Partamos del acuerdo de que el barrio de los Sitios es de desafíos. Suponiendo que hagan falta acuerdos de entrada.
Uno siente en los Sitios de Centro Habana que no es bienvenido si no es de allí, si no te vieron pasar antes por allí. Y ahora mismo no sabría explicarlo, argumentar, cualquiera que vaya y visite los Sitios de primerizo sabrá de las miradas celosas y las emanaciones hostiles de sus espacios, que fueron, en verdad, de sitios de sembrados que le dieron el nombre desde 1953; en tiempos coloniales, ahí hubo tierras donde se cultivaba arroz, plátanos, yuca y árboles frutales.
En los Sitios vive (o vivía) Ibis. Vivía también Pablo, que nació y se crió en ese barrio, que me mostró la cafetería de Olga, que vendía unas pizzas con sabor a pan triste (de haber sabor a pan triste, sería el de las pizzas de Olga). Por Pablo, conocí a Ibis, la segunda mujer que me inspiró respeto después de mi madre en modo furia. Hablo del respeto que roza el miedo. Hay gente que inspira respeto, así, de sopetón, de solo tenerlas enfrente. De solo mirarla a los ojos. Son esas personas de “no me jodas que te va a pesar”. Son esas personas de las que hablo y en este caso de las mujeres. Digo les femmes terribles, si es que eso en francés se acerca a lo que quiero decir, porque no sé francés y tampoco me interesa aprenderlo, por lo modular y feo que me suena. Pero estas son cosas mías y no de las mujeres de los Sitios.
Una mujer en los Sitios con cuatro hijos es una fiera, eso pensaba o me hicieron pensar, uno con poco más de catorce años piensa mil basuras, pero la idea de que Ibis era una fiera no había Dios que me la sacara desde que la conocí.
Se conoce a un millón de mujeres fieras en los Sitios, que pelean de tú a tú con los hombres, que no huyen, que halan greñas, que parten cabezas, que sacan machetes. Se les sube la sangre. Estallan. Si llevan sangre de madres son pura dinamita por sus hijos. No están hechas para la furia que no estalla en la mollera, en el pecho o el sistema nervioso: para la contención. Crecen aprendiendo el estallido en función de entereza y no vale la terapia de momento, el intento de disuadir, o ponerlas a escuchar el Panis Angelicus. El turno del estallido es prácticamente definitivo, como los saltos suicidas.
Era Ibis la dueña de un Super Nintendo que alquilábamos por cinco pesos cubanos la hora en su apartamento en bajos con puerta que daba a la calle Maloja, donde había una imagen grande de la Virgen de la Caridad del Cobre en una especie de nicho y un perro sucio y mudo que se comía sus propias heces. Después de llenar a medias el estómago (uno con poco más de catorce años tiene el estómago del tamaño del coloso de Rodas), contando con algún billete doblado para pagar las pizzas de Olga, jugábamos los videojuegos en un televisor en blanco y negro que había tenido colores que regresaban intermitentemente. El aparato los perdió por problemas técnicos y a Ibis le importaba tanto arreglarlo como la coprofagia de su perro.Y nosotros que no queríamos ver (en general no sabíamos ni lo que queríamos) a Ibis explotar siquiera nos pasó por las cabezas reclamarle por su indolencia; en lugar de ponernos a exigir, nos dedicábamos a observarla recorrer su apartamento como una sombra, perderse detrás de las paredes con el sigilo de un caimán en el agua, y nos daba risa, una risa inexplicable o cuyo motivo olvidé, pero bajita y discreta para que no se enterara, que se volvió casi una mueca después de ver a Ibis reventando por un muchachito que ella agarró y lanzó contra la pared de la Virgen que casi pierde el equilibrio y se rompe. Jamás supimos el porqué.
II
Creo que nos dio lástima el muchachito. Con la edad que teníamos la compasión empieza a parecerse a un sentimiento de mujeres o de hombres flojos o de viejos. De ahí que se nos quedara enganchada la imagen de Ibis arremetiendo antes que la del muchachito vencido. Puede que Pablo lo haya olvidado, me dice Abelito el Chiringa. Yo le digo que la historia de Ibis ahora me resulta ligeramente nublada y que de la cara de Ibis tengo apenas un cuadro borroso. Pero le mentí a Abelito. El rostro de Ibis no se me borra, sin embargo, el de Pablo sí voló y me apena reconocerlo delante de mis amigos. Pablo, que hace años dejé de ver por sucesos de la vida, digamos, mejor, por la mecánica de la vida, ya que esta vida es un gran mecanismo, anda por Barcelona probando la suerte del emigrante y con planes de marcharse un día de estos a los Estados Unidos.
“Porque en España la situación empeora, demasiada crisis, demasiado desempleo, demasiados conflictos.”
Cuando Abelito me lo cuenta me hago el sorprendido. Exagero la reacción y pateo una piedrecilla, que ahora pienso que fue algo incoherente. Aunque no me pasa nada por las conexiones que hay entre el cerebro y los músculos faciales, hago un esfuerzo por dibujarme un estado contrario. Sabía lo de Pablo. O me lo esperaba. En Cuba, un amigo que uno dejó de ver es un posible emigrante. El juicio te lo dice y hace un disparo de advertencia, una bengala premonitoria.
III
Tengo entendido que Ibis vino de Guantánamo y se quedó en los Sitios, y que se ha mantenido con los negocios.Que por los negocios sus hijos tuvieron zapatos que ponerse. Centro Habana es una mata de negocios, de ilegalidades. Hay ilegalidades justificables, por absurdo que se escuche.
A veces la integridad se da unos saltos de gimnasta o de atleta de carreras con obstáculos. En los Sitios las ilegalidades ayudaron a sobrellevar los años duros, los tiempos de caídas, a los que no respondieron los Santos, los ángeles o los dioses. El sincretismo religioso de los Sitios, de Cuba, a más dar, nos tendió la mano de la fe, llamó a agarrarse a ella para darle fuerza a los espíritus, como si hubiera extendido una rama a la que aferrarse para que las corrientes fuertes de un río no nos arrastraran. No nos hundieran. Y hubo que sortear las buenas enseñanzas. Acá determinadas ilegalidades deben verse con ojos humanos, en vez de con ojos de ley. Porque la ley se deshumaniza en cuanto es ley, en cuanto se traslada a los papeles y a la severidad que le toca interpretar.
IV
Por mi parte, me ha dado por recordar. Y veo que estoy en la cafetería de Olga, en los Sitios, tomándome un café junto a Pablo. Pablo, como es de suponer, tiene el rostro abstracto, excepto sus ojos, que sí los tengo grabados, que son —miren qué casualidad —color café, por lo que Pablo, más bien, en lugar de su cara, lleva un par de ojos sobre una cara abstracta que no le pertenece. Mi madre ignora mi gusto recién adquirido por el café, me hubiera amonestado con ganas, así que al beberlo me creo un tipo malo, y me llevo la taza a los labios con cierto estilo, como un cowboy rudo del cine western bebiéndose un tequila de un palo. Pero sabiendo que nunca sobreviviría en los Sitios. Posiblemente un cowboy rudo fuera blando en Los Sitios.
Ahora mismo, el barrio de los Sitios se me pierde o yo me pierdo en él, entre sus calles sincréticas. Ahora mismo, recordando, adquiero una confusión tan tremenda que parece la fisionomía de Dios.
En: Asumo el riesgo
Muy bueno tu articulo Maykel!! … muy bueno