Ley versus censura

Ilustración: Quino.

Ilustración: Quino.

La censura y la dictadura han perdido por el camino de la historia política su origen republicano y democrático para calificar en el presente a usos y regímenes muy distintos de aquellos que se fundaron en la antigüedad.

La dictadura es impresentable en cualquier discurso que quiera ganar adeptos en el día de hoy. Ya nadie recuerda su nacimiento como magistratura extraordinaria de la República romana, con la misión de mantener el orden y el poder en manos del pueblo, con máximas facultades durante seis meses, prorrogables y siempre con la intención de volver a la institucionalidad suspendida.

Llegó a verse en Roma el espectáculo de un dictador, hombre retirado de la vida militar, dedicado a la agricultura, que después de salvar a la República volvió a su arado sin más.

Los censores, también del plan de la República pionera, se nombraban así porque conformaban el censo de población para la organización del ejército y porque podían con su nota censoria tachar la carrera política de un individuo moralmente contrario a los intereses del pueblo.

El pueblo, concepto también romano, fue un conglomerado social donde primero solo cupieron los patricios de la aristocracia y al que accedieron con paso lento y seguro los plebeyos hasta que esta distinción se borró cuando los segundos coparon los cargos públicos y las ganancias más jugosas de la república cosmopolita.

Todavía en el siglo XIX se hacía un uso republicano de la dictadura y la censura. La primera está presente en el pensamiento marxista y Bolívar habla de ambas en su proyecto de Constitución para Bolivia, igual uso de la dictadura hicieron, sin miedo a parecer espantosos, Miranda y el Doctor Francia, por mencionar dos ejemplos célebres.

De la dictadura ha quedado en el constitucionalismo moderno no más que la regulación de las situaciones excepcionales que permiten que los Estados se protejan con declaraciones de emergencia, de sitio, de guerra, etcétera, siempre con serias limitaciones a los derechos humanos pero con la misma intención de regresar al orden regular lo más rápido posible.

Estas formas de defensa constitucional transformadas por doctrinas colonialistas y antidemocráticas, como la seguridad nacional, trajeron como consecuencias las llamadas dictaduras militares y otros regímenes que asolaron al mundo por décadas durante el siglo XX.

Las dictaduras dejaron de ser magistraturas para salvar a la República para convertirse en modelos de despotismo, violación de derechos y ausencia de legalidad.

La censura sufrió una distorsión parecida. De la magistratura prístina del pasado se pasó a otro significado poco cercano a su sentido primero. Un censor vigila, pero no las buenas costumbres sino los valores relacionados con el poder del momento. La censura ya no es una práctica admirable. Está emparentada con la arbitrariedad, el dogmatismo, el abuso de poder, la crisis del Estado de Derecho.

Un censor del presente puede usar la ley pero también puede usar el poder que lo ampara. Bajo su sombra prohíbe, corta, edita, borra, lastra el derecho de los creadores de ideas y obras y limita el derecho del pueblo a la información y al conocimiento.

Una de las razones, por lo tanto, del uso no republicano de instituciones como la dictadura y la censura, ha sido el ataque teórico y conceptual que se ha hecho con disciplina por los enemigos de la democracia, a los valores políticos más radicales del movimiento democrático en todas las latitudes.

Ahora no se trata de volver a lo que ya tiene otros significados, con contenidos culturales e historia potente de hechos e ideas. Ya no tiene sentido hablar en forma positiva de la dictadura ni de la censura, pero sí de limpiar el uso que en otras centurias se daba a ellas por sus valores para la república y el poder de las mayorías.

Tenemos que aprender por el camino que cuando Bolívar se pensaba dictador no lo hacía como un déspota sin controles sino como un salvador de la República. De la misma manera la dictadura del proletariado era un tránsito de máximo y concentrado poder de una clase para arribar a un sistema democrático y equilibrado.

La diferencia entre el poder de la ley y el poder de la censura sin límites es muy importante para nosotros, los del partido democrático popular, partido que existe hace más de 2 mil años.

Solo el pueblo, que manda, que ordena, pone y revoca, puede decidir, por el imperio que la ley da, qué se considera contrario al Derecho y a los valores sociales. No hay democracia sin libertad de expresión, lo que significa que no hay socialismo sin libertad de expresión. Pero también se debe conocer el límite de esta libertad, que solo puede estar en la ley y jamás en la decisión de un censor, y menos cuando este es anónimo, oculto, inalcanzable en su caseta divina.

En la República nadie puede ser intocable, nadie debe estar fuera de la ley y nadie tiene derecho a ponerse por encima del pueblo, único soberano.

Debemos amar a la ley si ella ha sido obra de nosotros en la acción democrática. Ponerse contra la ley producida por el pueblo es un crimen. Enfrentar la censura que se arroga el derecho a decirnos qué es bueno y qué no es una obligación de la ciudadanía responsable.

Cuando la ley prohíbe no es esto censura, solo es un resultado de la vida en democracia, siempre y cuando hayamos participado de la hechura de la ley, de alguna manera.

Cuando un ser misterioso decide qué debemos oír, leer, observar, y no sabemos sobre la base de qué normas se realiza esta actividad, ni a quién responde quien asume este trabajo, entonces estamos ante la censura que nos agobia.

La libertad de expresión no puede ser censurada en la república democrática y menos en el camino hacia el socialismo. Cuando se prohíbe la ofensa, la humillación pública, las heridas al honor de otro u otra, la difamación, la calumnia, el perjurio, no se trata de censura, sino del rigor de la ley.

La ley ordena y transparenta, la censura difumina la responsabilidad e inclina la balanza hacia el poder y la jerarquía burocrática.

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