Para los habaneros no hay sitio más icónico y entrañable que el Malecón. Puede que los visitantes prefieran la belleza del Capitolio, o el pintoresco entorno del centro histórico, o la monumentalidad y el simbolismo de la Plaza de la Revolución, pero para quien nació o ha vivido en La Habana nada puede igualarse al añejo muro que sirve de frontera entre la ciudad y el mar.
El Malecón es mucho más que la tantas veces repetida postal de una pareja que contempla abrazada la puesta de sol desde su porosa superficie. O la del imbatible faro del Morro en la distancia, mientras un barco cruza la entrada de la bahía. O la del oleaje furioso que salta el concreto y baña de golpe a un antiguo automóvil que corre por la avenida. Es eso, sí, pero también miles y miles de imágenes menos turísticas, más cotidianas, que se entrecruzan día tras día, y que fueron abruptamente cortadas por la pandemia.
Las imágenes de los curtidos y persistentes pescadores, que no descansan en su porfía personal con sus pretendidas presas. Las de familias y amigos que hacen campamento en el muro y dejan atrás las horas y las preocupaciones diarias de la vida. Las de padres amorosos que llevan a sus hijos a descubrir el horizonte y a disfrutar de la refrescante brisa marina. La de vendedores ambulantes y músicos de esquina que intentan conquistar a citadinos y visitantes para ganarse honradamente los frijoles. Las de jóvenes y no tan jóvenes que trotan a lo largo de la roída acera, bautizados por las salpicaduras.
Imágenes como estas, y como muchas otras, con edificaciones derruidas o restauradas como escenografía, se han repetido durante años y años en el Malecón habanero. Muchas de ellas no han sido quizá guardadas en una foto, pero sí en la memoria de quienes las vivieron, de los hombres y mujeres que han vuelto a repetirlas cada vez que han podido. Y ahora, esas imágenes y sus protagonistas han regresado a la célebre construcción, una vez levantado el veto a su disfrute por las autoridades de la capital cubana.
Gracias a ello, y a la mejoría de la situación sanitaria en la ciudad, el Malecón ha vuelto a ser “el sofá más largo de Cuba”, el sitio preferido por amigos y enamorados, el de los pescadores empedernidos y corredores silentes, el sitio más romántico y democrático de La Habana, donde todos caben y todos se dejan seducir por la belleza y el magnetismo del lugar. Y aunque por ahora el acceso sigue teniendo un horario limitado, muchos sueñan ya con volver a pasar allí las madrugadas y ver salir el sol frente al mar, mientras La Habana, a sus espaldas, termina de sacudirse las sombras de la noche.
Lo jodido de todo esto es que muchos no son habaneros son gentes de toda la República que se vino a vivir a la Habana en busca de mejor vida sin cultura ni educación alguna, sin sentido de dependencia alguna y durante el tiempo de la pandemia si hizo un análisis sensorial donde estar en el muro de malecón es nu voy para ellos, por el icono malecón era de los cubano si pero de aquellos que los cuidaba que amaba tomar el aire puro y descargar la nostalgia se una Habana sin fronteras y ese amor se perdió hace muchos años, ahora sí la población el gobierno no pone un alto para poder evitar el deterioro del mismo , le pasará como le está pasando al histórico centro habana que se cae cada día a pedazos