Se llama Reinier, algunos le dicen Gigante y yo el Reparador de Sueños. Pero mi nuevo barbero no es un enanito siempre oreja dentro. Al contrario. Dios libre tus orejas de que a este negrón que hace años pela en la Calle Real le resbale la tijera, o peor aún, la navaja con que hace los cortes. Lo sé por experiencia, porque fui por un pelado tradicional, y acabé luciendo algo que en Jovellanos llaman el “Ballotelli”.
Nada. Al fígaro se le saltó el peine de la maquinita cuando comenzaba a desmochar mi testero derecho, dejándome tres alternativas: raparme, salvarme con esa suerte de machinbron con nombre de futbolista, o lucir un estrafalario huraco en la cabeza y decir que el pelado es así. Total, horrores peores se hacen en nombre de la moda…
En fin, aunque Reinier se moría de pena y me insistía en que primera vez en su vida que le pasaba, ya el mechón era historia y algo había que hacer. En honor a la verdad, la reparación no le quedó nada mal, y ahí lo bauticé como “el reparador de sueño”.
Y quedé complacido no solo porque Reinier me quitó la “cucaracha” y unos cuantos años, sino porque experimenté de nuevo ese placer que los cubanos solo encontramos en las barberías, lo mismo un salón con espejos, revistas viejas y giratorio tricolor en la puerta, que un humilde portal con taburete, sábana y presilla.
Esperando el turno para pelarse uno aprende más de la vida que en un semestre en la universidad. Un barbero cubano es capaz de afeitarte las patillas mientras desgrana la actualidad socio-política mundial, y de inmediato te explica cómo quitarle a la claria el sabor a tierra. Sabe escuchar, pero habla de todo y de todo opina con criterio.
Sus manos procesan cabezas de toda ralea, y conoce sus remolinos externos casi tan bien como los internos: nadie sabe por qué, pero el incesante y efectista tijereteo desinhibe. Ya quisiera Scotland Yard confesores así. En serio, un barbero cubano hace hablar a un mudo, aunque él tampoco se calla.
Por ejemplo, yo en media hora con Reinier conocí de lo humano y lo divino. De cómo está la jeva y de la prima que “tá buena pa´ darle con tó”. Del lugarcito que rechazó en Cárdenas porque le cobraban demasiado sin vista a la calle, “aunque allá el pelao está a caña”. Supe que hizo su agosto víspera del curso escolar, pues el “yonki y las rayas que piden los pepillos cuestan más”. Y también me contó del negocio, los impuestos, los locales, la competencia, las tendencias, los estilos, los precios y los sueños.
En plena calle Real no faltan clientes ni amigos: muchas veces interrumpe su faena para responder cualquier saludo con un “¡habla!”. En su portal corre buen fresco y pela mientras dure la luz solar, así que consume poca electricidad. Por demás, cumple con el Fisco religiosamente y, pese a la mala fama del pueblo, puedes confiarle un afeitado sin miedo a que aflore un Sweeney Todd tropical.
Reinier es uno de los miles de barberos y peluqueros cubanos que desde diciembre de 2011 dejaron de pertenecer a la empresa estatal de Servicios Técnicos, Personales y del Hogar, para convertirse en "cuentapropistas". Al promulgarse la ley, existían en la isla mil 358 establecimientos de este ancestral oficio, que por tener tiene hasta su día nacional, el 27 de diciembre, en honor del poeta, periodista, patriota y barbero Juan Evangelista Valdés Veitía.
El Estado cubano aún es dueño de los inmuebles, pero los materiales para ejercer, así como el pago de electricidad, agua, gas y telefonía corren a cargo de los barberos, que fijan sus tarifas según la ley de oferta y demanda. Además, tributan a la Seguridad Social para su jubilación, derecho por el cual luchó Valdés Veitía a inicios del siglo XX.
Aunque ya no saquen muelas y parezca que todo se resume a pasar peine y tumbar pelo, ser barbero no es fácil. Algunos heredan el oficio, otros llegan por necesidad, pero ahora cualquiera con una maquinita, tijeras, cepillo y afeites, saca su licencia y aprende a pelar pelando.
Pero a Reinier no le preocupa la competencia. “Hay mucho tipo chapucero, que pela matando y salando para atender más clientes. La cosa no es pelar más, sino que el cliente regrese. Cada cubano tiene su barbero, y le es fiel. Mírate tú, habanero… ¿Qué tú haces pelándote conmigo en Jovellanos?”, me suelta con irrefutable descaro.
Y tengo que aguantarme la risa, no sea que vuelva a fallarle el peine…