Fotos: Luis Eduardo
Calificar a Cuba como Isla de la Música es un cliché que no voy a permitirme. Cada domingo, antes del mediodía, aparece un charro en mi cuadra. Semana tras semana. Con puntualidad inglesa. No deja de resultar extraño, porque no vivo en México sino en Centro Habana, el municipio más poblado de la capital cubana, no precisamente por gente sombreruda y ataviada con chaqueta corta.
El charro porta un acordeón y llega acompañado de un individuo pequeño, en cuya cabeza luce aún mayor el sombrero de ala ancha y copa cónica. Si los vecinos les piden que canten, el charro empuña el instrumento y su esmirriado compañero se aclara la garganta. Luego entonan, a dúo, corridos y rancheras, hasta que los oyentes se aburren y empiezan a dispersarse, no sin antes hacer un “donativo” a los artistas para que regresen sin falta el domingo siguiente.
Recorriendo el Malecón, desde La Rampa hasta la Avenida del Puerto, uno puede encontrarse dúos, tríos y hasta conjuntos de formato más amplio, con un repertorio que incluye, desde guarachas y sones tradicionales, hasta la más reciente composición de Ricardo Arjona, pasando, ¿cómo no?, por las baladas-beat de la llamada “década prodigiosa”. Son los populares “soperos”, músicos que hacen “sopa” (término que no tiene nada de peyorativo) y que funcionan como una suerte de gramola viviente, dispuestos a complacer las preferencias de su público, que en no pocas ocasiones solo les reclama el silencio.
En la Plaza de la Catedral estuvieron Los Mambises durante un tiempo tan largo que escapa a mi memoria, hasta que la más reciente disposición relativa al trabajo por cuenta propia les reservó, de manera expresa, un nicho en su descriptor de actividades. Ahora puede vérseles en la intersección de las calles Obispo y Mercaderes, donde siguen cultivando —con su habitual estilo naíf— los géneros provenientes del oriente cubano, pobremente favorecidos en su difusión por la inmensa mayoría de nuestras radioemisoras. En el nuevo emplazamiento (puede comprenderse) no desaprovechan momento y espacio para “pasar la gorra”.
Circunvalando la Plaza de Armas, junto al emblemático Templete, se divisa una fauna irreverente de músicos callejeros, pertrechados con la más sorprendente gama de artefactos para la percusión (aunque no faltan guitarras y violines), entre los que destacan las maracas de plástico, fabricadas con flotantes de baño, y las quijadas de burro o de caballo en sustitución del güiro.
Cualquiera se preguntaría el por qué de tanta música. Es decir, en una ciudad pletórica de carretillas y pregoneros ambulantes; de timbiriches para la venta de casi todo; de cafeterías improvisadas en las ventanas de los apartamentos, ¿qué razón mueve a estos hombres a insistir en su precaria cantinela? ¿La carencia de un oficio un tanto más lucrativo? ¿La libertad de espíritu que hace a mucha gente repudiar los lugares y horarios cerrados de trabajo? ¿El legítimo llamado del arte? ¿La pura necesidad de buscarse la vida haciendo lo único que se sabe?
En La Habana no hay metro. Si tuviéramos metro en La Habana, a su entrada no se ubicaría un saxofonista para desgranar un jazz melódico. Mucho menos un violinista romántico recreando a Paganini. A las puertas del metro habanero hallaríamos a un par de músicos “soperos”, proponiendo a los viandantes su repertorio heterodoxo interpretado con guitarra y tres, clave y bongó. Igual una guaracha de Compay Segundo que un pop sesentero de Fórmula V. Tiene que ver, tal vez, con el “ajiaco” nacional a que aludiera Don Fernando Ortiz.
Mas, en lo que aguardamos por la construcción del metro, cualquier rincón de La Habana Vieja puede ser sitio propicio para el disfrute de la canción, cubana y universal, en la voces y guitarras de estos artistas errantes. Calificar a Cuba como Isla de la Música es un cliché que no voy a permitirme. Baste por esta vez la invocación sincera, para que estos músicos itinerantes no desaparezcan de nuestras calles y plazas.