closet y el piso, amontañados en los ángulos de la pared. A veces amanecía alguno junto al inodoro, debidamente abierto en la última página leída.
(Antes de continuar, aclaro que robar libros es un arte, y que fue mi orgullosa especialidad años atrás. En ocasiones operaba solo, pero en otras lo hacíamos en equipo: Peroguita, Damarys, Badía, el Chino, César…, nos cubríamos las espaldas como un SWAT Team en plan bibliófago. Por entonces, lo digo con cinismo, fuimos el peor azote de las librerías estatales y ‘de viejos’).
Sigo pues. Contaba lo de los libros junto al inodoro porque muy rara vez he podido ir al baño sin un texto en la mano. Ese momento, y el de las fastidiosas travesías en ómnibus, han sido siempre dos de mis favoritos para leer. Sin ignorar, por supuesto, la ocasión más propicia de todas, que es al amparo de la noche, en el silencio torvo de la cama.
Ahora vuelvo al comienzo. Lo curioso de aquella discusión con mi padre es que había sido precisamente él quien me heredó el afán por la lectura. En la casa de Alquízar donde pasé mi infancia había un librero (basto y vasto) en cuyos anaqueles coexistían los viajes del profético Verne, las gestas ‘sandokianas’ de Salgari y los inescrutables, deliciosos misterios de Ellery Queen, Agatha Christie, William Irish… Debo admitirlo: mi niñez se identifica menos con La Edad de Oro que con esos ejemplares que aprendí a reconocer con un simple vistazo al color de su lomo.
Después aquello quedó atrás. Después, ya en el apartamento diminuto de Mulgoba, llegué a la madurez como lector. Lo atiborré de libros que escudriñaba a diario, hasta el punto de pasarme siete días con sus noches sin dormir (mi madre no dejará que mienta en este punto). Fue una etapa de hallazgos en la que aparecieron -olvidemos el orden cronológico y las posibles influencias- El Sonido y la Furia, El Extranjero, Manhattan Transfer, El Gran Gatsby, Esperando a Godot; la poesía de Miguel Hernández, Machado, Pavese, del cholo Vallejo, del Guillén más mulato y musical… Me sentía invulnerable con ellos (¿entre ellos?), y me sentí mejor aún cuando supe de Orwell y Baquero, Vargas Llosa y Dazai, Mishima, Kawabata y, como todo el mundo, Borges.
Las ficciones del lúcido argentino, junto a las agonías tenaces de Vallejo, me nutrieron al tiempo que frustraron al escritor que alguna vez pudo asomar. Entender que ya no se podría escribir como esos dos, que sería mezquino y soberbio el mero hecho de intentarlo, me abrió un trillo de banderitas negras en el corazón de la autoestima. Pero Borges me supo consolar. “Que otros se jacten de las páginas que han escrito –repetí a la par suya-; a mí me enorgullecen las que he leído”.
Y son muchísimas. Tantas como pueden caber en treinta años en el profesionalismo del oficio más grato que existe. He tenido una vida de libros, como otros han tenido una vida de viajes, de vacilones, o de perros. No me avergüenza confesar que he dejado de leer un montón de cosas esenciales, las más de las veces deliberadamente. ¿Inconsecuencia? Acaso sí. Ya sé que soy contradictorio. Pero yo no comulgo con los contemporáneos, aferrado a la idea de que cualquier época pasada fue mejor. Así, he desechado –no por capricho sino por claridad de prioridades- a Roberto Bolaño. Desconozco si Pérez-Reverte se llama Antonio o Juan (puedo buscarlo en Google, aunque no me parece relevante). Me han contado maravillas de Almudena Grandes, mas prefiero las noches con Virginia Woolf, Katri Vala o George Sand.
Confieso más. Acepto que jamás pude terminar La Montaña Mágica ni los Karamazov, pese a esforzarme. Que en Paradiso apenas he podido digerir el lujurioso capítulo ocho. Que el Ulises me importa muy poco, por abstruso. He sido muy pragmático al respecto: el tiempo que me llevaría leer cada una de esas novelas es el mismo que exigirían siete antologías de cuentos, o cuatro novelas del buenazo de Conrad, o las poesías completas de Mallarmé y Kavafis, juntas.
Nada se lee por deber o por respeto. Se lee –por lo menos, yo leo- por ganas. Por un hambre muy parecida a la del sexo. Para meterme en la ficción de vivir esas vidas que quisiéramos tener (Al Capone en Chicago, legionario en Melilla, pintor en Montparnasse), o en todo caso para calibrar como es debido los sensores del espíritu.
A estas alturas, ya con algunas canas en la barba, releo más que leo. Me acuerdo de Calvino (“un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”) y vuelvo sobre los mismos ejemplares que provocaron la primera discusión que tuve con mi padre.
Camino sobre ellos. Corro. A ratos, tan feliz, gateo.
Buen articulo .. Al capone en Chicago, legionario en Melilla,pintor en montparnasse, mercenario en Damasco, costalero en Sevilla, negro en New Orleans…. La del pirata cojo
Asere mira, te excediste! Me encantó el artículo.
Me siento tan identificada con este artículo que me ha puesto un poco molesta no haber sido yo quien lo escribiera.
No escribo nunca palabras ni para una amiga…pero hay textos que tienen la capacidad de despertarme el bichito intranquilo de al menos poner letras en los comentarios.
Miche, què hermoso texto, tuvimos infancias parecidas y, al igual que tù, me jacto de haber hurtado no pocos libros que, justo es decirlo, aùn hoy atesoro y conservo…
Bongocero en la Habana, …. Sigues demostrando ser muy bueno Michel, genial trabajo.
un articulo tan interesante como una guia telefonica de hace 20 años….
Q Oncuba oriente cual tarea partidista q todos sus periodistas estudien este artículo, q hagan círculos de estudio, q repasen y q se les compruebe, para verificar q aprendieron a parir letras hermosas sin tener q usar forceps, q fue un parto natural, no una cesarea.
Sobre todo Carlos M y el otro, y algún q otro u otra, q a veces lo q hacen es abortar la criatura.
Nota: A propósito, me parece muy buena idea q guarden al Charly por un bien tiempo. Ya aburría, realmente.
Una vez más, esta vieja de 50 años hablando de sí mismo y su inmensa cultura. Es q ese es el mal de los periodistas de este sitio, autobombearse.
A ver, q aporta este artículo?? Demostrar q es un erudito?? q sabe mucho?? Por favorrr.
Hola Michel,
Me gustó tu crónica. En verdad mi infancia no fue parecida a la tuya. Nací en medio del campo cubano (fui hasta el quinto grado a caballo a la escuela), y mis padres eran semianalfabetos, pero dice mi mamá que desde antes de ir a la escuela me sentaba con el papel que tuviera a mano y a leer, hacía el cuento que se me antojaba. Pero hermano, una vez que aprendí a leer no puedo vivir sin un libro en las manos, es más si me falta es mejor no esta cerca de mi.
Sobre los Karamazov, te cuento que fue lo último que me leí de Dostoievski y hoy solo recuerdo el título y el autor, sin embargo de Crimen y Castigo (lo primero que leí de él), El Idiota, o El Jugador, casi que te las puedo contar página por página. Que conste que ya hace más de veinte años que leí todo esto, más o menos cuando era universitario.
No me he leído la Montaña Mágica, pero sí Doktor Faustus, y realmente casi que fue como tomarme una medicina, no tanto como los Hermanos Karamazov, pero un trago amargo.
Mis saludos y gracias por este artículo.
Para El Lechero, Michel no pretende hablar de su vasta cultura, eso aparece sin necesidad de mencionarlo en los artículo que hace. Michel habla de la pasión por leer.
Un vez más,
Muchas gracias Michel.
Slds,
JA
Bonito el trabajo , también fui un gran aficionado a la lectura,hoy ya no tanto,estuve muchos años en mi niñez y mi juventud, inscrito en la biblioteca nacional y sacaba muchos libros prestados, junto con mi hermano ya fallecido que fue el que me introdujo en ese mundo tan lindo de la lectura,en esa época no teníamos tv ,pocos hogares en cuba lo tenían y teníamos mas tiempo para leer,hoy en día con tanta tv ,DVD ,paquetes semanales ,en fin, se ha perdido un poco ese habito de la lectura,pero bueno las personas se parecen mas a su tiempo que a sus padres
Michel, para ti una pregunta: La escuela periodistica en la que te formaste todavia funciona? En fin, leyéndote me percato de la nefasta existencia que vive el periodismo cubano, en tanto no abundan los de tu especie. CLONEN A MICHEL CONTRERAS POR FAVOR!!! Vuelves a convencerme. En la mesa redonda, ahora aquí… con una soltura envidiable. Luego, el articulo parece una confesion en la justa medida del programa “Entre libros” que seguro conoces, pero no ves (tampoco te culpo; yo mismo lo hago a ratos). Una sugerencia: arriesgate a leer a Bolaño, Horacio Castellanos Moya, Michel (un tocayo) Houellebecq, Philip Roth, Cormac Mc Carthy, Gore Vidal y otro más… Hay tanta literatura en ellos, como en “el buenazo de Conrad” que hasta puede parecerte ingenuo despues de una inyección contemporánea. No sé, pero creo que encubres otras razones al no leerlos, y es la aparicion (en ti) de un lector en retiro. Igual Borges probablemente alcance una estatura, incluso superior a la de Cervantes (más allá del Quijote). Pero no por ello, anula todo lo que ha venido después. Lo mejor, para ti, es confiar precisamente en lo que el propio Borges recalca cuando dice: “Olvídense de mí” Mirar al presente literario sin tanto pesimismo. La realidad cubana, salvo contadas excepciones, es otra cosa… Saludos amigo.
Magnífico artículo. Yo también soy una bibliófaga y bibliófila. Lo primero hacía que mi madre cuando me quería castigar me encerrara el librero bajo llave. recuerdo que un día, con tal de leer, devoré en una noche un memorable texto de veterinaria de mi padre: “Helmintos en rumiantes”. lo segundo hace de vez en vez mi librero se encorve, se extienda a los sitios más disímiles, hasta que cansada por el caos, haga una depuración en la que entrego a las bibliotecas de mis amigos o alguna que otra pública los libros que sé que no voy a volver a leer y no NECESITO tener cerca de mí