Éramos únicamente unos soldados. Avanzábamos por la cuneta y habíamos recorrido, hacia la medianoche, dos kilómetros a paso bovino. “Tenderse”, ordenó el teniente y caímos como sacos.
Pasó una camioneta por el centro de la carretera con las luces delanteras bañando las botas del teniente. La vimos perderse más adelante, adonde la vista no alcanzaba, adonde llegaríamos en un momento. Uno puede ver lo que se está perdiendo, aunque lo perdido, una vez perdido, no puede verlo. Siempre hay alguna distancia que la vista no alcanza y siempre, en un momento, se llega a alguna parte.
Envejecer es un movimiento. Pasar el Servicio Militar al llegar a la mayoría de edad, es otro, dos sumas que van a la misma cuenta.
Las líneas paralelas, es un hecho, nunca se cruzan, y Elier está del lado que no es el mío. Lleva una gaceñiga en la mochila. Entre los dos la compramos. Acordamos que sería “Fifty-Fifty”, Cincuenta-Cincuenta o Cinco y Cinco, porque costó diez pesos cubanos. Yo no me fío de nadie, menos aquí, en la Unidad que no es solo el edificio y los dormitorios, sino todo lo que alcanza. Ahora, caminando por el filo de la carretera, no hemos salido de la Unidad ni de las miserias que ella provoca.
A mí la desconfianza me ha crecido después de atestiguar lo que hicieron con Gabriel. Aquello empezó por el jabón que Marlon le tomaba a hurtadillas del repositorio, luego se bañaba con él y lo devolvía con vellos púbicos, el jabón con un mostacho indecente.
Una vez, por la tarde, estábamos parados en firme en la formación, mientras el teniente pasaba la lista, los nombres cambiados por números. “Soldado 303”, dice el teniente. No le responden. “Soldado 303”, repite. El soldado 303, Gabriel, intenta recomponerse el uniforme que el soldado 304, Elier, le ha desarreglado por diversión, de modo que cuando el teniente nota el estado del 303, le ordena salir de la fila y ponerse a hacer flexiones ante las risas de la formación y, en especial, del 304.
Los abusones desarrollan olfato para sus presas. La sentencia de Gabriel fue su vocecita insegura y los ojos acuosos que delataban cuánto le hacía padecer estar lejos de su casa. Como si pidiera a gritos que lo abatieran. Ya a los quince días no lo dejaban dormir, lanzándole botas contra la litera a la hora de efectuar el sueño, según términos militares.
A medianoche, yo temía que Elier quisiera sacar ventaja de su diferencia muscular y de estatura conmigo. No teníamos más cena que la gaceñiga. Lo demás era comernos, con las suelas de los zapatos, los kilómetros que nos quedaban por vencer.
Imaginaba a Elier enterrándole el pulgar a la gaceñiga por un extremo y partiéndola. No le bastaba y volvía a hacerlo y volvía, hasta dejar las migas esparcidas entre la envoltura y el fondo de la mochila.
***
Nunca supimos el nombre de la señora que vendía las gaceñigas ni la raíz etimológica de la propia gaceñiga. Wikipedia dice que se debe a Marietta Gazzaniga, soprano italiana del siglo XIX, muy popular en América. En los años noventa, el grupo humorístico Punto y Coma dijo que gaceñiga significaba panetela en ruso.
Desde luego, los años noventa cubanos no fueron generosos y proliferó una subespecie de la gaceñiga, dura y con piedras de bicarbonato en la masa. Algún amigo dijo que eran buenas para el estómago, si bien el bicarbonato servía para otras elaboraciones: junto a la leche de magnesia era útil para hacer desodorante casero.
El verdadero resurgir de la gaceñiga podemos ubicarlo después de los años 2000. Resurgir bifurcado, si se quiere. Por una parte, las que vendían panaderías estatales por dos pesos cubanos, corteza acartonada, y el centro con el viejo y salado bicarbonato con el que iba a dar la primera mordida. Por la otra, abiertas las panaderías Sylvain en moneda libremente convertible, adoptó una forma impensada: envueltas en una caja, blandas, olorosas y ¡con pasas! Eran, entonces, la gloria.
Pero Cuba es un país que logra sostener la calidad de muy pocas cosas y la gaceñiga nunca fue excepción de la regla ni prioridad. No sorprendió que mermara, especialmente en el número de pasas, cambiando de las manchas de un dálmata a la cantidad de verrugas que se cuentan en un perro salchicha.
Además, la lista de ingredientes impresa en la caja se muestra tan ambigua y disyuntiva que uno ignora lo que digiere. A saber: “Harina de trigo, agua, azúcar refino, pasas o frutas confitadas o frutos secos, mantequilla sin sal u oleomargarina, leche o sustituto de leche, polvo de hornear (maicena, gasificantes: pirofosfato ácido de sodio o ácido tartárico y bicarbonato de sodio, antiglutinante: carbonato de calcio), sal común y aroma.”
***
Las de la señora que iba a la Unidad, dicho sea, no contenían pasas. Ni rocas saladas. Eran buenas, buenas por la forma en que salvan a un soldado hambriento, y buenas en atributos. Igual de delicada al paladar, dulce sin empalagar, corteza fina cuidadosamente horneada.
La señora venía sobre las seis de la tarde y comprábamos. El teniente y los sargentos nos dejaban. Las gaceñigas olían rico y en un edificio lleno de hombres que invierten el día entre los matorrales, la marcha y el ejercicio físico, cualquier olor rico es recibido como la novia que se extraña, como el del almuerzo que traían los padres a las visitas familiares.
La noche en que íbamos por la cuneta, teníamos prohibido traer comida alguna. Pero Elier y yo desatendimos las órdenes y fuimos donde la señora.
Cada rato el teniente mandaba a avanzar y los soldaditos bordeaban la carretera. Cuando tuve a Elier a tiro, le lancé una roca diminuta. La roca diminuta golpeó de refilón el hombro de Elier. Me sentía débil y estimé que si Elier me enfrentaba, de seguro me pulverizaría.
El teniente no iba a tolerar ni una riña en la tropa; era mi garantía de salvación. Siquiera aguantó que saludáramos a una guagua con turistas extranjeros. Entonces dijo que hubieran podido sacarnos una fotografía, hacer un montaje y ponernos así, vestidos de guardias, con un pene en la boca.
No se andaba con medias tintas. El Servicio Militar no lo permitía. La vez que nos quejamos con el jefe del departamento político porque el refresco del desayuno tenía gusanos, él nos respondió que el ejército era duro, sin gimoteos, sin complacencias por la comida.
Elier no advirtió que el teniente lo miraba sacando la gaceñiga de la mochila. Le ordenó entregársela al instante. Estaba completa, integérrima. Pude distinguir, en la oscuridad casi plena, que el teniente la olisqueaba antes de cada pequeña mordida. Quedaban unos diez kilómetros.