“No hay peor enemigo de una mujer que otra mujer”. “Peor que tener un jefe es tener una jefa”. “Nunca metas una mujer en tu casa, aunque creas que es tu amiga. Va a terminar quitándote el marido”. “Somos malas entre nosotras”. “El matrimonio se rompió por culpa de esa, que lo engatusó”. “A las mujeres les cuesta aceptar que otra mujer es linda. Siempre le encuentran algún defecto”.
Hay otro repertorio. “Eres la más linda de la fiesta”. “Ninguna de las que está aquí te llega a los talones”. “¿Te vas a poner celosa de esa? ¿No ves que tú eres mucho más que ella?”. “¿Vas a dejar que esa otra lo chulee, después de todo lo que has aguantado?”. “Ahora otra va a recoger lo que tú le enseñaste y le diste”.
Y aún otro. Blancanieves y la madrastra. Blancanieves y la bruja. La sirenita Ariel y Úrsula. La Cenicienta y las hermanastras. La Bella durmiente y la bruja. Las niñas buenas y las malas.
En el sentido común, frente a nosotras hay “otra”. Otra que es nuestra antítesis. Otra que nos pone –o nos puede poner– en peligro. Otra con la que hay que competir. Otra.
Una de las repeticiones en las que vivimos es: las mujeres tenemos una propensión a competir entre nosotras. Esta presumible competencia es un filtro desde el cual miramos lo que pasa y lo que nos pasa; lo que hacemos y lo que nos hacen; las relaciones que tenemos y a las que aspiramos. Las mujeres competimos entre nosotras por voluntad propia. Si no lo hacemos, a las mujeres se nos pone a competir; que no es lo mismo, pero es igual.
Para muchos la competencia femenina es “natural”. Estamos biológicamente diseñadas para ello, y la razón ha sido el curso evolutivo. Maniobramos agresivamente –con más o menos solapa– para conseguir una posición en la batalla que, implícita o explícitamente, deberá asegurarnos el macho idóneo. La disputa es por la fuente de riqueza, valor o identidad que él nos puede ofrecer. Según ese argumento, para las mujeres vale la pena costear el precio de quien nos prestigia. Ese precio es, precisamente, hacerle sentir enaltecido, luchado.
Estudios aseguran haber desentrañado la forma de la competencia intrasexual femenina. Las mujeres organizan el ring auto-promocionándose o humillando a sus competidoras. Las conclusiones parecen definitivas: las mujeres prefieren la agresividad velada a la confrontación física; las mujeres de alto estatus no requieren el apoyo de otras mujeres las cuales, en realidad, representan una potencial competencia; las mujeres pueden protegerse mediante mecanismos de exclusión social de otras; las mujeres juzgan y condenan a partir del aspecto físico y pueden ser sumamente crueles con la apariencia femenina y la conducta sexual.
Pero hay más. Según un artículo que referencia a investigadores de la Universidad estatal de Florida, los niveles de testosterona de una mujer aumentan cuando huele camisetas de mujeres jóvenes que están ovulando. Eso es así porque, presumiblemente, se preparan para una competencia agresiva. Si hiciera falta algún argumento contundente, ahí tenemos a la testosterona.
Esas premisas sobre cómo nos comportamos nos conducen a lugares a veces incómodos, siempre dolorosos y nunca edificantes. Pocas veces, sin embargo, podemos impedir, frenar, desactivar su sentido.
Si se piensa con cierta minuciosidad en la vida propia, seguramente será posible identificar situaciones en las que nosotras nos hemos enemistado con mujeres por motivos por los que nunca nos hemos enemistado con hombres. Yo lo he hecho.
Me he sentido halagada cuando alguien me ha dicho alguna vez que he sido más hermosa que otras; he sentido rabia cuando me han dejado por otra y la he culpado a ella de mi suerte; he justificado el sinsentido de mis celos examinando a otra mujer de arriba abajo, evaluando si cumple o no cumple los parámetros que yo misma defino.
Algunas dirán que nunca les ha pasado. Que siempre, siempre, siempre, a toda edad y en todo momento, se han mirado a sí mismas y nada más que a sí mismas. Si eso fuera cierto, no desdeciría la experiencia expandida de la mayoría. Que no me haya pasado a mí, o que no haya podido identificar que me ha pasado, no quiere decir que no pase, que no exista, o que sea un invento o un error de unas cuantas. Otra vez, de otras.
Una mirada desde arriba y desde adentro a lo que pasa en nuestras sociedades, revelará en primer plano un orden que no solo nos pone a competir desigualmente a hombres contra mujeres, sino que también supone y estimula la competencia entre nosotras. Eso fortalece el discurso machista en todos sus ámbitos. Público, privado, afectivo.
Una vez identificado el patrón, será posible plantear que la desubicada “rivalidad natural” entre mujeres (muy relacionada a la idea del amor romántico) opera, en realidad, en nuestra contra.
Pensar que las otras son nuestras eventuales enemigas desenfoca el problema. “Falsa conciencia”, dirían los clásicos. Igual que el trabajador cree erróneamente que su enemigo es el jefe –por no ser un “buen patrón”– en lugar de, por ejemplo, la inexistencia de derechos laborales; las mujeres podemos llegar a pensar que las enemigas somos nosotras y no el orden que nos pone a competir, que beneficia la desigualdad y que identifica en las otras mujeres la causa de nuestros fracasos.
Cuando empecé a darme cuenta de lo anterior, intenté subvertirlo. Ipso facto choqué con el sentido común. Implícita o explícitamente tuve que seguir lidiando con personas y situaciones en las que se me ponía a competir con otras, aunque yo no quisiera, aunque no me hubiera inscrito en ese concurso. El mayor halago siguió siendo, siempre, la medida en que yo era más que otras. Mis opiniones siguieron entendiéndose como naturalmente enfrentadas a las de otras mujeres, aunque no fuera mi intención ni la realidad. Se me continuó advirtiendo que hay mujeres rapaces que pueden ponerme en peligro… y así. Pocas veces valí por mí misma, gusté por lo que soy y no por si soy más o menos que mis “competidoras”.
Un buen comienzo es comprender que al actuar en contra de otras mujeres juzgándolas por su cumplimiento o incumplimiento de supuestos roles “femeninos”, estamos colaborando con el machismo. Ser solidarias y aliadas nos conviene más. Ser cómplices, no rivales.
Si las hembras de algunas especies “compiten” por machos, no lo hacen por ninguna de las razones que usted dice. Simplemente tratan de acceder a los mejores genes para pasárselos a su descendencia. (Para la biología evolutiva el éxito de un organismo está en ser capaz de reproducirse y pasar sus genes a la próxima generación; a nosotros eso puede parecernos limitante, idiota o lo que sea, pero no cambia el hecho de que los genes que no pasan a la siguiente generación son eliminados, da igual las racionalizaciones que nos creemos nosotros.) Eso se complica según los animales se vuelven más inteligentes y viven en sociedades más complejas. En nosotros es, claro, más complicado e intervienen mucho más factores. Pero el amor romántico no tiene nada que ver con eso y el concepto que tenemos de amor romántico es una invención cultural bastante reciente. Lo que no quita que nuestra especie tienda a la monogamia social (que no necesariamente sexual). Pero todo este tema es demasiado complicado para resumirlo en un párrafo en un comentario a un artículo. (Lo mejor es no leer los artículos de los periódicos y revistas sobre estos temas, la mayoría son infames; para un lego, como solemos ser las personas de humanidades, lo mejor es buscar un buen libro de divulgación, los hay excelentes.)
Egoísmo y altruismo son ambos instintos que están presenta en montones de especies (claro que en nosotros se complica más). Por tanto, cooperar o competir son solo estrategias a aplicar según las circunstancias. En ocasiones es más favorable cooperar y en otras competir, y los organismos que escogen la estrategia equivocada en cada momento suelen dejar menos descendientes, que a la larga (cuando uno incluye unas cuantas generaciones), tiene importancia. (Las mujeres ahora pueden elegir –al menos en el Primer Mundo– cuando reproducirse o no, pero eso es algo demasiado reciente para haber tenido ningún impacto desde un punto de vista evolutivo.) Luego, competir o cooperar no es intrísicamente malo o bueno. Y dependen muchísimo de la situación. En un ambiente de abundancia de recursos, por ejemplo, sale más a cuenta cooperar que competir. Nosotros tenemos la posibilidad de tratar de controlar esos instintos y tratar de cooperar incluso en circunstancias en que competir pueda resultar más beneficioso, pero no parece que siempre lo consigamos y todos podemos racionalizar nuestro comportamiento para vernos a nosotros mismos de la mejor manera posible.
Pero lo que no entiendo es eso de “valer por sí mismo”. ¿Es eso posible? ¿Sin ser comparado con otra persona (o personas) o con la idea que uno puede tener sobre lo que se haga la comparación? Cuando se dice de alguien que es hermoso o inteligente o trabajador o mentiroso o feo o estúpido o vago, hay una comparación (explícita o implícita) con una persona o grupo de personas en específico o con la idea que tenemos sobre esa característica en el promedio de la población de acuerdo con nuestra experiencia y las ideas recibidas de la cultura en que crecimos. No veo cómo alguien podría evitar eso. No sé si se puede valorar algo sin compararlo (aunque sea de manera implícita) con otra cosa. Su intención es buena, pero simplemente no lo veo realizable.