La primera vez que me vi delante de un bistec tártaro todavía era menor de edad y me lo preparó mi madre. Fue amor al primer tenedor. Ella me había advertido de que se trataba de carne de vaca cruda pero que el asunto estaba en los condimentos y, el rey de todos, la yema también cruda que venía arriba.
Los condimentos varían según quien los prepare – como la hamburguesa cabe de todo – sin embargo en esto es conveniente tener algún tipo de experiencia porque el condimento equivocado, o incompatible, lo hecha a perder. Porque lo mejor que tiene es que se trata de un plato que entra por los ojos y el color de la carne roja es capital en todo esto. Obviamente tiene que ser fresca y una vez mezclados todos los ingredientes el rojo tiene que mantenerse ahí, fresco, brillante, vivo…
Mi madre los servia aislados en el centro del plato y alrededor colocaba pequeños recipientes con mostaza de Dijon, salsa de tomate, alcaparras, cebolla picada, salsa inglesa (Yorkshire) y un poco de pepino. Sal y pimienta a gusto. Y después nosotros, divertidos y curiosos, íbamos mezclando todo lentamente, uno a uno, con la ayuda de un tenedor. Al final se le colocaba la yema arriba, se reventaba y volvía a mezclar.
(Hay que advertir que la carne roja cruda tiene sus inconvenientes por eso el origen tiene que estar bien controlado a causa de la salmonela).
Lo interesante, pese a los ingredientes todos ellos espesos, fuertes y olorosos, es que el bistec conserva el gusto a carne cruda pero sin provocar repulsa. Se desliza suave en la boca, se realza por lo picante de la mostaza de Dijon, y se ablanda por la yema del huevo. A mi me gusta tanto que una vez en París me pasé una semana comiéndolo una vez al día. Los franceses acostumbran a agregarle otro ingrediente, el aceite, apenas un par de gotas que, si bien es cierto que no destruye el concepto le da una tonalidad diferente.
Yo no le pongo aceite, me quedo con lo tradicional. Estuve muchos años sin prepararlo hasta que hace uno años largos ya (creo que todavía era el siglo pasado) en Miami se me ocurrió pedir en el supermercado que mi picaran carne de vaca al momento. El empleado me miró medio atravesado, y dijo que en el mostrador había carne picada por lo cual tuve que explicarle dos cosas, y lo recomiendo a todo el mundo. Que la forma de tener la carne lo más fresca posible es picarla al momento después de cortarla de la pieza, en el sentido de las líneas de la grasa, y que la carne picada para el tártaro no se pica como normalmente hacen, sino que hay que colocar la máquina de picar en la posición más fina de todas porque, sino, cuando se está preparando los pedazos se enrollan en el tenedor (que a nadie se le ocurra prepararlo con una cuchara, el tenedor sirve para aplastar pero también para separar la carne de los nervios que quedan y mezclar bien los ingredientes) y después hay que comenzar casi de nuevo porque se forma un reguero ya saben de qué.
Cuando lo probé estaba bueno pero no al punto como recordaba. Le faltaba sal. Resuelto el percance la cosa fue a su lugar y me quedaba la prueba mayor. ¿Qué pensarían los demás? Debo aclarar que tengo muy pocos amigos lo suficientemente salvajes para comer carne cruda. Pero en ese momento había uno que me pareció adecuado porque, entre otras cosas es periodista, aventurero, tan salvaje como yo y buena gente. Si se moría no me iba a atribuir la culpa. Además es serbio, lo cual entraña un cierto ADN salvaje adecuado a las circunstancias.
Es así como llamo al amigo Milan Balinda y lo convoco al cónclave culinario sin decirle nada. Se aparece y está todo dispuesto en la mesa. ¿Y esto? (Nosotros hablamos en español porque ni el entiende portugués ni yo el serbio) Carne cruda le digo. En Francia le dicen steak tártare. Ah, he escuchado y he comido. Es bueno. Milan se lo preparó solo porque se notaba que lo sabia, no era su plato favorito, pero colocando el asunto en el contexto de la salvajada que todos hacemos a cada rato, el asunto pintaba bien.
Le gustó y no se murió. Al terminar solo dijo: “Qué salvaje”. Era la idea. Le gustó tanto que al día siguiente hubo que repetir porque se me apareció en la casa sin avisar y tuvimos que correr al mercado a buscar más carne de vaca. Desde entonces en algunos viajes que hemos hecho por Europa hemos probado el tártaro siempre preparado con carne de res.
Pero ni siempre fue así. Aunque los franceses viven convencidos de que lo inventaron, el bistec tártaro tiene su origen en Mongolia y se preparaba con carne de caballo. Dudo que tuvieran mostaza de Dijon, pero algún ingrediente había en su lugar. Como la guía Michelinen esa época todavía no atribuya estrellas en las estepas mongolas no sabemos que misterioso ingrediente sería. Los mongoles eran gente ruda, guerrera, de cierto modo salvaje, no me extraña que por eso comieran carne cruda. El clima también ayuda, el frío natural permite una mejor conservación.
Aunque el que preparan en Francia está bien, mi bistec preferido lo sirven en un restaurante lisboeta llama Galeto, abierto en los años 60 del siglo pasado, un espacio de diseño moderno y avanzado para la época y que no ha cambiado un ápice desde entonces. El Galeto fue uno de los primeros llamados snack-bar que abrieron en Portugal. No hay mesas sino que todo el mundo come en una barra laberíntica y sentado en una angosta banqueta, pequeñas incomodidades que se olvidan al momento cuando lo primero que te sirven es un platico con tostadas, mantequilla, foie gras (el quinto alimento con más alto índice de colesterol del mundo), pasta de sardina y aceitunas.
Una de las características de la cocina portuguesa es la forma en que la sirven. Hay platos que se entregan al cliente directamente preparados y otros en que a la mesa llega una bandeja y el cliente se sirve por su cuenta. En el Galeto el bistec tártaro es una mistura de las dos. Y ni todos están autorizados a prepararlo.
Es toda una ceremonia. Un empleado trae el bistec con la yema arriba, los otros ingredientes aparte y los coloca delante de uno. Pero no lo prepara. Esa es una tarea que le toca a los cinco maître que por allí andan. El mío preferido es un señor ya mayor que se llama Rogério y que cuando lo conocí me contó que estaba allí desde que el Galeto abrió. La última vez que lo vi fue hace un año. Había llegado de Londres a la media noche, un vuelo terrible donde no sirvieron casi nada, un hambre monumental y decidí ir a por mi bistec tártaro porque, hay que precisarlo, el Galetoes para noctívagos y cierra a las tres de la mañana.
Este restaurante tiene una cosa interesante. Hasta las 7 y 50 en punto de la tarde el personal es exclusivamente femenino. Después de esa hora, entran los hombres – excepto los maître que están todo el día. Y después de las 10 de la noche los precios suben un 10%. Me explican que el personal masculino entra más tarde porque como se trata de un snack-bar, la onda es imponer un mayor respeto porque allí también sirven bebidas espirituosas y fuertes.
Pues Rogério estaba ese día trabajando y me preparó el asunto. Hay que explicar que la preparación puede tardar unos 10 minutos, se hace despacio, pero es también importante porque abre la oportunidad a la conversación. El maître comienza por preguntar si uno tiene alguna forma especial de preparar todo. En este caso, muy delicadamente y sin reventar la yema la saca de arriba del bistec, la pone a un costado del plato y comienza a mezclar los ingredientes. Y aquí viene el momento que considero es la clave de que el tártaro del Galeto sea el mejor del mundo: sustituyen la mostaza Dijon por otra, portuguesa, llamada Savora, menos agresiva pero igual de sabrosa.
Al final la yema vuelve arriba del bistec y viene algo que también caracteriza el Galeto. El maître revienta la yema con un cuchillo. Le imprime cuatro cortes pequeños, casi una punzada, y con la lámina entierra el huevo en la carne. Et voilá. Todo esto se sirve con una buena dosis de papas fritas crujientes y, recomiendo acompañado de un buen tinto portugués. Lo mejor es preguntar por el vino de la casa que sea de la región de Alentejo. Una incidental: para mi al bistec tártaro del Galeto solo lo supera, pero no mucho, el que sirven en Paris en el L’epouvantaille, a un costado de la plaza de la Bastilla. La diferencia es mínima porque le echan un tilín de mantequilla derretida. Les dije, las recetas son muchas.
Jorge R 09: El objeto rojo que aparece en el centro de la foto que acompaña a este trabajo es la carne.