La tradición republicana es una corriente de pensamiento y acción política, surgida a mediados del milenio I a.n.e, que ha ejercido una poderosa influencia en la historia y que experimenta hoy, después de dos siglos de eclipse, un notable resurgimiento. Sus orígenes se ubican en las polis del Mediterráneo oriental, escenario de intensas luchas de clases donde tomó forma y se consolidó un conjunto de reflexiones y prácticas políticas que, expresado en leyes e instituciones, por primera vez en la historia humana, defendió la política como un asunto de todos y no como un coto exclusivo de privilegiados. El republicanismo es esencialmente una corriente política caracterizada por una concepción anti-tiránica, contraria a toda dominación, que reivindica la libertad en estrecha conexión con la propiedad y defiende una comunidad de hombres libres; así como propugna la defensa de ciertos valores cívicos 1 indispensables para el logro de la libertad buscada. En el ideal republicano la política “consiste en un ejercicio compartido donde cada uno gobierna y es gobernado por los demás” 2.
Pretendemos explorar a continuación la manera en que esa mirada republicana se expresa y configura en tres textos capitales: el discurso fúnebre de Pericles, el Decamerón y el discurso de autodefensa de Nelson Mandela. El primero y el último pueden resultar obvios; en favor del segundo, un clásico de la literatura, no es ocioso recordar que a menudo ha sido en obras literarias, y no en eruditos y profundos tratados, donde se han proclamado verdades éticas, políticas y jurídicas de valor universal.3
Breve recuento histórico en tres textos
Hace más de dos mil cuatrocientos años, en la ciudad de Atenas, en ocasión del funeral de las víctimas del primer año de la guerra contra Esparta, el ilustre político y orador que gobernaba la ciudad, líder del partido democrático, pronunció un discurso que se conoce por la posteridad como la oración fúnebre de Pericles. Sus palabras, pronunciadas ante una multitud de ciudadanos y extranjeros, han pasado a la historia como la primera exposición del credo democrático y el valor de las leyes como garantía de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. En palabras de Pericles:
“Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que el gobierno depende de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo”.
“Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque inocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.” 4
Pericles habla aquí como líder del partido democrático en Atenas, la primera polis que ensayó formas e instituciones democráticas, donde los pobres libres (el demos) tomaron en sus manos el gobierno, y lo ejercieron de modo prácticamente ininterrumpido durante 150 años, con mucho el experimento democrático más exitoso de la historia política hasta hoy. Sin embargo, la coyuntura en la que Pericles pronunció su discurso era de extrema gravedad, al concluir el primer año de una guerra entre Esparta, el foco de la reacción oligárquica y aristocrática, y Atenas, cuya democracia le había valido el rechazo de los sectores reaccionarios, que no ahorraron esfuerzos para borrar el mal ejemplo que suponía para toda Grecia la existencia de un régimen donde los pobres libres gobernaban, y además exitosamente. Incluso, aunque Atenas perdió, como se sabe, la Guerra del Peloponeso, la reacción apoyada por Esparta no logró imponer un régimen aristocrático, y el demos recuperó el poder y lo mantuvo hasta la conquista de Grecia por el poderío militar macedonio. Es necesario tener en cuenta que prácticamente todos los escritores clásicos, desde Platón, Aristóteles y Aristófanes hasta Cicerón y Polibio, fueron enemigos de Atenas, y culparon a su gobierno democrático de todos los errores y crímenes que pudieron, desde la muerte de Sócrates hasta la caída final de Grecia en manos del rey macedonio Filipo y su hijo Alejandro. Tres excepciones conocidas fueron Protágoras, Demócrito y Sófocles. Y no sólo eso, sino que prácticamente toda la tradición intelectual de la filosofía occidental posterior, con escasas excepciones, puede verse como un largo alegato contra la democracia ática 5. No deja de ser llamativo que la huella de la democracia ateniense y sus instituciones haya sobrevivido milenios enteros y siga siendo todavía hoy el ejemplo supremo de autogobierno ciudadano y el más completo ejercicio de participación política conocido en la historia.
En la república romana, por su parte, nunca alcanzó la plebe el poder político, aunque la lucha de siglos contra el poder aristocrático de los patricios consiguió reformas y límites institucionales que aseguraran los derechos de los plebeyos, nunca se efectuó una reforma agraria ni se canceló completamente la esclavitud por deudas, como en Atenas 6. El Senado romano, además, siguió siendo hasta el final de la República y el advenimiento del Imperio, el bastión del poder político optimate y el núcleo de la reacción y el conservadurismo de los patricios.
***
Muchos siglos después, en la Edad Media que ya anunciaba al Renacimiento, en uno de los cuentos más interesantes del Decamerón, La virtud de hablar a tiempo, su autor, Giovanni Boccaccio pone en boca del personaje central de su relato, Madonna Filipa, una dama italiana acusada de adulterio, un apasionado discurso de defensa ante el tribunal que la juzga. En su elocuente alegato, donde ataca la legitimidad de la ley en virtud de la cual se le acusa, dice, entre otras cosas, lo siguiente: “Como estoy segura que vos debéis saber, las leyes han de ser comunes y hechas con el consentimiento de todos aquellos a quienes se refieren, lo que no sucede con ésta, puesto que se refiere a nosotras, las mujeres (…). Además, no sólo no se contó con el consentimiento de ninguna mujer cuando semejante ley fue hecha, pero ni siquiera se nos llamó a dar nuestro parecer, motivos por los que justamente puede llamarse pérfida ley” 7. Con todo y el tono humorístico que impregna todo el relato, resulta impresionante el tono sorprendentemente moderno de un discurso que define la legitimidad de la ley en función de la participación de todos los miembros de una comunidad en su elaboración y aprobación. Aún más, las sagaces palabras de Madonna Filipa fueron aprobadas ruidosamente por los asistentes al juicio (casi todo el pueblo había acudido al tribunal) y antes de retirarse de allí, animados por el mismo juez, modificaron la arbitraria ley y redujeron su aplicación para evitar futuras injusticias.
Curiosamente, fue en la propia Italia donde el gran pensador Marsilio de Padua, el mayor filósofo político de toda la Edad Media, se atrevió a defender en sus textos la experiencia democrática ateniense, a inicios del siglo XIV. Ello le valió sufrir persecución y condena a muerte, que sólo logró evitar refugiándose en la corte imperial, en Alemania, donde se reunió con otro célebre perseguido, Guillermo de Ockham. En esa Italia del siglo XIV, donde las ciudades luchaban por establecer regímenes políticos que garantizaran la libertad de los comunes frente a la rapacidad de los señores feudales y condottieros, fue cobrando fuerza nuevamente la tradición republicana, y es Boccaccio quien se atreve a defender en su cuento las nociones de soberanía popular y legitimidad de la ley como expresión de la participación popular en su elaboración, tal y como había hecho Marsilio de Padua, cuyas ideas muy probablemente conocía 8. Obviamente, Boccaccio, para hacer más aceptable su discurso, le impregna todo el tiempo un tono humorístico a su relato, como a todos los que integran el famoso libro, pero ello no hace menos valiosa su apasionada defensa (y en boca de una mujer, además), de la justicia y la libertad de participación política como razones de legitimidad de la ley. Obsérvese que el alegato de Madonna Filipa es un discurso de autodefensa en sede judicial, muestra de que, al menos en algunas ciudades de Italia, la parte acusada en un proceso legal tenía derecho a defenderse con las razones que estimase pertinentes en el juicio. Y, por otra parte, muestra también que cuando la mayor parte de los ciudadanos estimaba necesaria la reforma de las leyes, existían los mecanismos institucionales para, con el pueblo reunido en asamblea (como había hecho el demos ateniense y más tarde la plebe romana) se votaba y se aprobaba el cambio. Por supuesto, debe recordarse que las ciudades medievales debieron sostener luchas feroces para conseguir su autonomía y dotarse de leyes y regulaciones propias frente al poder de los barones feudales. En cierto modo, Boccaccio aquí rinde homenaje a esas luchas históricas, que en todas las épocas y países han sido el factor principal en todos los derechos conquistados por los pobres libres frente a los ricos y poderosos.
***
Más de seis siglos más tarde, Nelson Mandela, detenido por la policía sudafricana del régimen del apartheid y sometido a juicio, junto a sus compañeros de lucha, en octubre de 1962, bajo los cargos de incitación a la huelga y abandonar el país sin documentos legales, se sirvió, en buena parte de su alegato, de parecidos argumentos a los expuestos por Boccaccio mediante su inteligente dama. Mandela, que ejerció su autodefensa como abogado en medio de condiciones inmensamente adversas, bajo una acusación de terrorismo, la figura penal empleada por el régimen contra los luchadores antiapartheid del Congreso Nacional Africano, pronunció un discurso tan elocuente como políticamente poderoso, donde enarboló las mismas nociones de la filosofía política republicana clásica y moderna para defender su derecho a combatir al régimen, especialmente para demostrar la completa ilegitimidad de las leyes sudafricanas, que condenaban a los africanos a una situación de subordinación permanente, con la negación de todos los derechos reconocidos por las leyes y constituciones modernas, muy especialmente el derecho de participación política. Mandela impugnó el derecho del tribunal a decidir su caso por dos razones: que no se le daría un juicio debido ni justo y porque no se consideraba obligado, ni legal ni moralmente, a obedecer leyes hechas por un parlamento en el cual no tenía representación. Recordemos sus inspiradas palabras: “Que la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del gobierno es un principio universalmente reconocido como sagrado en todo el mundo civilizado, y constituye el fundamento básico de la libertad y de la justicia. Es comprensible por qué nosotros, como africanos, adoptamos la actitud de que no estamos ni moral ni legalmente obligados a obedecer leyes que no hemos formulado, ni se puede esperar que tengamos confianza en los tribunales que sostienen estas leyes” 9. El final del juicio no fue tan favorable para los acusados como en el cuento de Boccaccio (los jueces del apartheid no estaban dispuestos a dejarse impresionar por la razón, la justicia, y la pasión puesta en defenderlas), pero el alegato de Mandela reafirma, con elocuencia y más preciso lenguaje jurídico, lo que ya sabían los italianos de las ciudades libres del Trecento –y yendo más atrás aún, también los atenienses de los tiempos de Pericles y los romanos de la República: Una ley que no sea el resultado de la participación y discusión libre de todos los ciudadanos no es una ley legítima, de una ley que no sea otra cosa que una imposición desde el poder no puede esperarse, por tanto, que reciba obediencia de la misma manera que una ley que sí cumpla estos requisitos.
Resulta realmente aleccionador, si se piensa en ello, que Mandela, miembro de un pueblo oprimido y discriminado, tuvo la oportunidad de ejercer su derecho a la defensa en un tribunal, pudo interrogar a los testigos de la acusación, y demostrar cumplidamente las motivaciones políticas del juicio, y las intenciones del régimen de mantener sometidos a los africanos en su propia tierra, con lo cual legitimaba su causa, el derecho a la rebelión del demos, los pobres libres, en reclamo y exigencia de sus derechos conculcados por leyes injustas y gobiernos despóticos. Mandela declara orgullosamente, que no se siente obligado, ni legal ni moralmente, a obedecer leyes hechas por un Parlamento en el que ni él ni su pueblo poseen representación alguna. Pericles, sin duda, habría estado de acuerdo.
Resulta interesante la semejanza de ideas y nociones en los tres textos mencionados, lo que testimonia, a tantos siglos de distancia, la profunda huella del republicanismo democrático en el modo en que se han entendido y reclamado la libertad, la Ley y la Justicia en la historia.
En los tres casos, obsérvese que la Ley sólo puede ser tenida como legítima cuando es resultado de la participación popular libre y sin exclusiones. No sólo eso, la Ley es la garantía de los derechos de los pobres, que sólo cuentan con ella frente al despotismo de los ricos. Ya Aristóteles había observado que la coalición de los ricos es la peor amenaza para la polis, pues su poder económico les permite cuestionar la definición misma de bien público, y torcerlo en su beneficio. Esa línea antioligárquica es recuperada por pensadores como Marsilio de Padua y Maquiavelo, y alimenta toda la filosofía política republicana de los siglos XVI, XVII y XVIII, como se puede comprobar con la lectura de los textos respectivos de Harrington, Milton, Locke, Adam Smith, Rousseau, Diderot, Robespierre, Kant y Jefferson 10.
La Ley, como sostiene Rousseau, es la expresión de la voluntad general, la del soberano, el conjunto de la ciudadanía. Por consiguiente, como dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, “nadie puede alegar con razón un derecho contra ella”. En este sentido, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (tanto la de 1789 como, con mayor radicalismo, la de 1793), fundaba un contrato social (en la línea de Locke y Rousseau) en la protección de los derechos personales y del derecho colectivo de soberanía popular, es decir, en principios concretamente traducidos a términos de derecho. Apoyándose en las experiencias holandesa e inglesa, así como en la de los nacientes EE.UU, la Declaración de Derechos instituía el principio lockeano del poder legislativo –expresión de la consciencia social y de la soberanía popular– como poder supremo. No resulta ocioso recalcarlo: Locke teorizó, como garantía institucional contra el despotismo, la separación de los poderes bajo la supremacía del legislativo, jamás en pie de igualdad del ejecutivo y el judicial con aquel.
Al contrario, el poder ejecutivo se consideraba peligroso por naturaleza. En efecto, el despotismo se caracterizaba, y sigue caracterizándose, por una confusión del ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo 11. Siempre habrá que recordar que la reforma crucial que definió el modelo de la demokratía ateniense, fue efectuada por Efialtes en el 461 a.n.e., y consistió en la propuesta que realizó Efialtes a la Ekklesia, o la asamblea popular, de una serie radical de reformas que dividió los poderes, tradicionalmente ejercidos por el Areópago, entre el consejo democrático de la Boulé, la propia Ekklesia, y los tribunales populares. La conclusión de todo ello fue que la separación de los poderes se constituyó (y sigue siendo) en una garantía irrenunciable de la libertad republicana y el más eficaz freno al despotismo. El ejecutivo tenía, así pues, que ser estrictamente subordinado al legislativo y ser pasible de responsabilidad, es decir, verse obligado a rendir cuentas sin dilación, a fin de impedir daños lo antes posible. El objetivo, entonces, de las revoluciones de 1789 y de 1792-94 era el de declarar los derechos del hombre y del ciudadano, construir un poder legislativo supremo e inventar soluciones nuevas para lograr subordinar el ejecutivo —el más peligroso cuando se autonomiza— al legislativo. 12
La teoría que legitima la Revolución francesa es, por consiguiente, una afirmación de la libertad republicana: la Declaración de Derechos dice que el objetivo del orden social y político es la realización y la protección de los derechos de libertad de los individuos y de los pueblos, a condición de que esos derechos sean universales, es decir, recíprocos, no pudiendo así pues, transformarse en su contrario, es decir, en privilegios. Esta teoría de la revolución sostiene asimismo la posibilidad de una sociedad fundada, no en la fuerza, sino en el derecho. Aquí, la legitimidad del derecho se convierte también en el problema de la política.
Por consiguiente, la libertad y la igualdad de los seres humanos, garantizadas por la ley, se condicionan recíprocamente: en una situación de enorme desigualdad entre los ciudadanos, la libertad es una quimera; de otro lado, igualdad sin libertad reduce a los hombres a la condición de rebaño atendido por un pastor. Esta tradición de libertad e igualdad republicanas se ha mantenido viva y actuante durante los últimos dos milenios y medio, y ha sido el motor impulsor de las grandes revoluciones y de prácticamente todos los progresos en materia de Derecho (y de derechos) de los últimos siglos. Sigue siendo, por tanto, crucial en el mundo contemporáneo. Y lo es, además, porque la seguridad representa, junto a la libertad y la igualdad, un componente central del Derecho. Si no existen mecanismos y dispositivos jurídicos que aseguren la libertad y la igualdad, entonces ellas y la propia justicia se convierten en una palabra vacía. Si las proclamas y las declaraciones deben realizarse en la práctica, ello sólo puede lograrse por la acción y el funcionamiento de todo el conjunto de principios, normas e instituciones que aseguran el ejercicio y la protección de los derechos, y que obligan a todo agente del Estado a cumplirlos y garantizar su cumplimiento. Por consiguiente, tiene toda la razón Manuel Atienza cuando dice que una sociedad justa es aquella donde estén asegurados jurídicamente el disfrute y el ejercicio de la libertad y la igualdad 13.
Si hoy hablamos de Derecho público, lo hacemos siguiendo el molde romano, republicano; si poseemos derechos inalienables y universales, es porque durante milenios los seres humanos han luchado por ellos, plasmándolos en Cartas, Declaraciones y Constituciones, inspiradas en los ideales republicanos; si nuestro ideal político sigue siendo la democracia, el poder de los podres libres, no monarquías ni oligarquías de toda clase, es porque el sueño del demos ateniense y la plebe romana aún nos inspira, a pesar de las derrotas y reveses una y otra vez repetidos, de la pesimista conclusión de Tucídides, una y otra vez reafirmada por la historia: “los fuertes hacen lo que su poder les permite hacer, los débiles sufren lo que deben” 14. El Derecho, republicanamente hablando, es una conquista civilizatoria: la incesante lucha por introducir en la historia espacios de justicia, de libertad e igualdad, frente al poder, frente a los intereses creados, que pretenden legitimarse, usando el Derecho y las leyes para servir a intereses privados, con lo cual, por supuesto, se niega la idea misma de ley, que ya implica la absoluta igualdad de su aplicación a todos, lo que a su vez exige, para ser consecuente con la idea de autonomía moral y dignidad humana, como sostuvo Kant, que debe ser hecha con la participación de todos los ciudadanos, y una vez en vigor, igual para todos, y no el muro de defensa de los privilegios de unos pocos.
El redescubrimiento en las últimas décadas de la tradición republicana, sobre todo de su vertiente democrática, obra de una pléyade de historiadores y filósofos, ha producido lo que quizás no sea exagerado considerar una revolución en términos de comprensión de la historia política y socioeconómica, así como de la historia de las ideas. En lugar de los dogmas liberales, reproducidos acríticamente no sólo por el grueso del pensamiento liberal y neoliberal, sino también por la ortodoxia del marxismo dogmático, numerosos estudiosos y especialistas se han dedicado, con una búsqueda acuciosa en las fuentes originales y pasando el cepillo a contrapelo (como exigió Walter Benjamin) a iluminar hechos y tradiciones populares que han resistido tenazmente durante siglos y que son un testimonio de esos valores y principios republicanos y democráticos que, originados en la praxis política de los pobres libres durante generaciones y teorizados por sus representantes más esclarecidos, constituyen ciertamente un patrimonio común de la humanidad. Su defensa, que es la defensa de la democracia, el Derecho, la Ley como garantía de la libertad, la igualdad y la seguridad jurídica de individuos y pueblos frente a una oligarquía reaccionaria que amenaza con devolver al mundo a los tiempos del Ancien Régime, no es nada menos que un imperativo categórico para todos los que sostenemos que la democracia, los derechos y las garantías jurídicas son una conquista irrenunciable de la humanidad en el largo y tortuoso camino de la emancipación de toda dominación, explotación y discriminación de los seres humanos.
***
Notas:
1 Tales como la igualdad, la simplicidad, la prudencia, la honestidad, la benevolencia, la frugalidad, el patriotismo, la integridad, la sobriedad, la abnegación, la laboriosidad, el amor por la justicia, la generosidad, la nobleza, el coraje, el activismo político, la solidaridad y en general, el compromiso con la suerte de los demás.
2 John Pocock, citado en GARGARELLA, Roberto: El republicanismo y filosofía política contemporánea. En “Teoría y Filosofía política. La tradición clásica y las nuevas fronteras”, Ciencias Sociales, La Habana, 2008, p. 48.
3 La Antígona de Sófocles es el primer texto conocido donde se defiende una visión iusnaturalista del Derecho, y una apasionada defensa (hecha por una mujer) del derecho a desobedecer leyes abiertamente injustas. Las tragedias más célebres de Shakespeare y el Don Quijote de Cervantes contienen profundas reflexiones sobre la política, muchas de ellas identificables en el corpus de las ideas republicanas. La Comedia Humana de Balzac, al decir de Marx, enseñaba más acerca de la sociedad burguesa que cientos de tratados y libros de historiadores y economistas. Los ejemplos pueden prolongarse a voluntad.
4 Cfr. Tucídides: Discurso fúnebre de Pericles, Ediciones Sequitur, Madrid, 2007, pp. 61 y ss.
5 Cfr. Domènech, Antoni: Democracia, virtud y propiedad, en su libro: La democracia republicana fraternal y el socialismo con gorro frigio, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2017, pp. 62-128
6 Cfr. Parenti, Michael: El asesinato de Julio César. Historia del pueblo de la antigua Roma, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011.
7 Cfr. Boccaccio, Giovanni: Decamerón, Editorial Arte y Literatura, C. de la Habana, 1980, pp. 86-89.
8 El Defensor Pacis de Marsilio gozó de gran difusión en Italia, y también en Francia y Alemania. Además, Boccaccio fue alumno del gran jurista y poeta Cino de Pistoia, profesor de Derecho en varias universidades italianas y defensor, como Marsilio, de la superioridad del poder civil sobre el eclesiástico.
9 Cfr. Mandela, Nelson: Habla Nelson Mandela, Editora Política, La Habana, 1987, pp. 19-22.
10 Cfr. Domènech, Antoni: Democracia, virtud y propiedad, en su libro La democracia republicana fraternal y el socialismo con gorro frigio, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2017.
11 Así lo sostiene expresamente Fidel en su célebre alegato de autodefensa en el juicio que siguió al asalto al Cuartel Moncada. Cfr. Castro Ruz, Fidel: La Historia me absolverá, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 1993, pp. 97-101.
12 Cfr. Gauthier, Florence: De Juan de Mariana a la Marianne de la República francesa o el escándalo del derecho de resistir a la opresión, Sin Permiso, No. 2, 2007, pp. 127-150.
13 Cfr. Atienza, Manuel: El sentido del Derecho, Editorial Ariel, Barcelona, 2001, p. 182.
14 En el famoso Diálogo de los melios, en su Historia de la Guerra del Peloponeso.