Cuando estaba de prácticas en la editorial de Arte y Literatura, Rubido, entonces jefe del departamento de diseño, me dijo que cualquier combinación de rojo amarillo y azul siempre salía bien. En otra ocasión me dijo que salía mal sin remedio. En 1988 daba por bueno todo lo que decían los mayores. Aún hoy mantengo la duda.
Pienso en algunas banderas —la venezolana, la colombiana, la de Cataluña, por ejemplo— y me parecen estables. Pero siento que es un equilibrio precario, casi ridículo. Me vienen a la mente ciertos papagayos que lucen los mismos colores, con un poco más de suerte. De hecho, hasta transmiten buenas vibraciones, una energía casi infantil, en ningún caso sutil o majestuosa como la de otros de gamas más austeras.
En mi carrera como diseñador o como artista visual jamás trabajé con esa combinación. Me clava alfileres en la retina: insoportable.
No trato de explicarme el porqué de esa alergia. Un trauma infantil, posiblemente. O la memoria sensorial heredada de mis antepasados, crecidos bajo cielos grises surcados de relámpagos, al pie de cordilleras de un verde oscuro y taciturno y recorridas por ciervos, lobos y toda una fauna desaturada y melancólica. Definitivamente no estoy cómodo con las combinaciones primarias. Aquí, en los Estados Unidos, por intentar una analogía, suelo pasar por alto las ofertas gastronómicas que combinan demasiados ingredientes en un mismo plato. La publicidad de las hamburguesas suele mostrar en slow motion cómo se amontonan sobre una torta atónita de carne el beicon crujiente, las cremosas láminas del queso, los pepinillos, cebolla, tomate, lechuga, mayonesa y más… para armar un burguer babélico sin demasiado sentido. Entiendo que es cuestión de gustos.
Sin embargo, cuando encuentro la trilogía acompañando disparates estructurales me descubro indulgente y propenso a la absolución estética. Tales ejemplos se dan más a menudo en el interior de la Isla. Posiblemente porque por allí se entiende menos de complementarios, abunden los primarios: los rojos encendidos, los verdes esmeraldas, el azul bandera y el amarillo pollito.
Esta valla orillada al borde de una carretera secundaria de Mayabeque es un ejemplo perfecto de despilfarro. De metal, de pintura, de tiempo, de espacio. No dice absolutamente nada. Apenas tapa un poco de vegetación. Se emplazó para que se supiera que por allí se esconde la finca de agricultura urbana “El Alba”. Una idea un poco desproporcionada de lo que entendemos por “urbano”. Destaca un insólito mensaje: “Solo la voluntad podrá salvar el mundo”. Más allá sólo deja ver una vasta superficie amarilla y la imagen de un globo terráqueo arañado por unos pocos meridianos. Recuerda una jaula forzada de pajarillos. Amarillo, rojo, azul. No sorprende que la valla se haya hecho el harakiri.
El segundo ejemplo reduce la presencia del amarillo a un acento. Y bueno, por cierto. En un mismo local, tras una puerta de hierro de esconder dragones conviven la fiscalía municipal y una bodega. Deja ver un pésimo azul, un rojo podrido y un punto de ocre. Con los ojos entrecerrados imagino un papagayo resentido espiando detrás del follaje el alboroto de otros más luminosos. O la bandera de un barco tripulado por fantasmas caribeños, emergiendo cada doscientos años del triángulo de las Bermudas.
En mi opinión, la decisión de utilizar estos colores solo tiene dos explicaciones. El pintor no sabía que podía —en teoría y dejándonos llevar por la fantasía de que el amarillo estuviese pintado— combinarlo con el azul y lograr un verde que le vendría mejor al rojo. O combinarlo con el rojo para conseguir un naranja que sin dudas le vendría de maravillas al azul. O que con plena consciencia pintó la pared con la pintura que tal cuál le salió de la lata.
A pesar del desastre comunicacional, como decía, veo una lucecita al final de este túnel. Creo imaginar que quien se decanta por esa gama particular guarda una chispa de esperanza en el inhabitado fondo de su alma. No ha emparedado al niño que lleva dentro y que guiado por quién sabe cuál instinto ancestral es capaz de hacer el bien. Como King Kong, que más allá de la razón y la consciencia decidió proteger a Jessica Lange de la crueldad humana.