Cristina, amiga reciente, me dijo con total desenfado que “el amor libera, y si no libera es tremenda mierda”. También por estos días, Pedro Guerra canta de cerquita “hay que aprender a madurar el amor”. Ambas afirmaciones abren un montón de preguntas. ¿Es el amor una verdad inmutable? ¿Es una mierda o una bendición? ¿El amor debe morir o vivir?
Es un asunto de todos los días o, al menos, debería serlo. Sin embargo, en el dogma de “celebrarlo” cada 14 de febrero, es oportuno meter la cuchareta. Afirmo pues que el amor debe ser asumido desde el mundo de los afectos; pero también desde la política, la democracia, la ética, la estética, los sentidos de vida. Es un condicionante condicionado; de ahí que hemos de tomarlo un tilín más en serio, apasionantemente en serio.
El amor es una construcción histórica. Está marcado por pautas culturales que mueven la conducta. Con él adquiere su máxima agitación la triada sentir/pensar/actuar. Aprendemos maneras del amor, a veces no muy llevaderas. La buena noticia es que, también, podemos desaprender y ensayar, explorar, indagar en otras formas de amor, más cercanas al bienestar.
Una clave importante para mirar este asunto sería la pregunta: ¿Me genera bienestar lo que entiendo por amor, o la manera en la que lo vivo? ¿Mi manera de vivir el amor se parece a mí, o me parezco a su deber ser? ¿Quiénes y dónde definieron el molde?
El amor supone una manera de relación con el mundo y éste trae unos mandatos que condicionan la calidad de esa relación. Por ejemplo, si tiene como base la violencia, la negación del ser, la postergación del bienestar, normas rígidas para la conducta, incapacidad de aceptar, flexibilizar, entonces no hay notas halagüeñas en esa oferta.
Sin embargo, “el mundo” trae otras ofertas de sentido que, si bien no prevalecen, empujan las condiciones para otra cualidad de las relaciones. La cooperación, la comprensión, la aceptación del ser (o no), el adormecimiento de los juicios, el lenguaje de lo que sentimos (qué y por qué), la mutua lealtad.
Es decir, el amor es, además, un terreno de disputa entre formas dignas, liberadoras, estimulantes del desarrollo personal (en positivo); y formas opresivas, castrantes que nos meten en el claustro de no poder/saber/ser.
Al menos dos comprensiones ponen rostro a la disputa: el amor romántico y el amor libre. Ambos son, en esencia, proyectos políticos que encaminan un tipo u otro de orden social; por tanto, un tipo u otro de relación entre las personas. Ambos, por cierto, describen maneras diferentes de relación con uno mismo, que es donde la indagación sobre el asunto del amor se pone dura de verdad. (Sé que ahora lees estas líneas en clave de relación de pareja. Es normal, no por gusto es 14 de febrero).
Las relaciones amorosas en el ámbito de la pareja son asunto de la política y la ética. Ellas canalizan las pautas culturales y morales con las que la sociedad nos recibe y nos amolda.
La sugerencia es mirar el amor desde otro lugar, aparentemente externo, que condiciona —pero no determina—lo que sentimos y cómo actuamos. Por tanto, no se trata de juzgar las maneras en que se vive el amor, sino de comprender de dónde vienen, y decidir (sí o no) las confrontamos y modificamos.
El amor vive y muere constantemente. Hay una muerte lenta del amor y es cuando sientes que tus principios son vapuleados, y te duele estar ahí, en ese lugar que, por más que nos empeñemos en asumir como personal, es un lugar histórico. (Sé que ahora piensas que cuando duele, duele y la historia que se vaya al carajo).
Después de esas molestias, nos enteramos de que el amor que duele sirve para aprender que el amor no es dolor.
En verdad no duele el amor, sí la testarudez de vivir las fantasías que le inventaron como naturaleza. Es un problema cultural y político: modelos de orden social que, en el ámbito de los afectos, benefician a unos y dañan a otros.
Dice el psicólogo colombo-argentino Walter Riso que hay una muerte rápida del amor, y es la decepción de que la persona cercana, elegida, no esté a la altura ética que se tiene o se espera de ella. El amor muere cuando aparece la decepción por cosas que no son negociables. La decepción es al desamor lo que la admiración al amor.
¿Qué contenido podría tener esa altura ética? Puede ser marcada por los valores que dicta el patriarcado; pero no es a eso a lo que me refiero. Hablo de la ética que impugna a la violencia, la conducta lasciva con niñas y niños, la deslealtad a pactos hablados (no los supuestos), en los que el ser siendo no encuentra terreno amigable para su desarrollo.
El amor real, de personas reales, en contextos reales, es laboriosidad, empeño, decisión de ser siendo, y de compartir una relación. Para eso debemos saber cómo amamos; es decir, qué calidad tiene la relación con uno mismo y el vínculo con la otredad. Cada persona ama de una manera distinta, depende en buena lid de cómo ha sido amada, de cómo le ha ido en el camino, en la experiencia.
Nilda Chiaraviglio, psicóloga méxicana, afirma que los seres humanos no somos ni esencia ni naturaleza: somos proceso. Luego —hay quienes afirmamos que antes— de nacer, todo comienza. Nos construyen identidades (bueno, inteligente, insoportable, egoísta…) en las que olvidamos que no es cierto que seamos; siempre vamos siendo.
Desde el nacer hasta el morir somos proceso. Nos vamos transformando. El asunto es tener crítica de esa condición, de los resortes en los que se mueve esa transición. Tal crítica, como capacidad de comprender, habilita la conducta consciente del amor.
Así, el amor es conducta, elección, es asumir las consecuencias de esta. No es una dádiva del destino; se construye en relación.
Amar así, como decisión de compartir la vida con otra persona, nos hace responsables de lo que damos en el vínculo. Dejamos de esperar que la otra persona sea satisfactora de necesidades propias. Nos hacemos cargo de nuestras conductas y las modificamos cuantas veces lo creamos necesario.
Asumir el amor como verbo, como laboriosidad, nos pone en condición de saber de qué manera amamos y cómo sentimos que somos amados. Compartir ha de entrañar bases democráticas, relaciones de igualdad, derechos mutuos. Es el acto de amar en libertad: emocional, sexual, económica.
Amar es una decisión consciente. Condición de libertad que lo es, sobre todo, cuando acepto la libertad de la otra persona. No hay amor liberador que no acompañe la liberación de quien nos ofrece su vínculo amoroso.
Amor libre implica lealtades, no sometimiento; pactos, no ataduras; dignidad, no postergación de lo que somos; desapego, no posesión. El amor es el vínculo de libertades que deciden acompañarse, no sumirse una en la otra.
Hay una condición previa del amor que no puede ser contada con racionalidad: enamorarse. Es un estallido no consciente que anuncia la posibilidad del amor, no su garantía. Es la emoción en la que, por lo general, todo parece definitivo, luminosamente definitivo. Se siente o no se siente; es impacto. Te enamoras o no te enamoras; es asombro. Así de sencillo.
Un misterio insondable. Estado impredecible. Como dice Cortázar, “un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado a mitad del patio”. Es una renuncia placentera del yo. Breve siempre, intensa. Borde y desborde de todas las cosas. A un tiempo inexplicable e inconfundible. Enamorarse es una afirmación estrictamente afectiva. Agradable sensación de tontería infinita. Certeza profunda y fugaz de lo humano perfecto.
Algo de eso, en dosis pequeñas, matiza el amor. Pero el amor es otro lugar. Es una decisión desde los buenos afectos en humana contradicción. Cristina tiene razón, es liberador o no es amor. Pedro Guerra también está en lo cierto, hay que aprender a madurarlo. Toda transición es vida que muere y una muerte de donde nace vida, de otras maneras. Lo cierto es que hay formas de amor que deben morir, hay otras que deben vivir. Es una decisión.