“Las ventanas son los ojos de la ciudad”, dice algún personaje de Cortázar en Rayuela. Recuerdo la frase justo frente al cristal desde donde debería verse La Habana, pero no se distingue ni El Capitolio, siempre encendido pese a todo, ni los edificios. Solo unas luces uniformes de lo que imagino es el aeropuerto acompañan la oscuridad profunda.
Hace veinte, treinta, no sé cuántas horas que no hay electricidad, y uno ya no piensa en las causas, porque las consecuencias se amontonan como fichas de dominó, primero se acaba el agua, y después se apagan el móvil y la pequeña lámpara que ya es demasiado vieja y no tiene carga para resistir tanto. La resistencia es como la vida misma, con fecha de caducidad.
Cuando algo se pudre dentro del congelador, algo también se paraliza en las entrañas.
Enciendo el lector digital que me prestó una amiga para alguna contingencia. A la larga, hemos aprendido que en esta isla sui géneris a una eventualidad le precede y le sucede otra, y leer siempre es una opción para sumergir la cabeza en otro mundo, como el avestruz.
Por mucho tiempo supuse que el avestruz se escondía por timidez o miedo, pero leí hace poco que en realidad entierra su pico para comprobar el estado de los huevos en su nido, en ese instinto por preservar la especie, o para alimentarse. Ante una amenaza, lo más frecuente es que el avestruz salga huyendo.
Pensando en aves, en la supervivencia, en las certezas que uno asume sin entender de dónde vinieron, abrí el universo cortazariano donde “las casualidades no existen”, y donde una muchacha vomita conejitos, un azteca sueña con vehemencia más allá de su tiempo y comprensión, y un adolescente se enamora de su enfermera; cronopios, famas, hasta que el ruido de los gritos me devolvió a este mundo.
La electricidad, el agua, y de pronto la felicidad es poder fregar los platos sucios, darte una ducha, aunque se te congelen los huesos, conectar el móvil a un tomacorriente y verlo encendido; escribirle a tus hijos, llamar a tus padres, a tus amigos que estaban dentro de la oscuridad como tú.
Fue Oliveira —tiene que ser—, siempre hablando de ventanas: “no hay nada más necesario que una ventana abierta”, dijo también. Y por un segundo me permito el descanso de las labores amontonadas para explorar Rayuela.
El libro me lo regaló un amigo argentino en su primera visita a Cuba. Es una edición costosa. Me contaba que en su país es un lujo tenerla, pero en Matanzas se le apareció en un estante a solo 30 pesos cubanos, en aquellos tiempos de CUC y no de dólares.
“¿Encontaría a la Maga?”, comienzo, y otro ruido, esta vez de abucheos, silbidos y lamentos, me abre los ojos a la nueva oscuridad.
El corte de luz regresa. Dos horas fueron suficientes para cargar un poco el celular, para limpiarse del polvo que entró por la ventana y para restaurar la carga de la lámpara que todavía resiste.
Entonces esta casa también parece tomada. El ruido del viento me aleja de las paredes, y quiero salir afuera, sentarme en el malecón a oler el mar. Pienso en las causas y en las miles de formas para combatirlas. Los que imponen sanciones están lejos y ya les he gritado mucho —habrá que seguir gritando—. Pienso en las decisiones de quienes las toman aquí y sobre las cuales uno ya no sabe cómo incidir.
¿Y mientras tanto? Mientras tanto, las consecuencias.
Pasan otras veinte, treinta, infinitas horas, y la circunstancia te cambia los planes, el ánimo, el equilibrio; te anula la esperanza y el recuerdo de los tiempos mejores. Hasta parece que vives en 1800 y no hay nada para hacer sino esperar el cañonazo, y ni siquiera suena a las nueve, ni a las nueve y media.
Ni siquiera existe lo que ha existido desde que La Habana tiene memoria, incluso antes de la electricidad en Cuba, incluso antes de que existiera una república.
Cuando amanece nos reconocemos en una larga cola, en silencio, para llevarnos un par de cubos de agua desde la cisterna del edificio.
Nadie sonríe, nadie llora, nadie grita. La resignación invade el cuerpo como un reflejo negro. Hay restos de leña y cenizas de carbón en la acera, no se escuchan automóviles, ni pasos, ya ni siquiera se escucha el viento. No se sabe si el ahora es ahora, si el aquí es aquí, o el ahora será entonces; si mañana será como hoy, o como ayer, o como siempre.
Las redes sociales estallan entre los que hablan de los héroes de la Unión Eléctrica, los que escriben aforismos sobre cuán importante es luchar en la adversidad, entre los que animan, entre los que se burlan, entre los que lastiman, y los que esperan.
Cuba descansa sobre las manos de los hombres y mujeres que intentan revertir el apagón, encontrar las salidas de los laberintos; sobre las voces de las madres y padres que duermen a sus hijos cantando “a las cosas que son feas ponles un poco de amor”; sobre los médicos que siguen allí, salvando, mientras un paciente solicita que no le den el alta, porque no quiere volver a su casa a oscuras.
En tiempos tan sensibles la algarabía por la desgracia es mil veces más reprobable, como también lo es aquella invitación a la lástima por las ojeras de quien cumple con su deber. Ser empáticos con la realidad del otro es el único camino responsable para transitar la crisis.
La fatiga, el agobio, la denuncia de una realidad también son un derecho, porque la resistencia tiene muchas fases. Así como el avestruz tiene más motivos para agachar la cabeza de los que supone el saber popular.
No quiero volver a Cortázar, la isla ya parece uno de sus cuentos y como en La noche boca arriba, me confunde cuál es la realidad y cuál es la fantasía. La lectura fue un primer intento de salvar el espíritu de la frustración, un pretexto para engañarme y sentir que el silencio y la oscuridad son elecciones. Pero no lo son.
Pienso en los de la cola para cargar agua, en los rostros perdidos dentro de sí mismos, en el significado de la palabra resistencia, en la dignidad, en los límites de nosotros mismos como pueblo; pienso en mis amigos de Santa Clara, de Guantánamo, pienso en que “esto también pasará”, y otra vez en la supervivencia, y en las certezas que uno asume sin entender de dónde vinieron.
Saludos, al escritor Julio Cortazar !!! no le quitaban la corriente cuando estaba en Cuba !!!.