Sentado a la puerta de su casa, Abelardo Bernal puede suponer, por el sonido indiscreto de los obturadores y el cuchicheo en inglés, que está siendo captado por las cámaras fotográficas de los turistas. Intuye que su figura desgarbada, su porte antediluviano y el inmueble donde vive, levantado una y otra vez sobre sí mismo desde mediados del siglo xix, deben deslumbrar al corrillo de extranjeros que se pierde entre las callejuelas de la parte vieja de la ciudad. Se atreve a adivinar hasta la expresión de desconcierto en sus rostros, pero solo eso: Abelardo se ha quedado ciego de remate.
“Hace casi 20 años que no veo nada, así que ya no puedo hablar de la Sancti Spíritus de hoy, sino de la Sancti Spíritus que recuerdo”, confiesa con la ecuanimidad de quien ha aprendido a lidiar con las tinieblas. “¿Y quiere que le diga una cosa, periodista? Eso de vivir de la nostalgia tiene su encanto”.
A sus 94 años, el otrora farmacéutico, vendedor de libros y trabajador del comercio se ajusta a la rutina que le imponen las circunstancias: levantarse temprano (“aunque no trabaje, no logro desacostumbrar al cuerpo”); dejarse guiar para los menesteres domésticos por su única hija, “que ya no está de salud como para ser mi lazarillo”; y acomodarse en un sillón en la mismísima puerta de su casa, desde donde asiste a la modernización del pueblo: “Sí, periodista, el pueblo, porque Sancti Spíritus no es una ciudad; es más bien una aldea”.
Y dice “aldea” con cariño, como quien sopesa cuidadosamente las palabras, y se decide por una a medio camino entre la crítica y el elogio; una palabra que expresa, a la postre, la esencia de una región que tiende al minimalismo.
No pocos especialistas y ciudadanos de a pie han tildado de rural a una ciudad que se convirtió en capital de provincia a raíz de la división político-administrativa de 1976 y que, no obstante, aún depende en alguna medida de la vecina Santa Clara, núcleo urbano que se niega, solapadamente, a perder la supremacía jurisdiccional del centro de Cuba.
Todo ello, traducido al argot popular, significa que la llamada cuarta villa en ocasiones puede llegar a ser tradicional y conservadora, dos calificativos que los hijos de esta tierra asumen con cierta dosis de resignación y que Abelardo Bernal defiende hasta con vehemencia: “Pero eso no es nada malo, periodista, no se traumatice: significa que vivimos tranquilos en nuestra orilla”.
“¿Usted ve a esos europeos que me tiran fotos como si yo fuera una reliquia?”, inquiere con los ojos invariablemente apagados. “Pues, luego ellos se van para sus países a luchar con el stress, esa enfermedad de la gente a la que no le alcanza el tiempo, y yo me quedo aquí, muriéndome de la risa solo de pensar cómo habré quedado en los retratos”.
Sumergido cada vez más en su mundo de ensueño, Abelardo sigue con detenimiento el ajetreo constructivo desplegado a propósito de los 500 años de la villa; el sonido de las maquinarias que, a escasas dos cuadras de su casa, reconstruyen desde sus cimientos el parque “Serafín Sánchez”, y la algarabía vocinglera de las brigadas que pintan las fachadas y enderezan los aleros. Lo escucha todo, pero a la mente le vienen las imágenes de aquella Sancti Spíritus que quedó dormida con su último destello de luz.
“Y está bueno ya, que yo no soy ni historiador ni alcalde de este pueblo”, murmura mientras se levanta, afincado en el bastón que le crece como otra extremidad de su cuerpo; se orienta con los gruesos muros de mampuesto y cierra tras de sí la puerta, alejándose a más no poder de los apremios restauradores y la impertinencia de una entrevista que ha venido a removerle los recuerdos.
Afuera, la ciudad sobrevive al borde de su medio milenio.
Fotos: Alain L. Gutiérrez