El año 2018 comenzó para el cine cubano con un par de noticias singulares: la Berlinale seleccionaba para su programa el largometraje documental Cuban Food Stories, de Asori Soto. Por su lado, Sundance y más tarde Guadalajara, elegían para su concurso oficial a Un traductor, de Sebastián y Rodrigo Barriuso.
Soto es un realizador cubano conocido por sus cortos durante la década anterior, así como por el largometraje Vedado (2008), codirigido con Magdiel Aspillaga. Desde que pasara a residir en los Estados Unidos de América, le habíamos perdido la pista. Mientras que los hermanos Barriuso han hecho su carrera fílmica mayormente en Canadá, sus piezas han sido exhibidas en la Muestra Joven ICAIC, donde incluso Rodrigo mereció el máximo premio en la categoría de ficción en 2012 por For Dorian.
Ambas noticias de inicio de año ponían en evidencia un fenómeno que no es nuevo: la existencia de un cada vez mayor colectivo de cineastas, en general nacidos y formados en la Isla, que siguen haciendo su obra fuera. En contra de lo que solía ser una triste norma, según la cual cuando un realizador cubano abandonaba el entorno institucional paternalista de su país su obra acababa, ello hoy no es tan seguro.
Los casos de figuras históricas como León Ichaso, Orlando Jiménez Leal, Rolando Díaz, directores que siguieron su carrera cinematográfica en circunstancias muy diferentes entre sí, son ahora menos comunes. Parece ser cada vez más habitual que las nuevas generaciones de cineastas encuentren los medios y recursos para expresarse. Y no solo los jóvenes: en 2017, Orlando Rojas, una de las voces esenciales del cine cubano del ICAIC en la década de 1980, estrenaba La reina de los jueves (2016), su documental dedicado a la bailarina Rosario Suárez.
Pero no es el único caso. El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de diciembre de 2017 encontró espacio en su programa para una producción tan inusual dentro del cine cubano como es Los lobos del Este. Un largo de ficción dirigido por el cubano Carlos Machado, producido por la realizadora japonesa Naomi Kawase, con una anécdota ambientada en ese país, hablada en japonés y con actores y equipo técnico nipón.
El propio Machado es de esos casos que hablan de la dimensión transnacional del cine de la Isla. Sus películas escapan del marco temático y antropológico que define lo nacional cubano en el cine del ICAIC. Sus relatos, incluyendo La piscina (2011) (cuyo esquema de producción lo convierten en su largo más cubano), desbordan la idea de un cine como correlato de la sociología o de la administración del consenso público. La obra del siglo (2015), pese a su anclaje físico a una territorialidad cubana, ocurre en otro tiempo, otra dimensión, otro planeta: el de la alegoría.
Machado, Heidi Hassán, Eliécer Jiménez Almeida, Juan Pablo Daranas, Jessica Rodríguez, Lázaro González, Juan Carlos Cremata, han seguido haciendo sus películas en contextos geográficos y de producción diversos. Cremata, por ejemplo, alienta un rosario de cortos bajo la categoría de microcinema, indiosincráticos del cine que le ha interesado, mientras trabaja en el montaje de su nuevo largometraje de ficción: Semen. Almeida produce sus piezas de batalla ideológica a partir del sampling de archivos, y además documenta aspectos de la cultura cubana del exilio.
Esta es la parte fácil de definir del fenómeno. Porque supone la existencia de una comunidad de realizadores que hablan desde otras geografías o contextos culturales un dialecto que los de este lado del mar podemos calificar como familiar. Un fenómeno similar al que desde inicios de la década de 1990 vivieron las artes visuales, y que desde los 60 experimentara la literatura.
Pero, ¿y si este fuera un fenómeno todavía más complejo, huidizo, complicado de asir por las categorías de los discursos de sobriedad que los críticos y analistas usamos? Porque existen muchos ejemplos de colectivos de creación cubanos que se manifiestan desde lógicas de carácter transnacional. Incluso, desde el punto de vista de la producción de contenidos artísticos.
Y ya que estamos, véase la animación actual. Una web serie muy exitosa de los pasados meses es la saga de Yesapín García, una niña cubana cuya discusión acerca de un pez peleador y la frase que le sirviera de corolario se hicieran virales en 2015.
Su creador, Víctor Alfonso Cedeño (Dany y el Club de los Berracos, Lavando calzoncillos), en la mejor tradición del spin-off, y a petición de un productor cubano residente en el exterior, decidió retomarla. Aquí aparece una lógica nueva para la animación cubana: la del contenido potenciado por una demanda de consumo previa, con todo y el sentido de producto comercial que ello supone.
Cedeño produce una serie que comenzó como motivación publicitaria para la agencia de servicios de telecomunicaciones de La Florida Islacel, pero cuyo éxito (tiene miles de seguidores en YouTube) le ha permitido conseguir nuevos sponsors, como es La Familia Multiservices. En el capítulo “Estoy pa’l tumbe”, las exigencias dramáticas han logrado mucho mejor trenzado con la demanda publicitaria. Lo que arrancó como un divertimento va cobrando astucia y autoconciencia, como también prospera el diálogo con las matrices culturales del cubano de Miami, sobre todo del que cambió de país de residencia en la última década.
En el mismo sentido, la serie Willy y Filly, de la revista El Toque, establece un diálogo con la subcultura nacional del sitio público de conexión wifi. Los personajes protagónicos y sus diálogos son parte de la nueva comedia vernácula de la web cubana de hoy. Así como ilustra esquemas de financiamiento inéditos para la animación local.
Los creadores de ambos formatos, La Casita del Lobo (o sea, los animadores y creativos vinculados a El Muke y a Cedeño, conocidos como La Alianza de Las Villas), encontraron salida para el más-de-lo-mismo de la animación cubana, para su agotamiento expresivo y para sus fórmulas institucionales. Porque entienden la cultura como un escenario sin bordes fijos, sin corsés nacionalistas, sin traidores ni cómplices, pero sobre todo sin propietarios.
Más bien es un cine cubano que se trifulca. La saga de Pupo y Bebo, un homenaje a Beavis y Butthead, también es una serie antológica. Un tanto grotesca o escatológica para lo que es la estética de la animación estatal pero muy jodedora y en la cuerda antisistema que precisa la sensibilidad del espectador cubano contemporáneo.