La Habana, 21 de octubre de 2020

La vida, la que le dejaremos a nuestros hijos e hijas, necesita de nuestra felicidad actual, de nuestra lucha por ella, de nuestra pelea por nuestros derechos humanos, de nuestra apuesta arriesgada y decisiva por un planeta vivible.

Foto: Kaloian Santos

Cerca de la costa norte, al oeste de La Habana, en las antiguas playas de Marianao, que ahora son paisajes derruidos de roca filosa y piscinas abandonadas, sin sombra, sin asientos, sin comodidades para el bañista o el paseante, el cielo ha aparecido hoy gris y pesado. Pareciera que le costara trabajo amanecer de veras, abrirse en su célebre añil de postal y empezar el día con el calor que debía ser—todavía es muy temprano para que lleguen los nortes gélidos, que a La Habana se acercan en puntillas de pie.

También está gris la casa dentro. La alegría no está de moda en tiempos de muerte y desolación. Más de un millón de fallecidos por la COVID-19 en el mundo, es demasiado, y parece que todo comienza de nuevo, y que la oleada de enfermedad no terminará en este 2020 del infierno.

La Habana no se mueve. No pudimos alcanzar las tres libras de papas que dieron este mes, pero sí logramos comprar el aseo, es decir jabones y un tubo de pasta de dientes que parece marmolina para paredes. Pero lo agradecemos, porque prefiero cepillarme los dientes con esta pasta que con ninguna. Somos agradecidos en Cuba. Cada cosa que podemos tener es una bendición, y un día vencido a la vez. No se puede planificar mucho, hay que salir y pelear con este día. Si logras dar desayuno a los niños y niñas de la casa, es una victoria, si logras almorzar con una proteína, no tiene que ser animal, porque ahora el frijol es un lujo, es otro momento de júbilo, no de fiesta, pero sí de tranquilidad, la paz del instante.

Se acerca Navidad y no sé si pasará de largo o nos dará un chance para sentarnos a brindar con un muslo de pollo. Este año el cumpleaños de Jesús está en ascuas, no hay fuerzas, no hay esperanza, no hay entusiasmo, y las fiestas están mal vistas y los abrazos y los besos.

Muchos no tienen nada que festejar. Han muerto sus padres, madres, amigos, en esta pandemia, o simplemente creen que el horno no está para pastelitos y que el año lo que tiene es que acabarse. Este 31 de diciembre tendremos que lanzar de los balcones tanques de 55 galones de agua para que se lleve lo malo, porque un jarrito no bastará.

Foto: Kaloian Santos

Hoy el cielo de La Habana parece el de Lima. Este no es nuestro cielo. ¿A dónde se ha ido el azul que aclara las ideas y manda a los novios a la costa, a los ancianos al balcón, a los tristes a revisar sus penas?

La Habana necesita que la zarandeen por los hombros. Que la saquen de este letargo, de esta modorra, un aguacero de girasoles, una granizada de caramelos, un desfile de milagros, un torbellino de cerveza, una carcajada en vez de truenos.

Silvio Rodríguez - Rabo de nube

La gente, como siempre, está a la espera. La rebelión más usual entre cubanos, es esperar con ansiedad, moviendo las piernas como si estuviera sonando una timba apabullante. Estamos en son de combate cuando protestamos en una parada de guaguas, llegamos a nuestro punto de no retorno cuando decidimos empinarnos una cajita de Planchao, hasta soltar rayos por los ojos.

Por suerte esta tristeza no es de todos. En algunas casas esperan a los bebés que llegan de los hospitales maternos, con sus madres de cachetes rosados, sabedoras de que la cosa está mala para parir, pero seguras de que nunca va a haber un momento mejor para empezar a vivir.

Las niñas y niños que han nacido en estos meses de encierro y terror, de aburrimiento, hastío, desesperación, hambre, nostalgia, no tendrán que pasar por este mamarracho de año ni tendrán que hacer, como sus hermanos, un poco mayores, cien dibujos por día para acortar las horas.

Algunos han podido estudiar en estos meses, algunas han participado en eventos, han dado conferencias, han pasado exámenes, y hasta defendido tesis de diploma, pero otras solo han cuidado enfermos, cocinado para batallones, lavado sin detergente, y gastado cientos de horas en colas para comprar lo que haya.

La pandemia debería dejarnos otro mundo. Para eso es imprescindible saltar sobre la tristeza actual y proponer otra vida, más simple y humana, más cercana a las cosas y a las gentes más queridas, más responsable con los otros y otras, más tolerante, más respetuosa, más justa, con más democracia, o con alguna, con menos odio, con más amor por la vida de los que no son humanos, con más trabajo edificante, con más belleza, más arte, más poesía.

Para que un mundo así resulte habrá que luchar. No bastará que movamos las piernas sentados en el muro que está fuera de nuestras casas. No bastará con la energía desplegada en el dominó de los domingos, ni con los gritos porque nuestro equipo de béisbol es un bodrio perdedor. Hace falta más. Otra pandemia puede estar al doblar de la esquina. ¡Tal vez la próxima nos tome demasiado acostumbrados al encierro y a vivir en internet!

La vida, la que le dejaremos a nuestros hijos e hijas, necesita de nuestra felicidad actual, de nuestra lucha por ella, de nuestra pelea por nuestros derechos humanos, de nuestra apuesta arriesgada y decisiva por un planeta vivible.

El gris de La Habana deberá pasar. Algún frente frío será suficiente para que salgamos a rociarnos con sal de marejada. Todo puede ser convertido en razón de una fiesta, incluso el tiempo de encierro y penuria que hemos vivido. La vida debe continuar, hay que ser justos con el dolor que se ha vivido y tratar de cambiar ese panorama de tristeza.

Cuba es de los cubanos y cubanas, de todos ellos, de los que se asan a sol lento en este archipiélago y de los que viven con Cuba en el corazón en cualquier parte del mundo. El futuro de bienestar de los cubanos y cubanas no puede depender solo de políticas y medidas, sino de nuestra prestancia como pueblo para pelear por la felicidad.

 

 

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