Era el 19 de enero de 1819. Y en la Bahía de Santiago de Cuba había anclado el velero Helvetia, procedente de la antillana colonia francesa de Guadalupe.
Unos momentos más tarde, se ve descender de la nave a un caballero de distinguido porte, ataviado con irreprochable elegancia.
Guardaba ese caballero en el fondo de su alma un oculto secreto, que vería la luz pública en la tierra en la que el Helvetia acababa de zarpar: Cuba.
El personaje
Se hace llamar Enrique Faber. Y tiene una larga historia que contar.
Había nacido en Lausana, Suiza, en el año 1791, de la unión de Juan Faber e Isabel Cavent. Se graduó como médico cirujano en París y fue combatiente de las tropas napoleónicas en Rusia y en España; país donde fue además prisionero de guerra.
Tras la caída del Emperador de los Franceses, “el corso vil”, como lo llamó José Martí, Faber cruza el Atlántico para terminar, como vimos, en la Perla de las Antillas.
Si hemos de decir verdad aquí, hasta determinado momento le iría de maravilla en la isla.
El Tribunal del Protomedicato de La Habana e Isla de Cuba declara: “…le examinamos en teoría y práctica, a que respondió bien y cumplidamente”. Le despachan título y licencia para ejercer en todo el país.
Por su parte, Don Juan Manuel Cagigal, entonces Capitán General de la Isla de Cuba y de las dos Floridas, le concede “…esta carta de domicilio, con la cual podrá establecerse en el lugar de esta Isla en que le convenga ejercer su oficio o profesión…”.
Entonces Enrique es nombrado Fiscal del Protomedicato en Baracoa.
Podemos imaginar el revoleteo de las baracoesas ante aquel apuesto rubio barbilampiño, que las encantaba desde la mirada cariñosísima de sus ojos azules.
Según La Biblia: muchos serán los llamados, mas pocos los escogidos. Entre tantas jóvenes pretendientes, Faber inició su noviazgo con Juana de León, huérfana y tísica, que vivía bajo el amparo de una viejecilla lavandera.
Pronto contraerían nupcias, con los ritos propios de una muy católica boda.
Mientras tanto, el doctor Enrique Faber guarda celosamente su secreto.
Se devela el secreto
Un mal día, cierta muchacha del servicio doméstico entró en el cuarto de la pareja, donde sorprendió al doctor sin ropas.
No le hacía falta ser una experta en anatomía humana para emitir un dictamen: ¡eso que veía eran senos femeninos!
Y, como era de esperar, la mucama se fue de lengua. Entonces se armó “la de Dios es Cristo”, como solía decirse. Dentro de aquella marea de indignación, se destacaba el padre Samané, párroco de Baracoa, que había oficiado la boda entre Faber y Juana. Gritaba a los cuatro vientos: “¡Sacrilegio!”.
En la calle, una multitud exigía que exhibieran, sin ropas, a quien había hecho burla de las aceptadas reglas del juego.
Bajo detención, llegó el momento del minucioso examen médico. El Archivo Nacional de Cuba conserva el resultado de tal exploración: “Se hallaba dotada de todas las partes pudendas propias del sexo femenino”. Por tanto, era “real y perfectamente mujer”.
Vestida con atavíos femeninos, Enrique, o Enriqueta, debió enfrentar los trajines legales, al final de los cuales fue condenada a cuatro años de prisión.
Para su fortuna, intercedió en su nombre el caritativo obispo Espada, de lo mejor que la Iglesia envió a Cuba, para lograr un indulto, con la condición de que la cautiva abandonase la Isla.
Pero… ¿cómo termina esta historia?
Pues Juana, en Baracoa, contrajo segundas nupcias, en condiciones… ¿cómo decirlo?… bueno, en condiciones menos irregulares.
Por su parte, Enriqueta, bajo el nombre religioso de Sor Magdalena, anduvo entregando a los menesterosos su vocación caritativa y su sabiduría médica, lo mismo por Veracruz que en Luisiana. Era conocida como “la monja-médico”.
Se dice que llegó a enviar una carta a su ex-esposa, pero cuando la misiva llegó a Baracoa ya Juanita de León había fallecido.
En 1856, vistiendo los hábitos de las hijas de la Caridad, a Enriqueta la entierran en el cementerio antiguo de Nueva Orleans.
Y allí permanecería, hasta que, en el 2005, el huracán Katrina barriera inclementemente los huesos de la primera mujer que ejerció la medicina en América.
Fuentes consultadas por el autor:
Álvaro de la Iglesia: Tradiciones cubanas, 1969; Antonio Benítez Rojo: Mujer en traje de batalla, 2001; Julio César González Pagés: Por andar vestida de hombre, 2012.