Cuando los estudiantes de la escuela estatal número 7 de Ceilandia, en la capital de Brasil, regresaron del receso estival en febrero, fueron recibidos por dos docenas de policías uniformados en un lugar que apenas reconocían.
Con las armas enfundadas, los agentes les ordenaron formar en filas en el patio. Los alumnos recibieron camisetas blancas a la espera de que llegasen sus nuevos uniformes. De ahora en adelante, los chicos deben tener el pelo corto y las chicas atado hacia atrás. No podrán llevar pantalones cortos, gorras, esmalte de uñas de colores brillantes, pendientes ni ninguna otra pieza de ropa distintiva. Y quienes lleguen tarde no podrán entrar.
“Algunas veces nos sentimos intimidados”, señaló Michael Pereira da Silva, de 17 años, que estaba en contra de la decisión de contratar a policías para inculcar disciplina casi militar en el centro. “Al salir al pasillo estamos obligados a inclinar la cabeza y a saludar a los agentes de policía”.
Aunque las pruebas con este tipo de colegios comenzaron en años anteriores, este enfoque cuasi militar es uno de los esfuerzos educativos más visibles del nuevo presidente, Jair Bolsonaro, un ultraderechista excapitán del ejército que durante la campaña prometió mejorar las escuelas, generalmente consideradas un problema. Un estudio realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos en 2015 situó a Brasil en el puesto 63 de 72 por desempeño educativo.
Las escuelas que ahora están codirigidas por la policía siguen el modelo de las exclusivas instituciones militares, que suelen tener mejores resultados que la mayoría de los centros públicos, lo que hace que muchos padres estén deseosos por ver la misma rígida disciplina.
Con este modelo, la enseñanza sigue en manos del Ministerio de Educación y la policía supervisa la disciplina y el cumplimiento de un nuevo código de conducta. La implementación del programa piloto en una escuela debe ser aprobada por la mayoría de los padres, maestros y personal en un referéndum.
La escuela de Ceilandia es una de las cuatro de Brasilia que votó para sumarse al programa. Las autoridades de la capital brasileña esperan incorporar 36 centros más para final de año y alcanzar un total de 200 en 2022. El gobierno de Bolsonaro está impulsando una expansión similar en todo el país, aunque no reveló la cifra que espera alcanzar.
Algunos estados han estado explorando este modelo desde principios de la década de los 2000, pero una adaptación masiva preocupa a muchos expertos en educación y sindicatos de profesores, que dicen que podrían ser excluyentes e ir en contra del concepto de un sistema educativo público gratuito y abierto.
Sostienen que este tipo de centros han logrado mejorar sus resultados porque los alumnos problemáticos están siendo discretamente reemplazados por otros con un mejor rendimiento académico, a menudo procedentes de familias adineradas. Otro riesgo para los críticos es la introducción de armas en las escuelas, especialmente en una nación que tiene la tasa anual de homicidios más alta del mundo, en su mayoría cometidos con armas de fuego.
“Aumentar el acceso y la posesión de armas no está asociado con la protección contra la violencia”, apuntó Robert Muggah, director de investigación del centro de estudios brasileño Igarape.
La expansión es una de las medidas estrella del ejecutivo de Bolsonaro, aunque el Ministerio de Educación dice que no tiene datos sobre cuántas escuelas de este tipo existían ni de estudios acerca de los beneficios del sistema en el largo plazo.
Indignación en Brasil por conmemoración de dictadura militar
Además de colocar policías en más escuelas, el gobierno ha estado presionado para realizar otros cambios en la educación pública, a la que acusan de estar dominada por una “ideología marxista”. El Ministerio de Educación apuntó a una revisión de los libros de texto de historia para referirse a la dictadura que rigió el país entre 1964 y 1985 como un “régimen democrático de fuerza”, así como para eliminar las referencias al feminismo, la homosexualidad y la violencia contra las mujeres. Hace poco, Bolsonaro dijo que el financiamiento público para sociología y filosofía podría acabar.
En los últimos años, algunas escuelas controladas por la policía saltaron a los titulares por la intervención de la fiscalía luego de los agentes comenzaron a cobrar cuotas mensuales a los padres, a imponer costosos uniformes o a reservar la mitad de las matrículas de los centros para hijos de policías.
En 2016, el director de educación de la policía en el estado de Goias revisó el reglamento interno del sistema escolar que normalizó las “expulsiones” y “traslados forzosos” de estudiantes. La medida siguió a una recomendación de la fiscalía estatal que apuntaba que en las escuelas públicas la expulsión debe ser el último recurso.
“Esto no es para todo el mundo, eso es seguro”, señaló Mauro Oliveira, subsecretario del Ministerio de Educación en Brasilia. Solo un pequeño número de estudiantes han sido rechazados en sus escuelas desde la incorporación de la policía, apuntó agregando que el fin justifica los medios.
El gobierno explicó que actúa en escuelas violentas y de bajo rendimiento o en centros en zonas de riesgo, donde hay narcotráfico o grupos paramilitares.
“No estamos hablando sobre escuelas normales”, manifestó Oliveira, que citó casos de alumnos y profesores que no podían ir a la escuela porque sufrían acoso o estaban amenazados. “¿Esto no es exclusión también?”.
Según el jefe de la policía en la escuela estatal número 7 de Ceilandia, Edney Freire, la labor de los agentes, llamados “monitores”, incluye asegurar que se no se pelee.
“Si por ejemplo hay algún tipo de fricción entre estudiantes, el monitor va a hablar con ellos y llama a los padres para solucionar el problema”, agregó.
Esto no siempre ocurre de forma calmada. En un video publicado este mes por el cibersitio de noticias G1 se muestra a agentes interviniendo en una pelea en el gimnasio de un colegio. En las imágenes puede verse a un policía golpeando a un estudiante en el piso.
En Ceilandia, un atestado vecindario de clase trabajadora en las afueras de Brasilia, la violencia contra los maestros no era el problema. Pero en las inmediaciones había narcotraficantes y podía verse a vagabundos consumiendo alcohol y drogas.
Cuando se supo que el centro entraría en el programa con la policía, muchos padres trataron de inscribir a sus hijos. Algunos llegaron dos días antes de la apertura del colegio y acamparon en el exterior para asegurarse una plaza.
Los alumnos deben formar en fila en el patio a diario, con los talones juntos, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y la cabeza mirando hacia adelante, a la bandera de Brasil de la escuela.
“Debemos preparar nuestro futuro a partir de hoy”, dijo Freire, el jefe policial, a los estudiantes mientras formaban un día reciente.
Durante su discurso, los agentes caminaban entre las filas comprobando la postura de los jóvenes y anotando los nombres de quienes incumplían alguna norma.
La directora del colegio, Adriana De Barros, dijo que la disciplina mejoró en apenas dos meses. Los delitos cometidos por menores también bajaron, agregó.
Adriana da Silva, madre Vitor, un estudiante de 17 años, dijo que era “impresionante” que, siendo abril, no hubiese recibido ni un solo llamado del centro para abordar la conducta del adolescente.
“Solía meterse en problemas. Ahora quiere convertirse en militar”, reconoció da Silva.