La vida de Rebeca Hung merecería una novela. Comenzó desde muy niña en el arte y en más de sesenta años de carrera hizo casi de todo: bailar rumba, cantar, actuar en la radio y la televisión, incluso trabajar en un cabaret.
En Santiago de Cuba, donde nació en 1939 y falleció el pasado 21 de enero, su entrega y dedicación le ganaron merecidamente el cariño del público, de la gente de pueblo que la reconocía en la calle por su rostro achinado o por su voz, aun después de jubilarse. Entre sus colegas, bastaba decir su nombre, Rebeca, para sentir cuánta admiración cosechó en sus años en Tele Rebelde y en la emisora provincial CMKC.
Aun siendo actriz, no era una persona extrovertida. Por el contrario, tenía el recelo y la contención de sus ancestros chinos. Pero frente a las cámaras o el micrófono, era otra cosa. Emergían sus mil mundos interiores, el talento y la profesionalidad que le hicieron ganar el Premio Nacional de Radio, y entonces podía ser un niño, o una anciana, o una india, o una amante apasionada, o lo que fuera. No parecía haber límites para ella.
Hace varios años, tuve la suerte de entrevistarla para una investigación sobre la radio santiaguera. No fue fácil convencerla, pero finalmente pude hacerlo gracias a la ayuda de su hija Adelaida, también actriz y escritora radial. Ya en su casa, solo me pidió no traicionar uno de sus más queridos hábitos: el café. Y con la taza en la mano, apenas tuve que ponerle la grabadora delante.
De aquella conversación de casi dos horas, publicada como parte del libro La palabra en el aire (Fundación Caguayo–Editorial Oriente, 2014), extraigo algunos fragmentos para recordarla, para descubrirla ante quienes, por la distancia o el tiempo, no llegaron a conocerla.
¿Cómo empezó usted en el arte?
Yo empecé en la actuación desde preescolar, recitando poesías, bailando, me convertí en la artista de la escuela. Y parece que mi mamá vio que yo podía dar algo más. Empezó a llevarme a concursos, a programas de radio, y comencé a ganar premios. Una vez en CMKC por poco me caigo de la silla bailando, porque tenían que poner una silla para que yo llegara al micrófono. Mi mamá tuvo que correr y sujetarme, porque en el momento que yo empezaba a bailar no sabía ni dónde estaba.
Luego, cuando tenía seis o siete años, me llevaron a La corte suprema del arte. Mis padres aprovecharon que mis abuelos iban a una gestión a La Habana y me mandaron con ellos. Mi abuela llevaba una jaba de mangos bizcochuelos escogidos, gigantes, verdes, para que se maduraran en la capital, y solicitó ver a Amado Trinidad, que era el dueño de RHC Cadena Azul. Cuando él vio esa jaba de mangos le dijo que, aunque el programa no era de niños, iba a dejar que me presentara como invitada. El teatro era grandísimo, y a la hora de actuar mi abuela me puso un trajecito de rumbera y un collar de perlas que ella tenía. Pero cuando yo empiezo a bailar ya no soy Rebeca, y parece que el collar se me enredó en el pelo y se me rompió, se hizo leña…. Pero yo igual seguí bailando. Cuando regresé a Santiago, ya era famosa por La corte suprema del arte.
¿Y cuándo empezó a trabajar en la Cadena Oriental de Radio?
En la Cadena Oriental me presenté primero en concursos, cantando tango, bolero, con diez o doce años. Ahí tenía que competir nada menos que con la Lupe, que todavía era Lupe Yolí, que era buenísima, pero además, como era por aplausos, cuando decían: “ahí viene la Yolí”, toda la gente de Los Hoyos que había ido con ella la aplaudía muchísimo. Pero es verdad que era la mejor.
Luego pasé a La santiaguera, que era el único programa dramático que se oía en mi casa, un programa de crímenes pasionales, hechos sangrientos, robos. Como yo oía: “Dirección, José Ángel Serra”, me presenté en la Cadena Oriental y dije que quería ver a Serra. Fui a escondidas de mi padre, en séptimo grado, y convencí a Serra de hacerme una prueba. Eso sí tuve que decírselo a mi mamá, porque en esa época se tenía a las hembras aguantadas, y los chinos peor. Al otro día, Serra se sentó en el estudio y me hizo hacer de niña, de bebé, me hizo inventar cosas: una argentina, una mexicana, una vieja, y todo se lo hice. Entonces le dijo a mi mamá: “Usted lo que tiene es un diamante sin pulir”.
Estuve nueve meses yendo al programa, y después me evaluaron. Tuve que hacer una escena de amor, un monólogo; ponerle las pausas, la transición, porque venía sin nada de eso, y no tuve problemas. Para poder trabajar tenía que ser mayor de quince años, y yo tenía trece o catorce, pero mi mamá me dijo que no me preocupara, que todo estaba resuelto. Cuando me dieron el carnet de la emisora me vine a enterar de que me había puesto un año de más.
Luego, cuando la Cadena Oriental se fue para La Habana, me quedé en Santiago trabajando con un grupo de actores dirigidos por Rolando González, haciendo cuentos, teatros, en otras emisoras más pequeñas. En ese grupo empezó Adolfo Llauradó, que estudiaba conmigo y que me había ayudado a practicar cuando La santiaguera. Así estuvimos, hoy en Radio Santiago, mañana en el Circuito Oriental, después en Radio Valpín, hasta que triunfó la revolución.
¿Y cómo llega al cuadro dramático de CMKC?
Yo soy fundadora de ese cuadro dramático. Como yo tenía mi carné de artista y veo que empiezan a formar el cuadro después que intervienen CMKC, pues me presenté enseguida. Me hicieron una prueba, y así empecé con Antonio Lloga, con su esposa Carloly Domínguez, Rolando González, Irene Guerra, Enrique González del Real… Como éramos pocos, tenía que doblar: hacía de joven y de vieja, de mamá y también de niño en el mismo programa. Esa fue una época de mucho sacrificio, trabajábamos hasta de madrugada…
En el cuadro dramático he hecho casi toda mi vida. Hubo momentos en que vivía más en la emisora que en mi propia casa. He tenido la suerte de trabajar con artistas como José Soler Puig, como Yolanda Guillot, como Maricela Carbonell, como Alejandro Quiroga, como Jorge Luis Colomé, a quien considero uno de los mejores actores de la radio cubana. Me gustaba mucho trabajar con él, es ese tipo de actores que te transmite seguridad, confianza. A veces yo iba a improvisar algo y él no me cortaba, como si adivinara. Nosotros improvisábamos, porque uno siempre no puede circunscribirse a lo que pone el escritor…
Ya que habla de la improvisación, ¿qué métodos utilizó usted en su carrera como actriz?, ¿qué le recomendaría en este sentido a un actor que comienza?
Tú tienes que nacer con el arte, eso no se aprende en ningún sitio, pero tienes que desarrollarlo, y la misma vida es la mejor escuela. A veces yo estaba en la calle y me paraba en un bordillo, porque sentía a alguien que se estaba riendo y quería ver por qué se había reído así. O me paraba entre tres o cuatro niños cuando se ponían a hablar, a oír sus frases, sus juegos. Por eso gané muchos premios con personajes infantiles. Cuando a mí me hablaban de un personaje, empezaba a buscarlo en la calle, a imaginarme cómo era, hasta que lo tenía. Todavía a veces veo a alguien y pienso: “ay, qué personaje más bárbaro”, porque aunque ya no esté trabajando, no puedo desprenderme de eso.
La actuación no es solo leer. Tienes que concentrarte en lo tuyo, en tus escenas con los otros personajes, interiorizar lo que dice el libreto… Cada palabra tiene un fondo. Si dice “risa”, ¿cómo tú crees que debería hacerse? La risa hay que irla preparando: si sabes que debes reírte en una escena, empiezas a medio sonreír desde la palabra anterior, para que te salga natural; eso no puede ser forzado. Mientras más lees tus escenas, en diferentes momentos o con otra persona, puedes encontrarles cada vez más detalles, y así prepararlas mejor.
En tantos años de carrera dramática, ¿cuáles personajes recuerda con más amor, con más satisfacción?
Es que son tantos… Yo hice teatros, cuentos, novelas, y eso era a diario. También trabajé como actriz en Tele Rebelde, cuando el canal estaba en Santiago. Ahí hice, por ejemplo, la Casiguaya de Doña Guiomar. Así que si me preguntas cuál personaje me gustó más, te voy a decir que a todos les di un pedacito de mi vida. Aunque siempre hay unos que se te quedan más que otros. De las últimas cosas recuerdo, por ejemplo, la Rosa Aponte de Orgullos y sombras, una novela de Marcia Castellanos. También tendría que hablar de Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera, o de María Dominga, la madre de Guillermón Moncada, en un radioteatro de Raúl Ibarra Parladé.
Uno que no se me puede olvidar es el de La gata de los pinares, un personaje que hizo Lloga pensando en mí. Él escribía para los actores, sabía lo que tú le dabas, y cada vez que te decía: “tal personaje va a ser el tuyo”, ya el traje te venía a la medida. Cuando La gata… llegué hasta a cogerle miedo. Se puso a preguntarme cómo me gustaban a mí los hombres, y un día hasta me persiguió. Llegué a pensar que me estaba enamorando, pero todo eso lo hacía para sacarme el personaje. Me dijo que la gata era una persona horrible, que tenía todo el cuerpo quemado, y entonces tuve que buscar un motivo. Me dije: “mi mamá estaba hirviendo ropa en una lata, y yo me acerqué y la lata se viró, por eso me quemé”. Entonces él desarrolló eso. Tiraba fotos por los montes, y me decía: “tu casa es esta” para que ya me la fuera imaginando. Así era con todas sus novelas.
Usted tiene una gran satisfacción en sus hijos. ¿Cuánto tuvo que ver en que algunos se decidieran por la radio?
En nada, la verdad. Ellos estaban en la emisora desde niños, prácticamente crecieron allí, les decían los chinitos de Rebeca. Lloga los cogió y los puso a trabajar en el noticiero infantil; también actuaban. Una vez fui a ver lo que estaba haciendo Lloga con mis hijos y me asombré muchísimo. No pensé que lo fueran a hacer tan bien. Fue algo natural.
Con ellos sí hice algunas cosas en el barrio, cosas cómicas y espectáculos patrióticos también, pero yo no les inculqué nada. Así y todo, los tres varones míos saben de música, y Adelaida empezó como yo: ella baila, canta, y ha ganado varios concursos. Pensé que lo de la radio iba a ser solo de muchachos, pero ya ves… Ahora en la emisora está Arturo, y también Adelaida, que tiene varios premios como escritora y como actriz. Yo trato de ser un ejemplo para ellos, los aliento, pero también los critico. Es como único puedo corregirlos.
¿Cómo se siente por haber recibido el Premio Nacional de Radio?
Ese premio es muy importante y lo agradezco mucho. Lo agradezco, porque para recibirlo hay que calar hondo. Al final, la gente de Santiago, los oyentes, son los que saben si mi trabajo ha tenido valor o no. Tú puedes estar cincuenta años trabajando y no servir para nada. En cambio, si amas lo que haces, y tratas de hacerlo mejor cada día, terminas recibiendo el cariño de la gente. Yo misma pedí la jubilación, y eso me ha golpeado: cuando oigo las novelas quisiera estar ahí. Eso no me lo va a quitar nadie. Después que me jubilé, incluso, entregué la chequera y seguí trabajando un tiempo. Si ya no lo hago es porque no puedo, si no todavía estaría metida en un estudio.
No hace mucho me topé con un vendedor de zapotes y me paré a comprarle. Le digo: “pícamelo, que ya estoy cansada de que me estén dando zapotes buenos por un lado y malos por el otro”. Entonces él lo picó, y como no estaba malo voy a comprarlo; pero cuando le voy a entregar el dinero me dice: “Rebeca Hung, cará”, y le pregunto: “¿De dónde tú me conoces, tú estudiaste con mis hijos?” Y dice: “no, quien no conozca a Rebeca Hung en Santiago de Cuba, no es santiaguero”. Eso es muy grande.
Siempre he dicho que yo simbolizo al pueblo santiaguero, a mi ciudad; tengo ese orgullo. Entonces mi Premio Nacional es también un premio para Santiago. Esa es una satisfacción que no sé manifestar, porque hay cosas que no expreso de la forma en que otros lo harían. Lo mío es callado. De por sí los chinos somos un poquito callados. Eso es lo que me pasa a veces, que los sentimientos me ahogan y no quiero expresarlos, porque a veces me da hasta pena de que se enteren de lo que yo siento.