Muchos coinciden al afirmar que El viejo fue pura invención novelesca, que nunca existió, pero hay quienes aseguran que fue un viejo real.
Hace tantos años que murió El viejo que ya nadie puede dar fe de él. Todas las calles son ahora pavimentadas, las edificaciones se han modernizado y de aquella época solo va quedando La Terraza, adonde acuden los turistas a sentarse en el bar y a degustar la misma comida que se cocinaba allí en los tiempos en que El viejo era el mejor pescador de Cojímar y del mundo.
Muchos coinciden al afirmar que El viejo fue pura invención novelesca, que nunca existió, pero hay quienes aseguran que fue un viejo real, con un bote y un pez –reales–, al que derrotaron los tiburones frente a las costas del poblado de Cabañas, a más de sesenta kilómetros al Oeste de Cojímar y a unos cincuenta de La Habana.
En la estrecha ensenada se siguen amarrando los botes de pesca. Eso y La Terraza están entre los pocos vestigios que perduran del ambiente mundano del viejo Santiago.
Gregorio Fuentes, patrón del yate El Pilar y compinche de aventuras marineras del hombre que dio fama y celebridad a El viejo, iba hasta no hace tantos años todos los días a sentarse en un rincón de La Terraza, a comer y a contarle sus andanzas a quienes quisieran compartir esos recuerdos. Era un individuo fuerte, de manos endurecidas por el mucho andar en los trajines de la pesca, y tuvo el privilegio de alcanzar la centuria. En sus ojos se retrataba la nostalgia, y en mucho de lo que decía afloraba la fantasía.
A nadie más que a él quisieron los pobladores de Cojímar. A nadie, excepto a uno que ni nació, ni vivió, ni murió allí, a quien adoran no como al dios de bronce de quien se habla en todo el mundo, sino como al hombre que fue recíproco con ese cariño y prefirió, entre todas las celebraciones, aquella en la cual empapó en cerveza helada y ron cubano, junto a los pescadores de Cojímar, el Premio Nobel de Literatura.
“¿Quién era ese?”, podría, tal vez, preguntar un millonario, porque Hemingway hablaba mal de ellos. “Era un pesado”, afirmarían muchos intelectuales, ya que el autor de Por quién doblan las campanas no siempre los trató bien. “Era un tipo formidable”, dirían los pocos pescadores nonagenarios de Cojímar, esos de surco oscuro en la piel y rostro quemado por el sol, a quienes nunca ofendió el escritor.
Por eso en Cojímar, donde se olfatea aún la presencia mítica del viejo Santiago –“flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello…”–, se alza, cerca del mar, con la frente alta y la mirada viva, el busto en bronce del célebre bohemio que vivió con intensidad el goce extraño de sentir en sus manos la herida provocada por los cordeles de pesca en la lucha a muerte con las grandes criaturas del Golfo.
Olor a pescado y marisco en la quietud de las tardes de julio y de agosto; sabor a salitre en los labios en los días borrascosos de los frentes fríos; nostalgia en las puestas del sol y languidez nocturna en el abrigo angosto del puerto, condimentan el entorno característico de la parte añeja del pueblo: espacio vital para atarrayas, arpones y anzuelos; laberinto de calles mal trazadas en las pendientes donde antaño colgaban las chozas de los pescadores.
Y el alma gigante del hombre costeño invadiendo ese medio de humildad grande, y a la vez pequeño al torrente de mucho corazón. Presencia viva del efluvio que modeló los ribetes del pescador Santiago y reclamó un pincel mágico que lo pintara.
Entonces el artista echó mano a ese regalo y con la riqueza de las vivencias y un poco de imaginación comenzó a colorear su obra: “Era un viejo que pescaba solo en su bote en la corriente del golfo y llevaba ochenta y cuatro días sin coger un pez…”.