A Juan Gualberto Gómez, José Martí lo llamó “joya grande” y “hermano mulato”. No son elogios gratuitos de quien ha resumido como nadie la integridad de Cuba.
Martí descubrió en él no solo un amigo incondicional y un hombre culto que supo forjarse a sí mismo a pesar de haber nacido hijo de esclavos, sino un independentista cabal, un patriota íntegro en quien confiar para la organización de su empeño mayor: la Guerra Necesaria.
Juan Gualberto (Ingenio Vellocino, Matanzas, 1854-La Habana, 1933) dedicó gran parte de su vida al servicio de Cuba y lo hizo no solo como conspirador revolucionario en la colonia –algo que le costó ser deportado y encarcelado– y como congresista ya en la República. También como periodista.
En los ajetreos periodísticos se inicio en la década de 1870 en Francia. A París había ido a estudiar para ser carruajero, pero para poder costear su estancia terminaría convirtiéndose en corresponsal de diarios de Suiza y Bélgica, en los que pulió el oficio.
De regreso en Cuba, y ya vinculado a Martí y la organización de la llamada “Guerra Chiquita”, en 1879 fundaría su primer periódico: La Fraternidad. Desde sus páginas abogaría por la igualdad y la integración entre los hombres más allá de su raza, y por abolir los prejuicios y discriminaciones basados en el color de la piel, un empeño al que dedicó muchos de sus textos y por el ganó celebridad como polemista.
Años más tarde crearía otros periódicos, como La Igualdad y La República Cubana, y colaboraría con diversas publicaciones dentro y fuera de la Isla, entre los que se cuentan La Tribuna, El Progreso, El Pueblo, El Fígaro y Bohemia. A esta última, cuenta Ciro Bianchi, iba personalmente a entregar sus artículos ya al final de su vida, desde su casa en Mantilla y en transporte público. Y aun cuando no tuviera en caja para pagarle, por la difícil situación que atravesaba Cuba en ese entonces –hacia el final del machadato–, el director de la revista pedía dinero prestado para que el veterano e ilustre periodista no tuviese que marcharse con los bolsillos vacíos.
Acerca de su estilo, Bianchi asegura que era “suelto y claro”, al tiempo que poseía “un poder de síntesis extraordinario, que le permitía decir todo lo que quería sin extenderse innecesariamente”. Además, asegura, que quienes lo acompañaron en sus empresas periodísticas, “hablaron acerca de un director que sabía exigir y enseñar a sus subordinados” y que “no era raro” que estos “le tiraran de la lengua para que Juan Gualberto convirtiera en cátedra el local de la redacción”.
Como muestra de ello, les dejo entonces uno de sus textos, el artículo “La Revolución del 95”, publicado en la edición del 20 de mayo de 1902 en El Fígaro. En sus párrafos analiza, con apenas pocos años de distancia, lo sucedido en la campaña independentista que él mismo ayudaría a organizar, se opone a la “soberanía mutilada” por la intervención estadounidense y llama a defender con su práctica las “ideas directoras” de Martí.
Ese fue justamente Juan Gualberto Gómez: alguien que honró sus palabras con su propio accionar, que encausó su periodismo y su vida para hacer de Cuba una tierra de libertad, justicia e igualdad, y que ha merecido el respeto y la admiración no solo del gremio periodístico –que ha dado su nombre a dos importantes lauros–, sino de todos los cubanos.
***
La Revolución del 95
La paz del Zanjón no fue considerada por la mayoría de los partidarios de la independencia cubana más que como una tregua. Por eso, a poco de haberse celebrado el famoso pacto, volvieron a iniciarse los trabajos de conspiración contra la soberanía española, revelándose los esfuerzos de los separatistas principalmente en el levantamiento de agosto de 1879, que dio lugar a la llamada guerra chiquita, en las expediciones de Bonachea y de Limbano Sánchez, y en las dos grandes tentativas invasoras que prepararon entre 1884 y 1886 los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo. La guerra chiquita terminó desventajosamente para sus iniciadores, no sólo porque no llegó a tiempo para dirigirla su caudillo ilustre, el general Calixto García, sino también porque era prematura: la tierra cubana hacía poco que se había desangrado considerablemente; estaba cansada aún, y, como la heroína de Campoamor, necesitaba algún tiempo de reposo. Las expediciones de los malogrados Bonachea y Sánchez tuvieron trágico desenlace, y los intentos de los generales Gómez y Maceo culminaron en un fracaso, porque era equivocado el concepto bajo el cual se concibieron, concepto que consistía en importar la revolución a un país que disfrutaba de paz completa, y en el cual el espíritu público no se había preparado por nadie para recibir a los invasores.
El movimiento revolucionario de 1895, puede decirse que se organizó aprovechando la experiencia de cuantos le precedieron. Por eso, tanto en sus ideas directoras como en sus métodos, hay originalidades, que revelan en José Martí, que los concibiera, las condiciones envidiables del estadista previsor y del genial conductor de pueblos, ideas directoras y métodos en que parecen haberse condensado las lecciones que se desprendían de las anteriores tentativas revolucionarias de Cuba, y que, de ser observados escrupulosa y tenazmente en todo el período en que media desde el 24 de febrero de 1895 al relevo de Weyler, quizás hubieran producido para este país resultados más ventajosos, más en consonancia con el heroísmo de sus hijos y con sus anhelos y derechos. Exponer las características de las ideas directoras impresas a la revolución del 95 por el ilustre Martí; explicar los métodos que recomendó y que observó hasta la funesta jornada de Dos Ríos; establecer la desviación que la muerte del Apóstol ocasionó en el plan general que se propusiera seguir, y encontrar en esa desviación la causa primera de que los resultados del movimiento iniciado en Ibarra y Baire no sean los que debieron ser, puede resultar tarea interesante en esta hora singularísima de nuestra historia.
Lo primero que se nota, cuando se examinas el carácter de la propaganda de Martí, así cuando inició los trabajos para constituir el Partido Revolucionario como durante los tres años en que, a su frente, dirigió la conspiración por la independencia, es el cuidado exquisito que lo mismo en sus palabras que en sus actos pone el propagandista incansable en despojar a la obra revolucionaria de todo aspecto de enemiga irreconciliable hacia el español y de odio a España. “Cuba debe ser libre; Cuba tiene derecho a ser independiente; Cuba ha llegado a la mayoría de edad y necesita emanciparse; la dominación de una monarquía vetusta no puede subsistir ya en una joven tierra americana, digna de gobernarse a sí misma”; ésas son afirmaciones en que se basa la razón de ser del Partido Revolucionario Cubano, que se lanza a la pelea al grito de ¡Viva Cuba libre!; pero que se abstiene, por reflexiva voluntad, de gritar como en otras ocasiones, ¡Muera España! La diferencia es esencial. En la proscripción de este grito, va envuelto el sentido de toda una política nueva. Ya no se trata de expulsar para siempre a los españoles de la isla, ni de hacer de ella la eterna enemiga de España. Se trata de derrocar un régimen caduco, nada más, y para ello se procede de tal modo que sea posible hasta el concurso del propio español, al que se promete que la tierra redimida por el esfuerzo de sus hijos, será para todos los que habiten y quieran hacerla su patria.
Esa es una de las ideas directoras del movimiento de 1895, idea cuyo alcance se comprende en el acto, cuando se descubre que está enlazada íntimamente con el propósito firme alentado por el gran Martí, y que compartía el gran Maceo, de procurar a todo trance que la república por la cual iban a luchar fuera eminentemente latina, naciera sin compromiso con nuestros vecinos sajones y afirmara su existencia principalmente en la solidaridad con la América española. Muchos otros planes revolucionarios se habían meditado, que descansaban exclusivamente en el concurso eventual de los Estados Unidos, y hasta que tenían como fin último la incorporación de Cuba a dichos estados; la revolución de 1895, al contrario, se organizó obedeciendo a principio del todo opuesto. Cuantos han podido penetrar en los secretos de su preparación, saben que Martí confiaba en que, al mostrarse potente el movimiento revolucionario – como se mostró, por ejemplo, a raíz de la maravillosa invasión – pudiera producirse una mediación amistosa de todas las repúblicas sudamericanas, que interponiéndose entre Cuba y España, invocando los grandes intereses de la raza, de la civilización y de la humanidad, pusiese término a la guerra, reconociéndose la independencia de Cuba con ventajosas concesiones hechas a España.
Las dos grandes ideas directoras del movimiento de Ibarra y de Baire fueron, pues, la de despojar a la revolución de todo sentido de irreconciliable enemiga a España o a los españoles, y la de evitar en lo posible la intromisión de elementos de otra raza en una contienda que tenía por objeto crear una república latina más, y no acrecentar en América la influencia y el poderío de los sajones.
Los métodos adoptados para realizar ese pensamiento, tenían, por fuerza, que ser distintos a los que se observaron en otras tentativas revolucionarias. Martí contaba principalmente con el pueblo cubano sólo, por lo que sintió la necesidad de contar con él. Únicamente a Cuba y a los cubanos confiaba la empresa; pero, por lo mismo, a todas las clases sociales, a todos sus elementos componentes había de dirigirse y se dirigió. La caja del Partido Revolucionario no se formó con capitales extraños, ni con donativos de unos pocos, sino con la patriótica contribución de ricos y pobres, de todos cuantos se dispusieron a ofrendar a la patria una parte de su haber. Esto era consecuencia lógica del propósito de que la revolución no fuera la obra de un grupo, sino un movimiento nacional, propósito del que nació también la firme resolución de que el Partido Revolucionario cubano no intentara importar la guerra a Cuba, quisiérala o no la Isla, sino que se dispusiese a cooperar a los esfuerzos que para su emancipación hicieran los que en Cuba vivían. “No imponemos a la isla nuestra voluntad; – escribía constantemente Martí a los conspiradores de la isla-; estamos para servirla, no para mandarla. Surja cuando quiera, e iremos en su auxilio con los medios que hemos preparado. Si quiere esperar nuestra conjunción, se la prometemos eficaz; si no quiere esperarla, surja sola, que correremos a secundarla en el más breve tiempo posible.”
Señalados los matices que distinguen la revolución de 1895 de cuantas la precedieron, conviene explicar por qué sus resultados no han correspondido a las esperanzas que se pusieron en las ideas directoras y en los métodos propagados y recomendados por el fundador eximio del Partido Revolucionario cubano. La sinceridad obliga a consignar que la muerte de Martí dio al traste con la mayoría de sus proyectos, que descansaban, en gran parte, en sus condiciones y prestigios personales. Muerto él, ningún otro cubano pudo pensar seriamente en el concurso eficaz de la América latina, porque aunque algunos contaban con relaciones aisladas en ésta o aquella república hispanoamericana, ninguno alcanzaba la general influencia que en todas tenía el mártir de Dos Ríos. A más que esto, en la conciencia del Partido Revolucionario no se había infiltrado lo bastante – porque para ello no se había presentado ocasión ni tal vez fuera oportuno provocarla – la idea de que era preciso aquel concurso; así es que residiendo en los Estados Unidos el núcleo principal de los revolucionarios emigrados, y no cuidándose nadie de señalar el peligro de la ingerencia yanqui, el espíritu de la revolución se desvió de su cauce primitivo, y llegó un momento en que todos los elementos cubanos del exterior volvieron los ojos a la Unión americana. La delegación de New York, desde luego, en ella puso buena parte de sus esperanzas, y como el gobierno revolucionario no tuvo jamás lo que pudiera llamarse una política internacional, llegó la intervención de los Estados Unidos sin que ni la delegación ni el gobierno pudiesen obtener la menor garantía de que se hacía para cumplir los fines todos de la revolución. Cierto es que el acuerdo conjunto de 20 de abril de 1898 parecía explícito y franco, y podía ser tomado como un reconocimiento expreso de que esos fines serían cumplidos por la intervención; pero ese acuerdo conjunto no fue resultado de un pacto; así es que descansaba únicamente en la lealtad del pueblo que lo adoptó, descansaba tan sólo en el honor de la nación americana, y los hechos posteriores, sancionando las lecciones de la historia, han venido a demostrar que en sus relaciones con los pueblos pequeños, las naciones grandes no siempre se mantienen dentro de los principios del honor y de la lealtad.
Tal vez sea prematuro formular un cargo a los directores de la revolución por su conducta frente a la intervención. Quizá cuando llegue la hora de depurar, ante el tribunal de la historia, las responsabilidades, demuestren aquellos directores la procedencia de esa conducta. Pero sea lo que fuere, resulta indudable que con ella se desvió el sentido del movimiento que Martí preparara y organizara, y que en esa desviación está la clave de la grave herida que sufre en este momento el ideal de la independencia absoluta de la patria cubana, por el cual se ha sacrificado lo mejor de nuestra generación. Ni la delegación de Nueva York ni el último gobierno revolucionario, parecieron ver el peligro de la intervención sin condiciones. Al contrario; cuando los amigos de Cuba presentaron al principio de 1898 en el Congreso de los Estados Unidos una proposición pidiendo el reconocimiento de los cubanos como beligerantes, el delegado señor Estrada Palma hizo saber, desde la Florida donde se encontraba, que la beligerancia no bastaba, y que lo que se necesitaba era la intervención. Y en cuanto al gobierno revolucionario, una vez que ésta se acordó por el Congreso americano, primero toleró, y después ordenó, en circular del Secretario de la Guerra, señor Méndez Capote, que las fuerzas cubanas se pusieran a las órdenes de las de los Estados Unidos, sin exigir garantías ni obtener siquiera explicaciones respecto a la acción ulterior del gobierno de la Unión.
Posible es que todo ello resultara sin culpa de nadie; pero lo que parece indudable es que en todo el tiempo que durara, la revolución no confió nada a la acción política y diplomática, que por tanta parte entraba en los planes de Martí. Con la perfecta intuición del estadista, el primer delegado del Partido Revolucionario tenía el propósito de utilizar los triunfos de las armas cubanas para robustecer su gestión política, lo mismo cerca de España y de los españoles de la isla, que cerca de los gobiernos de América. Tal pensamiento murió con el Apóstol, ya sea por la fuerza de las circunstancias, ya sea porque no lo creyeran viable los que le sucedieron en la dirección del empeño revolucionario, lo mismo dentro que fuera de Cuba. Todo se consagró a la empresa de conquistar el apoyo de los Estados Unidos, sin ver que ese apoyo, falto de contrapeso de los demás pueblos americanos, podía transformarse en el más grave de los peligros que habría de correr el sagrado ideal de la independencia.
Sería pueril traer estos hechos a la vista, si se hiciese con el ánimo de recriminar. Pero si se tiene en cuenta que el abandono de los propósitos y métodos que alentara el fundador glorioso del Partido Revolucionario cubano, nos ha traído a la situación intermedia en que nos encontramos, pudiera tener eficacia recomendar que a ellos se volviese para proseguir –en la senda de la paz, y con los medios políticos y diplomáticos – la obra que se iniciara el 24 de febrero de 1895 por medio de las armas, y que nadie puede creer de buena fe que termina con la instauración del régimen que ahora se inaugura. La era de las revoluciones sangrientas debe darse por terminada en Cuba. Nadie debe pensar entre nosotros en motines y revueltas. Sólo si se intentara por los extraños atentar a lo que nos queda de libertades y de derechos, y a la semiindependencia que nos deja el malhadado apéndice constitucional, sería justificada la suprema y desesperada apelación a las armas, para defender los restos de nuestro patrimonio y de nuestro decoro. Pero más que nunca hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo en las evoluciones de nuestra vida pública las ideas directoras y los métodos que preconizara Martí, cuando su genio previsor dio forma al sublime pensamiento de la revolución. Hay que llevar otra vez las aguas revolucionarias al cauce de que la desviaran la impericia o la mala fortuna de los hombres, o el poder de acontecimientos fortuitos. Para ello, importa mantener vivo en el país el sentimiento de sus derechos y la conciencia de sus históricos deberes, poniendo, a la par, el oído atento a los ruidos del mundo, y las miradas fijas en los sucesos que se desarrollan más allá de nuestras costas, lo mismo en el viejo que en el nuevo continente, para aprovechar todas las oportunidades que se presenten a fin de gestionar y recabar el pleno goce de nuestra soberana independencia. Unidos cordialmente los habitantes de Cuba, sin distinción de origen, alrededor de ese programa eminentemente nacional; observando escrupulosamente las obligaciones que no supimos a tiempo resistir y que, aunque impuestas de hecho, legalmente parecen contraídas por nuestra voluntad; evitando todo pretexto a mayores demandas con la dignidad de nuestra vida interior; declarando nuestra confianza en la justicia, mejor informada, del propio pueblo americano que ahora nos despoja – podemos esperar la reivindicación de nuestros derechos totales, y realizar al cabo el ideal sagrado de que Cuba sea en verdad la patria independiente de sus hijos y de cuantos como patria la adopten –. Si no hacemos eso, si no volvemos a practicar lasa doctrinas y a observar los métodos del Apóstol, su obra quedará incumplida, y sobre los apáticos, los cobardes o los viles caerá la eterna maldición de la historia, suprema distribuidora de premios y castigos, y que a cada cual donará lo que le corresponda.