Llamo a Yoan para consultarle el año de edición de un libro. Lo agarro en plena faena: está respondiendo el cuestionario para esta entrevista. Me dice, entre exasperado y alegre:
“Te confieso que para responderte he dado cincuenta vueltas a la memoria. Algo así como ‘la vuelta al día en 80 mundos’, por una única razón: el amor grande a los libros y al diseño; esto me pone ansioso. He puesto música cubana en modo aleatorio. Amor, de Haydée Milanés, completo, porque me parece lo más cercano a la belleza total, porque es un monumento a la obra de su padre; Olga Guillot, con su ‘miénteme más, que me hace tu maldad feliz’; “El Soldado”, de María Teresa Verá: ¡qué manera de conmoverme siempre!; Fellove: ‘rómpelo, que si se rompe se compone…’. Hablar de la cultura cubana lleva banda sonora que huele a sandunga. Creo que por ahí entraré en sintonía con el tema”.
Nació en Cárdenas en 1992. Es diseñador gráfico y bibliófilo. Su pasión es la literatura cubana, de la que se siente orgulloso. En plena era digital, cuando el libro impreso entra en repliegue, y en momentos en que el orgullo patrio se cuartea por causa de las sucesivas crisis económicas y sociales, hallar a alguien como Yoan es una bocanada de aire fresco que los lectores, pienso, no se deben perder.
Lleva un trabajo en ascenso como afichista, ilustrador, realizador de identidades visuales, y diseñador de carátulas de libros y de discos. Es Licenciado en Comunicación Visual (promoción de 2016) por el ISDi, promotor cultural y rastreador de ediciones valiosas. Además, presume de cafetómano, solidario, asertivo y sonriente.
¿Cómo, cuándo, dónde adquiriste el virus de la bibliofilia?
¡Es una historia larga! Dice mi madre que uno de los sustos más grandes de su vida lo sufrió cuando yo tenía unos 5 años. Me llevaron por primera vez a una tienda grande, por departamentos, en Varadero (a los provincianos como yo, todo nos parece grande). Creo que era El Encanto, no estoy seguro. La cosa es que me perdí y ella no se dio cuenta. Cómo a los 20 minutos me encontraron sentado en el piso, con un libro en las manos. Al lado estaba la juguetería, pero ni siquiera me asomé por ahí. “¡Ay! ¡Pero si será escritor!”, dijo una tendera. Y bueno, se equivocó, pero picó cerca. A partir de ahí supieron que la cosa conmigo “no sería normal”.
Estoy seguro de que también tuvo que ver el hábito de lectura constante antes de dormir. Por la voz de mi abuela y de mi madre pasaron cada noche, hasta mi mayoría de edad, las historias de Botón Rompetacones, Había una vez, La flauta de chocolate, La noche y El cochero azul, entre tantas otras. Siempre fueron muy cuidadosas con la edición que elegían; por tanto, me exigían cuidar esos libros como era debido.
De los recuerdos más felices de mi infancia hay dos muy significativos: mi madre llevándome donde un señor que vendía libros usados. Entrañable él, pero mal vendedor. Siempre respondía que no tenía el título que buscábamos; aunque estuviera ahí, entre los otros libros. Cuando nos dimos cuenta, nunca más preguntamos. Simplemente “buceábamos”, y muchas veces había suerte.
En el otro recuerdo también está mi madre, otra vez cargada de libros, llegando a casa los días que cobraba su salario de arquitecta en Matanzas. Había pasado antes por las generosas librerías de la ciudad.
Ya con conciencia, descubro que he crecido con una biblioteca fabulosa. Una heredada por la familia Sierra de Cárdenas, donde había ediciones príncipes, mucha historia local y cubana. Una biblioteca que se detuvo en 1959 junto a una casa inmensa, casi de una manzana, con patio interior cuadrado y vitrales, un pozo con brocal en el centro, un despacho, una enfermería, y hasta con una capilla.
Creo que, precisamente, vivir tan vintage caló en mí. En esa necesidad de preservar, de estar más cerca de la memoria del otro; incluso sin conocerlo, saberlo cercano.
Esto de la bibliofilia casi me viene en sangre. Claro que venir a La Habana, frecuentar a libreros de conocimientos sólidos, abrir La Tertulia con Alejandro Mainegra y respirar libros, echaron más leña al fuego.
¿Te interesan, como coleccionista, solo libros cubanos?
Digamos que sí, aunque las reglas están para romperse. Más que nada es para darle un orden dentro del caos al gran número de ejemplares, un apretarse el cinturón por el espacio, por el peso, por el polvo (justamente en los párpados). El sentimiento nacionalista me obliga a quedarme solo con las letras cubanas; es casi un principio.
Ahora, aparece cada cosa que uno no se puede resistir: un Tala autografiado por Gabriela Mistral; unos Versos de salón, de Nicanor Parra, dedicado “al lector desconocido”; una Casa Verde en la que Vargas Llosa anota: “no se puede entrar, solo ver desde afuera”; o una Mafalda con un dibujo original de Quino con su personaje inolvidable ofreciendo una flor a una lectora anónima. Son muchos los libros foráneos en mi colección, pero de una forma u otra está Cuba en ellos, en el lugar, en las dedicatorias, en los dueños anteriores, en su escritura.
Enumera cinco joyas de tu colección y dime, en cada caso, qué hace singular el libro.
Es como pedirle a un padre escoger entre sus hijos; pero vamos a dejar el romanticismo empalagoso a un lado. Voy a abrir uno de los libreros, y estos son los cinco:
La isla en peso, de Virgilio Piñera, en su edición príncipe de 1943 (con una tirada de solo 300 ejemplares, pagados por su autor), autografiado por Piñera a Francisco Morín, quien fuera director del grupo teatral Prometeo y de la revista homónima. Morín estrena Electra Garrigó en 1948, año en que se dedica este ejemplar, y me gusta pensar que fue durante el montaje de la obra, una de esas tardes en que se conversa y discute. Todo lo relacionado con Piñera es obsesión para mí, y este ejemplar vino de la mano de un librero colombiano amigo, cosa que lo hace más especial aún; ahí está su exlibris junto a la letra de Virgilio. Es un cuaderno que no he vuelto a ver en venta, solo esta copia.
Los cinco tomos de las Obras literarias de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1869), editadas en Madrid y compiladas por la misma Tula. Es muy singular por los años de publicación y por ser una obra incompleta. La Avellaneda dejó fuera dos de sus obras fundamentales: Sab y Dos mujeres, supongo que se trata de una autocensura provocada por todo lo vivido, los tragos amargos que tuvo que soportar por poseer ella tanta luz. El primer tomo tiene la letra indiscutible de Gertrudis: “En recuerdo afectuoso de aprecio y reconocimiento, ofrece estos ensayos literarios a su paisano y amigo Dr. Augusto Figueroa, G. G. de Avellaneda”. El ejemplar perteneció al primer director de El Heraldo de Madrid, y no tengo idea de cómo llegó a parar a la isla. ¿En barco, en avión; quién, cuándo? Es lo maravilloso, todas las interrogantes sin responder. El libro posee cuños de una biblioteca privada entes de 1959, que seguramente terminó dispersa, como muchas otras, por todo el país.
Lexicografía antillana: Este libro es uno de los raros diccionarios del habla de los aborígenes cubanos, más singular aún si está escrito por Alfredo Zayas, quien para 1914 (fecha de publicación de esta edición; tuvo otra en 1923) acababa de haber sido vicepresidente de Cuba de 1908 a 1913. Luego sería el cuarto presidente de la República, de 1921 a 1925. El ejemplar está autografiado por Zayas nada menos que a Celestino Bencomo, editor del periódico La República, una de las voces de la “guerra necesaria”.
Una primera edición de Tratados en La Habana (1958), de nuestro José Lezama Lima. Lo que hace especial esta copia no es solamente su tirada limitada (que, al ser de la Universidad de las Villas, antes de 1959, debió rondar entre 500 a 1000 ejemplares), sino que está dedicado dos veces por el gordo: a Vicentina Antuña y a su hermana Rosario. Se hace, además, alusión a la Librería Délfica, que, según el cometario popular, se trataba de La Victoria, ubicada en Obispo, punto de encuentro del grupo Orígenes y de otros intelectuales.
Justamente mientras trabajaba tu cuestionario, llegó por manos amigas de un librero extraordinario que admiro y respeto, un ejemplar del Solo de rosa, de Mariano Brull. Este libro es de los más hermosos hechos en Cuba, por la mano sabia y poética de Manuel Altolaguirre, en su taller habanero: La Verónica. La tirada es de solo 300 ejemplares numerados; y este, el 170, está dedicado por Brull al pintor Fidelio Ponce; luego Fidelio lo regaló a una amiga y también puso su firma junto a la del autor. Este libro tiene otra particularidad: posee dos rosas impresas a línea, de los vanguardistas Mariano Rodríguez y René Portocarrero. Se estima que unos 50 ejemplares, tomados al azar, fueron ilustrados a mano por los pintores mediante el uso de la acuarela. Este es uno, pero como es el ejemplar de Ponce, no es colorido como otros (he visto tres contando este); tiene un solo color, sobre una gama ocre, muy parecida a las paletas usadas en sus pinturas.
¿Cuál es el libro que más trabajo te ha dado conseguir?
Muchos, porque son los que no llegan aún e, incluso, los que desconozco que existen. Pero hay dos títulos que me inquietan (los dos, por supuesto, en sus ediciones príncipes): Unanimismo (1927), de María Villar Buceta, porque lo que leí de ese libro en la antología Cincuenta años de poesía cubana (1952), de Cintio Vitier, me pareció una genialidad. Muy adelantado. Como eran los Minoristas, no cabe duda. El otro es Rimas, de Juana Borrero, otra de mis obsesiones: ¡Los Borrero! Es muy difícil, porque, entre otras razones, es del siglo XIX. Pero si han aparecido Casal, Tula, Zenea, incluso su padre, Esteban Borrero, su hermana Dulce María… ¿por qué ella no? Tengo fijación con las mujeres poetas del XIX y principios del XX cubano. Tienen una fuerza más íntima, más dura, con carácter.
¿Cuáles serían los tres títulos de la literatura cubana que más placer te daría poseer?
Creo que los más “famosos” son los más fáciles de conseguir, si se toca la puerta indicada. Lezama, Arenas, Sarduy, Cabrera Infante, Dulce María Loynaz… todos desfilan por mis estantes sin que tenga que gastar mucho sudor. Te diría que esos olvidados o de formación son los más jugosos. Quisiera Muerte de Narciso, el primer libro de Lezama, o Poesía y prosa, de Piñera. Esos me faltan.
Pero el que en realidad me preocupa no está siquiera editado: un diccionario de la literatura cubana sin censura, uno donde estén también Gastón Baquero y Lorenzo García Vega; donde dos tomos no sean suficientes porque ¡se ha escrito tanto dentro y fuera de la isla! Es un derecho que tiene nuestra cultura.
Acabo de ver que presentaste la colección de El Puente en la Casa de la Poesía.
No es la colección completa, pero casi, “que no es lo mismo, pero es igual”. De los 36 títulos de El Puente se han expuesto 31. Para mi inconformidad, faltan algunos fundamentales, como Santa Camila de La Habana Vieja, de Brene, o Silencios, de Ana Justina; pero lo compensan las fotos del grupo y las cartas entre Ana María Simo y Gerardo Fulleda León a finales de los 60, que tan amablemente éste nos cedió como parte de su archivo.
¿Cuántos años te llevó reunir los títulos?
Fue un camino largo y lento de ocho años para recopilar estos ejemplares; Yasmani Castro fue mi compañero de ruta en el proyecto. Unos fueron comprados a libreros aquí en La Habana, otro poco por otras provincias, otros de amigos y otros de no tan amigos; pero, eso sí, un camino lindo, de los que no se olvidan.
¿Qué significado tiene para ti El Puente y los autores que se nuclearon alrededor de esta casa editorial?
El grupo tiene una importancia fundamental para alcanzar una visión desprejuiciada de lo queer. Se nuclea alrededor de una figura como José Mario, y en él publicaron los hoy premios nacionales Nancy Morejón, Miguel Barnet, Fulleda León y Rogelio Martínez Furé. Ellos aportan una mirada más profunda a la negritud, colocando a la mujer negra más como mujer y menos como objeto del deseo. Es una generación que precisamente será el puente entre los 50 y la Revolución; reflejan un cambio, incluso, en la aceptación y proyección de una identidad sexual diversa.
El Puente tiene en su catálogo desde poesía hasta teatro y, desde el punto de vista gráfico, es valioso por la forma desprejuiciada de concebir las cubiertas, los colores y la diagramación; como un reflejo de la propia escritura.
Fue una exposición para “Re-visitar El Puente”, volver sobre los pasos de otros y decirle a mi generación que antes había jóvenes con inquietudes similares, con caminos diversos, que este testimonio impreso (o de vitrina, como bien nos dijeron) era la prueba definitiva de que ni el mal tiempo ni la injusticia logran borrar la valía de lo hecho con esfuerzo y luz.
¿Un bibliófilo tiene necesariamente que ser un buen lector?
En absoluto. Al bibliófilo le interesa el libro como objeto, como contendor de un tesoro al que hay que cuidar y proteger, con el que se alimenta el ego y el espíritu; por lo que la lectura significa daño, rotura, devaluación.
Todos hemos ido al agro en que no hay bolsas para las viandas o hemos montado una guagua a pleno mediodía, sin espacio ni para que circule el aire. ¿Imaginas una primera edición de Paradiso en la mochila, llena de tierra colorada, junto con el boniato y los tomates? Seguramente se pondría más roja la cubierta de Fayad Jamís.
En mi caso, que también me gusta la lectura, tengo más de una copia, una de colección (primera, dedicada o ambas) y otra de lectura, que suele ser corriente, duradera: la copia de combate, para la mochila.
Un libro raro puede contener, asimismo, una obra literaria deplorable. Dado el caso, ¿te interesaría sumarlo a tu colección? ¿Tienes ejemplos?
Por más que intente, ahora mismo no recuerdo uno en específico. Claro que es posible, y si es raro por determinadas razones, seguramente lo tendría en la colección. Esto va de preservar lo raro, el libro como objeto más allá del texto. Si no, ¿cómo quedaría constancia? Es necesario que quede la memoria para no repetir los mismos errores.
Te puedo mencionar libros que han sido “incómodos” para ciertos lectores, pero no “obra literaria deplorable”, como Conversación con nuestros pintores abstractos, de Juan Marinello, que puso en pugna el arte contemporáneo en la isla, para bien o para mal; o ciertos libros de personajes que fueron censores y esbirros culturales en un quinquenio oscuro. Pero son escasos y borrosos en este momento.
¿Cómo llegas al diseño gráfico?
Una vez más, por mi madre. Aclaro: amo a mi padre tanto como se puede amar. De él aprendí lo práctico, a ser el “manitas” de la casa, a cocinar, a pescar, incluso a disparar un arma y cazar (algo que no pienso repetir). De mi madre tomé la bondad, el interés por lo bello, por lo del alma, la ternura y la geometría.
Siempre dibujé, estuve en las típicas casas de cultura y círculos de interés de artes plásticas. En principio quería ser arquitecto como ella, pero llega mi primera pareja, con su mirada certera, y me empieza a conducir por su mundo de diseño. Uno que él continuaría con su estudio de tatuajes. Quizá no sepa cuánto le agradezco por haberme visto.
Finalmente, hago las dos pruebas, las paso, y para decidirme por completo visito las escuelas. Me bastó ver el Instituto Superior de Diseño, sentir la libertad que se respiraba allí, para saber que ese era mi sitio. Así que, cinco años después, estaba graduado.
Has creado la familia de letras de la editorial Vigía. ¿Hay algún libro de Vigía que tenga un valor especial para ti?
Pues sí, la familia Vigía fue mi tesis de graduación, junto a mi mejor amiga, Laura Santander. Fue un pie forzado que el ISDi nos permitió; sobre todo era una deuda.
En una ocasión comencé, junto a Alejandro Mainegra, una especie de memoria de los escritores publicados por la editorial, el fin de esa investigación era enviarla a un concurso, con la esperanza de verla publicada como libro. Nunca se terminó y, bueno, con la creación de la familia tipográfica para Vigía saldaba de alguna forma la deuda; ponía una especie de punto final. Era mi granito de arena en un momento difícil.
¿Eres, además, coleccionista de sus libros?
Por su puesto. ¿Cómo no serlo? Hay muchos libros o plackets especiales de Vigía, de amigos queridos, con dedicatorias más que cariñosas, o ejemplares únicos que no te dejan respirar. Podría mencionar una antología de Carilda Oliver Labra de solo 30 ejemplares, o una primera edición de Poemas de mayo y junio, de Cintio Vitier, unos Créditos de Charlot, de Fina García Marruz, o un poema hermoso dedicado a un hombre al que a ratos le falta el aire, de esa Poeta (en mayúsculas) que es Laura Ruiz.
No por gusto los colecciona la Biblioteca del Senado de los Estados Unidos, entre otras tantas instituciones y personas. Sus tiradas, de un máximo de 200 ejemplares completamente manufacturados, hace únicos e irrepetibles esos títulos. Agustina, Laura Ruiz, Hectico y muchos más son verdaderos monjes del siglo XXI.
¿Sabes que lo primero que publicó Vigía es un programa para una lectura que Luis Lorente y yo ofrecimos en Matanzas?
¡No me jodas! ¿Lo tienes?
Sí. Puede que pronto cambie de dueño.
Pero tiene que ser autografiado por los dos.
A tus 31 años, en un momento excelente de tu carrera, ¿cómo te ves en el futuro inmediato? ¿Alguna meta por lograr?
Siempre hay metas por lograr, de eso va vivir, en mi experiencia. Hay que desear algo por lo que luchar; defenderlo a mordidas si es necesario.
En estos tiempos mi generación (para variar, nótese el sarcasmo) desea otro tipo de puentes, unos más sobre la tierra o mejor, sobre otras tierras, y ser feliz no es más que entender dónde uno está bien, dónde se siente a gusto.
Mis metas profesionales van un poco con las personales, con vivir. Un sueño grande es tener un proyecto cultural en el que puedan convivir el diseño y los libros, en el que se haga algo para aliviar con letras e imágenes estos duros tiempos de sequía.
Mientras tanto, seguir buscando en cada sitio un pedazo de historia impresa, poner color e imagen a una idea. Quisiera verme así, rodeado de libros, con mis dos gatas: Frida y Catalina, con un buen café en las mañanas para arrancar bien cubano, con una fiesta de días con todos los amigos que no están, con un espacio cultural que sea una casa para el que llega de fuera de La Habana con ganas de soñar, para el que siempre estuvo y también sueña, un refugio de personas y animales.
Así quisiera verme: feliz, con libros, pinceles, amigos y música cubana.