Hay algo, aún desde la distancia absoluta, que yo admiro en El Ciervo Encantado: su rigurosidad, ese sólido iceberg de conocimiento sobre el que actúan. Con el ropaje inservible que desechan, se visten no sé cuántos grupos de teatro en Cuba. Allí, donde ellos apenas comienzan, no muchos terminan.
Pero lo que los hace familiar no es el rigor o la disciplina (yo carezco de ambas). Lo que los hace familiar es el modo, sensorial, en que interpretan a los origenistas, una conexión que antecede la palabra. Naturalmente, hay un afluente poderoso, que por lo pronto podríamos llamar lo cubano, y que supone una búsqueda. Es decir, hurgar. Es decir, tantear en lo oscuro. Preguntar qué dice, qué hay, qué se cuenta detrás del cuño oficial de la nación.
El Ciervo… hace las lecturas más honestas de Esteban Borrero, del regordete Lezama, del viejo Ortiz, de La isla en peso, que es un poema que a mí no me gusta para nada, me parece infinitamente menor a Vida de Flora, pero que es un poema central, un poema que no podemos desechar únicamente porque no sea de nuestro agrado.
No todo es agradable en El Ciervo Encantado, por suerte. Uno sale, como norma, golpeado de sus puestas. Nelda Castillo dice que hay muchos actores que no resisten el entrenamiento inicial, las condiciones mínimas exigidas para integrar el grupo, lo cual, por otra parte, significa incorporar una filosofía. Hay espectadores que tampoco resisten.
Yo, entregado al ocio las más de las veces, olvido que hay un centro rector, un socavar en lo posible. Menos mal que El Ciervo Encantado no olvida, me digo. Ahora, en su nueva y cómoda sede, ubicada en 18 y Línea, Vedado, la tercera generación de este grupo enterró bajo el escenario la máquina de escribir de Severo Sarduy.
El santo Severo, con su gesto grácil, quien en medio de tanta palabrería acuñó la importancia de lo acústico. Severo, que escribe con el oído. Severo, que se sabe una nota al pie del continente Lezama, un punto en el diagrama cósmico, aunque yo creo que Severo es más que una nota al pie, y que es también, por sí mismo, un planeta sobre el que todos nosotros podríamos girar.
El continente Lezama, sobra decirlo, sigue ahí. Virgen. El Ciervo… es de los pocos que se asoma. Con una linterna y sin compañía. Nos dice lo que puede, pero se asoma. Allí donde algunos, a lo sumo, tiran fotos aéreas, El Ciervo… entra a pie, a ras de suelo, desaprendiendo. Claro que descubrir Lezama es una empresa que ningún rey pretende sufragar.
Hace dos semanas, en la nueva sede, el grupo presentó Un elefante ocupa mucho espacio, obra infantil ya antológica. Aparentemente, no tiene que ver con este pálpito de dolor que es la absoluta vastedad de los orígenes. Pero en el teatro de El Ciervo… las apariencias no existen. Los niños brincaban de alegría y de furor, hiperquinéticos, asustados y curiosos. Nelda Castillo sabe algo. Sabe que la memoria no es la historia.