Mi madre, Bella García-Marruz, su hermana Fina y la prima Gloria eran muy unidas. Gloria y sus dos hermanos, Salvador y Alicia, eran hijos de Ismael, tío paterno de mi madre, empresario de un circo, y de Ursisina, la trapecista venezolana que daba el triple salto mortal.
Gloria era de la misma edad que mi madre y siempre andaban juntas, eran como tres hermanas. Se conocían todo el repertorio del cancionero estadounidense de las décadas de 1930 y 1940 y se sabían los temas musicales de las películas de moda. Conocer la letra de las canciones era, además, una forma muy eficiente de practicar el inglés, algo que mucho necesitaban Gloria y sus dos hermanos. Asistían a una escuela protestante “americana” –como siempre se ha dicho en Cuba al referirse a algo relacionado con los Estados Unidos– y, con el tiempo, los tres lograron becas para estudiar en Chicago. Y hacia allá se mudaron, a mediados de 1940, con su madre, la trapecista. Mamá y Fina siempre se referían a ellos como “los primos de Chicago”.
Mi madre, Fina y sus dos hermanos, Sergio y Felipe, disfrutaban mucho ir a jugar a la casa de “los primos”. Después de la muerte de Ismael en 1929, Ursisina y sus hijos quedaron en una situación económica bastante delicada. Ursisina no tenía dinero para los gastos más elementales y, por supuesto, la compra de juguetes quedaba en el último lugar de las prioridades de la pequeña familia. Pero su experiencia cirquera la ayudó siempre a enfrentar todas las dificultades con una imaginación y pasión que no conocían límites, por lo que, si los niños querían tener una canal en la casa, la tía Urisina no dudaba en desatornillar las bisagras de una puerta para convertirla en una imponente canal; y si querían hamacas, pues hamacas se colocaban por toda la casa.
No importaba si se quedaban sin muebles, o si la pequeña vivienda parecía un campamento gitano, lo importante era que los niños pudieran jugar y ser felices; ya ella, en la orquesta de mujeres que había fundado su cuñada Josefina, aseguraba lo fundamental para pagar la renta, la comida y la ropa de ella y de sus hijos.
Como podrá imaginarse, la casa de los primos era un verdadero parque de diversiones, sin restricciones innecesarias. Ursisina era una mujer libre, decidida, aventurera, había aprendido a ser así cada vez que se lanzaba al vacío, sin redes, por el solo placer de “imaginar las venturas y prodigios del aire”, como diría mi padre en uno de sus poemas.
El repertorio de canciones era amplísimo. Mi abuelita y mi tío Felipe las tocaban en el piano y tío Sergio, el médico, con su bella voz de tenor, las cantaba a dúo y trío con sus hermanas: “Stars Fell on Alabama”, “By a Waterfall”, “Cheek to Cheek”, “Autum in New York”, “It’s June in January”, “Good Morning, Glory” (1), y muchas, muchas más.
Tiempo después, Fina protegería estos recuerdos en un poemario que tituló Viejas melodías, en el que describe, con delicadeza y ternura, aquellos momentos sagrados de su juventud: “¿Te acuerdas, Gloria, / cómo los primos cantábamos, / al ver que tú llegabas, / tu canción preferida? / Cuánto nos amábamos…”.
Con los años, mamá y Fina fueron olvidando las letras. De una en particular, “Good Morning, Glory”, solo recordaban el comienzo, que se convirtió en una especie de “santo y seña”. Cada vez que se llamaban por teléfono, una decía “Good Morning, Glory”, y la otra respondía, “tra, la, la, la, la, la”. Ya no había necesidad de presentación. Se llamaban a diario, dos veces al día. Y hasta en sus cartas, en ocasiones, en vez de iniciarlas con el clásico saludo, “Querida hermana…”, sencillamente, escribían las tres palabras mágicas y retomaban una conversación que solo terminó el día de la muerte de mi madre.
En 1993, a mi padre le concedieron el Premio Internacional de Poesía Latinoamericana y del Caribe “Juan Rulfo”, y la prima Gloria, que vivía ahora en Naples, Florida, al enterarse que mis padres, Fina y Cintio, estarían en Guadalajara, anunció que asistiría a la ceremonia de premiación. Mi madre y mi tía Fina, más que alegres, parecían aterradas, tanta felicidad les daba miedo.
Habían pasado casi cincuenta años desde la última vez que se habían visto pues, al romperse las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, se interrumpieron los viajes entre ambos países.
Recuerdo el encuentro de Gloria con mi madre, en la casa de mi hermano Lichi, en Ciudad de México. Lichi vivía en un segundo piso y mi madre la esperaba arriba, al borde de la escalera. Gloria entró al edificio y sus miradas se encontraron: no se reconocieron. La prima subió lentamente y se abrazó a mi madre, que lloraba. Así estuvieron unos minutos hasta que Gloria comenzó a susurrarle algo a mi madre al oído. Entonces, el hechizo se rompió, volvieron a ser jóvenes otra vez, soltaron una carcajada y dieron unos pequeños pasos, como un tímido bailecito, al ritmo de “Heaven, I’m in heaven, and my heart beats so that I can hardly speak…” (2).
Se sentaron en el sofá, sus manos entrelazadas, como siempre hacían mamá y Fina y, en ese instante, toda la tristeza de una separación tan larga e injusta se borró. En Guadalajara se reunieron con Fina y esa misma mañana se fueron las tres a pasear al parque. Iban tomadas del brazo, cantando sus canciones, unas veces Fina era la voz líder y Gloria y mamá hacían el coro, en otras se intercambiaban los ‘papeles’, se reían. Fue emocionante verlas. Afortunadamente, tengo una secuencia de fotos de ese día memorable.
Gloria siempre quiso que mamá la visitara en su casa de Naples pero los trámites para ir a los Estados Unidos eran muy complejos y nunca pudo darse ese viaje. Yo sí pude hacerlo, en 1996, y la visité en su linda casa. Sus dos hermanos ya habían muerto y vivía sola. Hablamos mucho, me contó que había donado todos sus papeles al Museo del Circo. Cuando le pregunté por su madre y por el famoso triple salto mortal, me respondió: “Nunca nos lo quiso enseñar, decía que era muy peligroso, ¡ella se veía tan bonita, dando esas volteretas en el aire! Todavía siento pegado a la nariz el olor a aserrín de la pista del circo…”.
Después del encuentro en Guadalajara, Gloria nos llamaba con frecuencia, a veces era yo quien compraba una tarjeta para que ellas conversaran. La llamada de diciembre de 2002 fue triste, porque mi madre se había fracturado una cadera y su mente se había enrarecido mucho. Reconoció la voz de Gloria pero no podía hablar. Cuando le expliqué a Gloria lo que había ocurrido escuché como un gemido, y con su voz quebrada solo dijo “Yita…”, como acostumbraban a decirle a mi madre cuando eran jóvenes. No volvió a llamar y nunca pude volver a hablar con ella. Sospecho que murió poco después. Mi madre guardó todas las cartas que se escribieron y que conservo entre mis papeles como un tesoro valioso.
Mi tía Fina tiene en estos momentos 95 años. La visito semanalmente y sé que ella me reconoce, aunque hay días, de esos en que los ancianos están más confundidos que de costumbre, que sé que a quien le habla no es a mí sino a mi madre. Lo sé por la forma en que se le ilumina el rostro.
Ella se alegra siempre cuando me ve pero, en esos días, su cara resplandece de una forma muy especial, me toma de la mano, como hacían ella y mamá, mientras me conversa o lee sus papelitos, y no me suelta la mano hasta que me voy.
Hace unos meses me llamaron de su casa para decirme que Fina se sentía mal. Fui enseguida. La encontré desmadejada en su sillón, muy pálida, fría y sudorosa. Le había dado un infarto, pero eso no lo supimos hasta unos días más tarde. Me le acerqué, le hablé, pero no me respondió. Entonces, le susurré al oído: “Good Morning, Glory…!”.
Con los ojos aún cerrados, y muy bajito, me contestó: “Tra, la, la, la, la, la…”. Buscó mi mano y me pidió que me sentara a su lado. Le pregunté, solo para corroborar lo que ya sabía: “¿Quién te cantaba esa canción?”. Y sin vacilar, con una leve sonrisa, respondió: “Tú”.
- Gracias a mi amiga estadounidense Anna ‘Connie’ Veltfort, que hizo la búsqueda en Internet, he podido averiguar que la canción, que nunca escuché completa, debió ser “Good Morning, Glory”, perteneciente a la película “Sitting Pretty” (1933), música de Harry Revel y letra de Mack Gordon.
- “El cielo, estoy en el cielo. Y mi corazón late tan fuerte que apenas puedo hablar…”.
Ay, esta historia me ha arrancado las lágrimas. Es bella pero triste, muy triste. Nunca habrá como resarcir ese dolor impuesto por la distancia y circunstancias políticas.
Linda historia. Que narracion! Solo los recuerdos nos hacen la vida mas placentera en ocasiones.