Aunque inició su carrera con el alquiler de rústicas casas de campaña, la industria del campismo en Cuba evolucionó con rapidez para ubicar sus instalaciones en sitios estratégicos de las costas, ríos y paisajes con agua en sus cercanías.
Y, si bien el campismo no es un invento cubano, para los nacidos en la Isla dichos locales poseen connotaciones afectivas, fomentadas por las varias generaciones engendradas en sus literas y a lo largo de tres décadas.
Por años, especialmente los del período especial, las bases de campismos se convirtieron en los hoteles de los cubanos que vivían en Cuba, sitios donde pasar semanas junto al mar, fuera de la casa y las rutinas del trabajo. Allá se iban las familias completas, con perros incluidos, para huir del calor y del pueblo, sin sospechar que, tras las cercas perimetrales, hay la misma temperatura y asignan nuevos vecinos todos los domingos y jueves.
El campismo es el sitio que reservamos con meses de antelación —como un hotel cinco estrellas—, pagamos a precios económicos —como alquiler de segunda—, y terminamos por defender de otros campistas —como si de un cuarto solariego se tratase.
La odisea comienza desde la misma reservación en la cual se trata siempre de asegurar la mejor oferta, con transporte incluido. Luego pasa por los preparativos y el acopio (panes, peces y cómo multiplicarlos), la recogida del equipaje y los olvidos de última hora: el peine, el desodorante, el espejo, la trusa o la máquina de afeitar. Eso sí, una vez la mochila armada, entre las pertenencias de un campista hay de todo.
En un segundo plano está el viaje, esas horas sobre el ómnibus o en el transporte de turno que hemos conseguido porque en la guagua —cosa extraña— no cupo la mudada que preparó mamá para una semana de vacaciones.
Mas, el mejor momento del campismo es cuando entendemos que, fuera del ambiente, poco ha cambiado.
No importa que exista el restaurante: las madres y abuelas seguirán cocinando spaguettis, y hasta frijoles, en las ollas cargadas desde el hogar. Los padres y abuelos, que soñaron con hacer vida de naturaleza y tumbarse a la sombra para una datica de dominó o unos tragos, jamás tendrán tanto trabajo vigilando a los mocosos en el agua, o sin perder de vista a la niña que recién cumplió 15 aunque parece de 20. También está la parejita que esperó pasar días enteros en la cabaña y se verá interrumpida cada dos segundos por las pelotas de los chicos contra la puerta, los regaños de los padres o los amigos que han decidido darles la sorpresa.
No, en el campismo nada cambia, pues resulta apenas la prolongación del barrio, pero sin las comodidades de la casa: con pregones a las 7:00 am, vendedores de maní, aguacates, tamales y pescado fresco; con vecinos parlanchines, tangas reveladoras y maridos celosos, colas desesperantes, alguna pista de baile que funciona de noche, malos espectáculos humorísticos y escasa comunicación con el mundo exterior.
Siete días después, solo los niños se marchan plenamente felices del campismo. Ellos sí han conseguido lo que esperaban: mucho sol, playas y piscinas, horas completas al aire libre, alguna que otra excursión, comidas a deshora y una sarta interminable de amigos que ningún padre consigue explicarse de dónde han podido salir.
Para entonces ya habrá pasado una semana. Usted estará mucho más moreno, habrá dormido menos de lo planificado y olvidó afeitarse. Seguramente habrá perdido algo en el campismo y conversado con otros cien perfectos extraños con los cuales convivió todo ese tiempo, y a los que, en algunos casos, ya llama por su nombre.