En Cuba, el accionar de los medios oficiales se caracteriza por un unilateralismo ejercido en dos sentidos: el negativo y el positivo. El primero se aplica en especial a los Estados Unidos al presentar su sociedad con tintes dantescos: elevados índices de desempleo, violencia social, asesinatos en las escuelas, racismos, discriminaciones contra emigrantes…Una movida de péndulo respecto al discurso que los asume como tierra de oportunidades y del sueño americano. El segundo, a favor de amigos/aliados, tercermundistas o no, preserva de la mirada pública cualquier problema que no emane de acciones a manos de actores foráneos.
Como ocurre con todas, esa práctica supone decidir/manufacturar previamente qué constituye o no noticia, y cómo se informa, básicamente una tarea emprendida desde el ámbito político-ideológico. Por solo mencionar la punta de un iceberg, conflictos como el de Siria suelen reducirse a una de sus determinaciones y por consiguiente figuran como un problema de soberanía vs. la intromisión/agresión de varios gobiernos occidentales, y en particular de Estados Unidos, ciertamente siempre dispuestos a llevar a cabo sus presunciones hegemónicas. Y lo mismo ha ocurrido con coberturas (televisivas y de prensa plana) como las de Afganistán, Iraq, Egipto y la Primavera Árabe, en las que el rol de los dictadores locales resulta puesto entre paréntesis ante “el problema principal”. Pero el enemigo de mi enemigo no es necesariamente amigable. Se omite que en coyunturas determinadas varios de esos dictadores, como Sadam Hussein, han sido funcionales a los objetivos de la política estadounidense –aunque luego hayan caído en desgracia.
De ahí se derivan ciertos correlatos: uno consiste en no dar cuenta de noticias y sucesos de estricta competencia interna. Demasiado frecuentemente los cubanos de la Isla se han enterado de problemas que les conciernen debido a la labor de corresponsales extranjeros basificados en La Habana; en otras ocasiones, por emisores varios, con su posible sesgo de manipulación/distorsión; y en otras más por la conocida “Radio Bemba”, un boca-a-boca tampoco exento de dislocaciones, pero que al final del día termina legitimando un viejo refrán: “cuando el río suena, es porque algo trae”. (Una observadora no cubana me dijo una vez que La Habana era una ciudad gobernada por rumores, el 90% de los cuales eran ciertos). Además, hoy existe una prensa alternativa que desde distintos posicionamientos lidia con la realidad nacional abordando temas/problemas muchas veces omitidos/minimizados por el sistema de medios oficiales.
Y, por supuesto, lo más importante: el acceso a Internet, que lo ha cambiado todo. Y que ha traído la emergencia de un nuevo fenómeno sociocultural: una primera generación digital, visible desde el tornado que afectó a La Habana en enero de 2019, cuando —como escribe un experto— “se pusieron en práctica principios de la tecno-sociabilidad; una cultura que no solo cambia la vida de las personas y las comunidades, sino también las relaciones políticas y simbólicas”.
Hasta el 11 de julio de este año: 7 700 000 usan la internet, el 68% de la población; de ellos 6 280 000 utilizan las redes sociales, el 55.5% de la población. 6 140 000 líneas móviles activas, de ellas más de 3 millones han usado la conexión de datos móviles durante el último semestre. Estos usuarios conforman una nueva generación digital nacida después del desplome del socialismo en la URSS y la crisis de los 90. El grupo de edad más activo en las redes son los que se encuentran entre los 21 y los 30 años (el 52.8% de los que contestaron una encuesta en línea.) El 78.37% de los usuarios tiene menos de 40 años.
Lo cierto es que la omisión de noticias característica del esquema comunicacional vigente en Cuba conlleva a un hecho que los comunicólogos llaman “validación de las fuentes”, con la subsiguiente pérdida de credibilidad. El punto es que en comunicación social, como en política, no hay espacios en blanco. Siempre los cubren algo o alguien. Y en una época de populismos, el discurso a estos asociado suele penetrar de manera “natural” en los actores sociales, incluyendo representaciones simplonas de sucesos contradictorios, el emocionalismo y el odio como fundamentos de cualquier criterio posible.
Por último, pero no menos importante, la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, cualesquiera sean sus actuales limitaciones, impactan de manera inevitable sobre las políticas informativas, socializan/democratizan la información y hacen prácticamente inoperante cualquier intento de centralizarla/monopolizarla. Esa es, a mi juicio, la paradoja fundamental del esquema hoy vigente.
Tal vez en ninguna otra zona como en el béisbol los problemas del modelo sean más visibles. Para muchos telespectadores cubanos ha resultado cuando menos chocante ver los juegos de Grandes Ligas sin que se mencionen ni aparezcan en pantalla quienes han desertado del equipo Cuba. Y por la naturaleza misma de la actividad —estamos hablando del deporte nacional— no se trata de una información limitada a las élites intelectuales. Como se sabe, los participantes en las peñas deportivas, del Parque Central a la Plaza de Marte, en la capital y en Santiago de Cuba, respectivamente, que no suelen ser los mismos de un Sábado del Libro, conocen al pie de la letra cosas tales como los equipos donde los cubanos militan, sus estadísticas de picheo/bateo, y la cantidad de millones por los que firmaron sus contratos, información que les llega por vías que el poder no puede controlar, a diferencia de lo que ocurría antes.
Ese esquema verticalista de que nos habla Martín Barbero, vigente desde la época de la institucionalización (1971-1985) y clonado de los soviéticos, resulta entonces disfuncional en el nuevo escenario, sobre todo ante los nuevos actores económicos y sociales emergentes, las políticas migratorias, la cubanidad transnacional y las remesas culturales asociadas a ese proceso.
La construcción de un modelo popular-participativo que lo deje atrás y lo remplace por un esquema comunicacional viable en tiempos de globalización sigue siendo una asignatura pendiente.
En palabras de Flaubert, no son las perlas las que hacen al collar. Es el hilo.