Nada. Pasó un poco más de una semana del día anunciado para el Acabose, y aunque las señales aún saltan por doquier, yo sigo aquí, La Habana sigue aquí y el mundo sigue aquí… Me temo que todos fuimos víctimas de una macabra broma de santos inocente con una semana de antelación…
El 21 de diciembre comencé a desconfiar cuando no amaneció con trompetas apocalípticas, sino con la machacante alarma del despertador: 5:00 am. Otro indicio de que si el mundo iba a acabarse, no era precisamente ese día. La primera sospecha la tuve al irme a la cama horas antes: en Australia hacía rato era 21, y ni un canguro con asma. Pero no quise desengañarme, total, si ya habíamos esperado varios milenios, qué más me daba esperar un ratico más. Quién quita que la puntualidad de Dios sea cubana…
La cosa es que la noche pasó con una calma solo interrumpida por el estruendoso viento de un vecino madrugador, cuyos peos tienen la puntualidad y el rigor del cañonazo habanero. Pero ni un meteorito, ni una lluvia ácida, ni una invasión de ranas… cuando más, algunas bolsas con basura, charcos de orines y algún mosquito yonki, loco por una fumigación para volarse…
Pero del fin nada…
Yo había pasado la noche en casa de mi hermano. Desde la tarde anterior intentaba irme para Santa Clara, a pasar la Nochebuena con los viejos. Y como soy un optimista incurable, partí con mis matules para La Coubre, confiado en clasificar en algún ómnibus con capacidad hasta mi terruño. Como si más nadie viajara en fin de año en este país donde todos emigran a algún lado, y pocos se quedan donde nacieron…
Apenas duré tres minutos en aquel… llamémosle lugar… Qué coño, para estar en el infierno mejor esperaba unas horas al fin del mundo, si total, mi caldera está reservada con aceite del malo… Si esa sería mi última noche, la pasaría en una cama con mi novia, no hacinado en una terminal de lista de espera, sin dormir velando los bultos y cada salá guagua que entrara, torturado por la incertidumbre de nunca saber cuándo, cómo y en qué saldría de ahí…
Porque eso sí. Tenía claro que me iría con clase. Quizás por ese postrer hedonismo, me paré en un balcón y en simbólico gesto, me quité un calzoncillo transparentado por su uso y abuso, y lo lancé al vacío. Por un instante me sentí Dios mismo, listo para encontrarme con mi Creador como me mandó al mundo. Fue una sensación agradable, o al menos muchísimo mejor que la que sentí a la mañana siguiente, al caminar junto a aquella prenda despechada, decepcionada de mí tanto como yo de las profecías mayas…
Y así pasó ese día, y otro, y otro más. Pasaron muchas cosas. De hecho, pasó de todo, menos el fin. Y yo sin explicármelo, con tanto indicio: calor infernal en pleno diciembre, edificios con rajaduras en sus fachadas, como víctimas de secretos terremotos, calles agrietadas, mocosos que no se ponen los audífonos para que todos oigan la mala música de su celular, reguetoneros con ínfulas de Frank Sinatra, ómnibus repletos que se rompen en su segunda parada, Isla de la Juventud líder en la pelota… en fin… un caos que a ratos se antoja irreversible, pero así es hace tiempo, y los cubanos no solo sobrevivimos, sino que lo gozamos…
Me sentí estafado, pero también aliviado, porque tampoco tengo apuro en mudarme al otro barrio. Al final, cada día, cada minuto, cada segundo puede ser el último, y en vez de comerse el coco con paranoias “findelmundistas”, hay que vivir de la única manera que vale la pena hacerlo: como si de un momento a otro fuera a acabarse el mundo…