El amor de mi vida

Los hijos son incurables, decía mi papá. Según él las preocupaciones de los padres no se acaban nunca, tampoco el amor. Así tememos primero a los catarros y a las caídas, después a los exámenes de la escuela, a los descalabros de los primeros amores más tarde, a los tipos de amigos que puedan hacer en la vida, a las injusticias que puedan sufrir, o simplemente a cualquier salida de noche, que nos espanta hasta que sentimos entrar la llave del hijo en el ojo de la cerradura.

Cuando somos niños y niñas pensamos que no se puede amar más que como lo hacemos a nuestros padres, que esa nostalgia cuando no los tenemos cerca es inigualable, que el dolor de solo imaginar su ausencia no se puede aplacar. Nos damos cuenta un día que mucho de lo que somos o hemos hecho de grandioso ha sido para entregarlo como trofeo al padre y a la madre. Cuando al fin nos faltan el vacío es inmenso, ¿a quién se le cuentan nuestras miserias, nuestros pánicos, nuestras maldades y victorias? Nadie puede escuchar como la madre o el padre, solo ellos nos perdonarán todo, o todo lo entenderán. No tenemos que pedirles ayuda, ellos viven para dárnosla, se quitan el bienestar para entregarnos comodidad y placer. Son nuestros héroes por eso y nuestros santos más cumplidores.

La vida nos depara una poción mágica para poder seguir sin nuestros padres, para avanzar sin su consuelo, para resistir la soledad y las ganas de ternura sin precio: el nacimiento de los propios hijos.

Todavía hoy me abre un hueco en el alma pensar que mi padre no llegó a conocer a mi hijo. También tenemos hijos para entregarlos en premio de la vida a nuestros creadores. El dolor de imaginar y solo imaginar cómo pudieron quererse no es comparable con nada, porque es sufrimiento sin solución.

Alivio al corazón contando historias a mi hijo sobre su abuelo, dándole sus cosas, haciendo como que está con nosotros.

Pero el amor a los hijos e hijas nos hace avanzar. Cuando nació mi pequeño bebé y vi sus ojitos negros a través de la desoladora incubadora sentí que era mi mejor amigo y que algo se cerraba y abría en mi vida en un solo día. Tres meses antes mi padre moría y ahora me tocaba este amor descomunal, que forjé solo de ver a José Julián, de cargarlo y dormirlo durante cientos de noches.

Ya sé que los hijos se van de la casa, crecen, no dejan que los cargues y abraces delante de sus amigos y parejas, pero el amor no cambia, se enquista y desarrolla, se llena de otros matices  pero no  desaparece.

Los hijos son la medicina perfecta para paliar el dolor de que nuestros padres y madres dejen de existir. Porque aunque parezca una verdad horrible, amamos más a nuestros hijos que a nuestros padres, y así debe ser para que la vida continúe, pero esto solo se sabe cuando se tienen hijos, hasta ese día los progenitores son el centro de la existencia.

Hacer después que los hijos sean decentes y justos es tan difícil como un acertijo milenario porque nunca los padres educan solos a sus hijos, ellos son como la época que les ha tocado vivir y nunca serán iguales a nosotros aunque lo intentemos con todas nuestras fuerzas.

Yo crecí del amor. No sé hacer nada con mi hijo que no parta de mi pasión por él, porque fue lo que conocí en mi vida. Mi época fue como todas, singular. No tuve Internet ni computadora, ni juguetes por control remoto, ni series de dibujos animados por doquier. La música que escuchaba iba de Serrat a Benny Moré, de las mornas de Cabo Verde a Oscar de León. La televisión que más recuerdo la vi en blanco y negro. La banda sonora de mi niñez es la sobrecogedora música de los Diecisiete instantes de una primavera.

Crecí en los años en que el socialismo se tocaba con la mano y no se dudaba porque existía y se manifestaba en los libros que leíamos: Un hombre de verdad, Los cuentos del Don, Reportaje al pie de la horca, siempre a la vez que Martín Fierro, Platero y yo y todo Victor Hugo.

Los niños y niñas de mi generación fuimos educados para trabajar en un mundo que no existe, para ser felices con valores que no enseñan en las escuelas. Ya no vive más el honor y la gloria, la épica de hoy está en los videosjuegos y nadie aspira a morir en una selva lejana por la justicia y la igualdad.

Nosotros, en cambio, tenemos que educar a nuestros hijos para forjar un mundo que no llega todavía y yo no sé hacer otra cosa que amar a mi José Julián porque ni una herramienta práctica se me ocurre para el mundo que está por anunciarse.

Para mí, que fui forjado con el ideal de que la poesía es esencial para la vida, es una encrucijada terrible decidir qué dar a mi hijo, ¿ternura, rimas, versos, belleza o un corazón  crispado para aguantar el vendaval de un planeta sin agua, sin paz, sin amor?

Acaba de pasar el día de los padres. Como ya no tengo al mío para contarle quién me quiere mal o para enseñarle estos escritos del alma, sobrecargo los hombros de mi madre con mis angustias, enrarezco el ambiente de felicidad de mi esposa y me convenzo que mientras no sepamos qué hacer para que el mundo sea vivible, debemos poblarlo y rellenarlo de gente amada y cuidada con esmero, con tanto amor como podamos dar. Esa será la única esperanza de esperar algo semejante en el futuro.

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