El hongkonés Henry Cheng me asegura que del otro lado de la frontera, en la parte continental de China, dormita una amenaza latente para la gente de su enclave, otrora colonia británica y ahora parte de un mismo país.
“Si siguen llegando por miles desde el ‘continente’ como hasta hoy; o peor, si se levantan los actuales controles de entrada para ellos, se arruinaría la economía de Hong Kong, que hoy disfruta de un ritmo de crecimiento incomparable, el más alto del mundo”, sentencia con voz grave, a la vez que apura un trago de Chardonnay.
Estamos en noviembre de 2013, compartiendo mesa en un restaurante chic, a 17 pisos de altura, en la zona de Kowloon, un moderno distrito de Hong Kong donde se apretujan más de dos millones de almas en apenas 47 kilómetros cuadrados de superficie.
Esta realidad demográfica me ayuda a comprender en parte la aprensión de Henry, que de periodista pasó a mago, porque adora el mundo del espectáculo y, sobre todo, porque ahora gana mucho más. Lo que sí me resulta difícil de digerir –junto al dim sum que hemos ordenado–, es la posibilidad de que la China continental apabulle al diminuto pero próspero Hong Kong. “Sería matar la gallina de los huevos de oro”, respondo.
“Tendrías que vivir más tiempo aquí para que entiendas la mentalidad hongkonesa”, agrega mi contertulio con un suspiro, consciente de que apenas estaré cuatro días en el territorio. Y ahí dejamos la plática premonitoria para pasar a preocuparnos del buen vino, la digestión y otros temas más mundanos.
Observando lo que sucede hoy en Hong Kong, de inmediato evoco aquella charla. Por otra parte, parece que Henry Cheng se tomó muy en serio sus temores de hace seis años. Recién me avisa que se ha mudado a Canadá. “Y yo mismo no logro dilucidar qué está pasando en mi tierra”, añade.
Tendré entonces que esperar por el paso de los días, releer un análisis tras otro, o mejor, irme por un tiempo a la ex colonia para calibrar qué sucede allí. Me preocupa la posibilidad de que, de algún modo, se esté cumpliendo algo de la profecía del mago Cheng, y que la sociedad de Hong Kong se aproxime a un punto de quiebre con el mando central en Pekín. Sería desastroso.
Tal como señaló Henry seis años atrás, los riesgos parecen derivarse de grandes muchedumbres en movimiento. Pero no precisamente de chinos del continente tratando de entrar en Hong Kong, sino de decenas de miles de hongkoneses que se lanzan a las calles soliviantados, para rechazar el decreto que permitiría la extradición al continente de sospechosos de haber cometido delito.
La cuerda se tensa… se tensa…
En 1984 la entonces primera ministra británica, Margaret Thatcher, y su contraparte china, Zhao Ziyang firmaron el protocolo de traspaso, o devolución, de los territorios de Hong Kong a China, conocido como Declaración Conjunta Chino-Británica del 19 de diciembre, tras 155 años de coloniaje. Se iniciaba así un camino preñado de promesas para ambas partes del país asiático: la insular, colonizada hasta entonces, y la continental, bajo la égida del Partido Comunista.
Por fin anclaban en la realidad los sueños de la generación del reformista Deng Xiaoping, quien tiempo atrás había enarbolado la teoría de “Un país, dos sistemas”. Esa era la clave mágica –entendían los comunistas pragmáticos– de meter en un mismo territorio a la China continental y a Hong Kong, Macao y, eventualmente, a Taiwán. Comunismo a la china conviviendo bajo un mismo techo con capitalismo de tintes liberales. Y todo el mundo contento.
Para satisfacer dentro de un marco legal a los ex colonizados hongkoneses en su regreso a la Madre Patria, la máxima Legislatura en Pekín, la Asamblea Popular Nacional (APN), presentó la Ley Básica, instrumento que se corresponde con una Constitución desde 1997, y que fue diseñado y vuelto a diseñar durante años por legisladores del continente. El mismo entró en vigor ese año para la ex colonia, que pasó a denominarse Región Administrativa Especial de Hong Kong (RAEHK).
¿Se acorta el medio siglo?
A este tenor, China continental se comprometía a mantener la esencia del sistema socio-económico hongkonés por al menos medio siglo. En lo esencial, Pekín se ha atenido a su promesa. Solo que un buen número de hongkoneses no lo aprecia así, y se lanzan a protestar por temas como la Ley de Extradición, en aparente afán por colocar el parche antes de que salga el grano. Sospechan los inconformes que tras esa legislación emitida por la Legislatura central subyace un mecanismo de mayor control socio-político. Que la misma podría usarse para acallar a disidentes políticos. Y ahí no transan.
Para entender de modo general la postura oficial china, basta con remitirse a los términos en que se pactó el traspaso de Hong Kong a la Corona británica. Londres impuso dos guerras del opio a China, y luego aprovechó la debilidad finisecular de la dinastía Qin, de la que obtuvo humillantes tratados de cesión de territorios que se mantuvieron vigentes hasta 1997.
En consecuencia, China rechaza de plano cualquier injerencia extranjera en sus asuntos, sacando experiencia del pasado, cuando atestiguó el desmembramiento de parte de su geografía entre las potencias imperialistas de la época. No solo Gran Bretaña, que conste. Es el modo chino de decir: “No pasarán”. Pekín no permitirá acción alguna que socave su unidad territorial.
Solo que hoy ya no se trata únicamente de parar en seco los designios foráneos. Es imposible soslayar que junto a los desmanes que solían cometer en el enclave y otras posesiones de ultramar, los ingleses tuvieron a bien sembrar el apego a prerrogativas como la separación de poderes o la libertad de prensa. El grueso de los protestantes en el concurrido distrito de Admiralty clama por el mantenimiento incólume de derechos de esa laya.
Si bien no faltan los que recurren a métodos vandálicos para hacerse escuchar, o los que exhiben posturas francamente quintacolumnistas o vendepatria (a lo “Trump libera a Hong Kong”), todo apunta al predominio de un clamor general que precisa ser escuchado. En Hong Kong y en Pekín. E incluso en Canadá, donde, entre truco y truco, el mago Henry Cheng intenta explicarse qué sucede en su terruño.