11:59 pm en la central de ómnibus de una de las grandes ciudades españolas. He llegado hasta aquí con dos maletas que apenas puedo acarrear: 100 libras de latas de conserva, aceite de oliva, condimentos, dos o tres piezas de plomería, libros, pequeñas obras de arte, jabones, tubos de dentífrico, un juego de coladores, una piedra de basalto que cierta mano amorosa puso en mi bolso; manda que debo conservar hasta el próximo encuentro…
Voy de regreso a mi casa en La Habana. Hace frío. Una de las dos piezas de mi equipaje no tiene ruedas, es un saco de marino o algo similar. En la terminal no hay nada para facilitar el movimiento de bagajes, ni cargadores, ni carritos metálicos. Mis vértebras saben que será duro recorrer los trescientos metros que me separan del ómnibus que saldrá hacia Madrid en unos minutos.
No queda de otra. Avanzo 25 metros con uno de los bultos, y regreso a buscar el que he dejado atrás. Es una operación que he de repetir doce veces. Unos muchachos africanos que se encuentran en mi ruta, me miran y se ríen. Hacen bromas entre ellos. Creo que están apostando a que no llego vivo al pie de la guagua. Tengo la esperanza de que alguno me eche una mano. Pero no sucede.
Como puedo, alcanzo a chequear con el chofer del ómnibus. Me tiemblan las manos y las piernas. Evidentemente, estoy fuera de forma. Pero no es momento de ponerse a enumerar propósitos para los días que vendrán. Frente al vehículo hay una máquina de expender pasajes. Los jóvenes que me observaban —ahora soy yo quien los observa— están comprando sus boletos. A uno no le da el dinero. Hablan entre ellos. Niegan con la cabeza. Parece que no pueden ayudarlo. El muchacho es la estampa de la desesperanza.
Tengo dos asientos. Me vi obligado a comprar uno más para poder incluir el segundo fardo. Fue una exigencia de la supervisora de la compañía a quien consulté por teléfono. Pero al chofer no le importó cuántas piezas viajaban conmigo, solo registró uno de mis pasajes. Llamo al muchacho a una esquina del andén. Le pregunto si entiende español. “Poquito”, me contesta. Le muestro mi teléfono con el billete sin usar y le indico que le enseñe al chofer el código QR cuando la fila de pasajeros se esté terminando, y que suba al ómnibus, resuelto, sin mirar atrás. Luego recuperaré mi Samsung. Tengo que machacarle varias veces las instrucciones. Le digo que no tenga miedo. “Miedo”, repite como un eco. Lo impulso con una palmada en la espalda. Y me quedo mirando.
¡Bingo! Pasó sin contratiempos. El chofer está desesperado por partir para cumplir el riguroso itinerario, y no le pide identificación a ese pasajero rezagado. Nos ponemos en movimiento. Hace frío, ya dije, y las luces bajas conminan al sueño. Media hora después de la salida, voy por el teléfono. El muchacho me lo entrega sin mirarme. No dice nada. Regreso a mi asiento.
Parada en Zaragoza
Alta madrugada. 17 minutos de parada para repostar y recibir a otros pasajeros. Bajo a estirar las piernas. Necesito lavarme las manos y la cara, el sudor del esfuerzo moviendo los bultos por la terminal se ha solidificado, o eso me parece. De regreso a la guagua me tropiezo de frente con el chico. Se hace a un lado, y tampoco me mira.
Más horas de camino interminable. El sol de España comienza a desperezarse. Corro la cortina para que me dé en la cara. Es un sol tímido, a mitad de camino entre el invierno que no se quiere marchar y el verano al que se le han pegado las sábanas. Es el “mayo amoroso” del que hablara Miguel Hernández, el poeta cabrero.
Me fijo en el paisaje. Bosques, campos de labranza, riscos; últimamente ha llovido poco y las zarzas del camino lo resienten. Esta parte del mundo está inaugurando un nuevo día. Devoro un pan de masa madre con sobreasada, obsequio de mis piadosas anfitrionas, un porsiacaso —dirían en Venezuela— que días después, lo sé, estaré extrañando.
El aeropuerto de Barajas, mi destino, es la penúltima parada de la ruta. Me cercioro de no dejar nada atrás, y bajo a la casi helada intemperie. El chofer ha abierto el portaequipaje. Somos seis o siete los que debemos retirar los matules. Él dice que la compañía le prohíbe tocar las maletas. Las mías están al fondo, debajo de una loma de bultos. Tengo que entrar a bucear en las entrañas de la guagua. Ya me dispongo a hacerlo cuando una mano me tira del hombro. Es el chico africano, que me pregunta con gestos cuál es mi equipaje. Se lo señalo. Al fin emerge con mis pertenecías, que deposita a un lado, en el parqueo. Ya voy a repetir la ceremonia de los 25 metros hacia adelante y hacia atrás, cuando me dice que me espere. Corre hacia un carrito metálico de equipajes que está abandonado en la puerta de acceso al aeródromo. Lo trae, acomoda mis cosas, me dice algo así como “asante” o “asanté”, no escucho bien, me da la espalda y vuelve a montarse en el ómnibus, que se pone en marcha nuevamente. Me apresto a entrar en la Terminal 3. Veo alejarse el vehículo. En una de las ventanillas alcanzo a distinguir a un joven negro que, tras el cristal, me hace la v de victoria. No puedo asegurar que sea el mismo chico de este relato.
En las nueve horas interminables que median entre Madrid y mi cama en El Vedado me dedico a hurgar, Google mediante, en varios idiomas africanos hasta que hallo el significado de “asante”. Quiere decir gracias en suajili. Sonrío. Pienso: “Asante a ti, muchacho que vas camino del futuro, por darme la posibilidad de serte útil”.
Bonito comentario ligadas con diversidad de cosas que ocurren en un viaje
Lo más importante ella llegó a su cama en La Habana …y ayudó a un ser humano… final feliz.