Caminábamos por la zona de San Telmo, que a mí siempre me ha recordado a ciertas partes de La Habana. Sus casonas antiguas convertidas en departamentos múltiples, sus mercados de antigüedades, su deterioro con recuperación, esos cafés cuyas vista a la calle dejan ver pasos siempre tan colmados de toda clase de personas.
Habíamos entrado por la calle Defensa desde la Plaza de Mayo, que ese domingo alojaba una feria de artesanía. Los quioscos se prolongaban por unas diez cuadras. En la medida en que uno se alejaba del centro —de la Casa Rosada que no es rosada y del imponente edificio del Banco Central que un político aspirante a presidente ha prometido, literalmente, explotar— iba siendo constreñido por la gente que decidía moverse por allí pese al frío.
En eso, un ritmo de tambor. Hace años estuve en la sede del Movimiento Afrocultural situado en esa misma zona, incluso también en Defensa y allí descubrí tambores y músicos, pero todavía faltaban unas cuadras para alcanzar la sede que ni siquiera llego a saber si funciona. La percusión provenía del fondo de una entrada en la que había apostadas varias mesas repletas de empanadas y budines. Seguimos por un amplio pasillo que iba tornando aún más nítida la música.
Era un espacio amplio colmado de mesitas de madera donde familias y grupos de amigos almorzaban luego de haber recogido sus pedidos en una parrilla. El lugar funciona los fines de semana, según me comentaron sus dueños al salir, mucho después de que en el fondo descubriera yo a los músicos en un pequeño escenario improvisado. Uno tocaba un tambor, otro cantaba, el tercero, único blanco de los tres, y al parecer argentino, era el guitarrista.
No era el Teatro Colón, ni el Gran Rex, tampoco el Luna Park, he dicho que se trataba de un espacio con un exquisito olor a carne ahumada por el carbón, un área cubierta completamente por un suave material sintético que filtraba el sol del mediodía gélido y ellos estaban allí haciendo su música con la mayor dignidad posible. Pero aquella empleada, después de habernos ayudado a ubicar, y seguido orientarnos para hacer un pedido, me observó cómo intentando una complicidad. Y sonreía, y con una mano llegó a decir algo así como “tocan más o menos”, son “unos músicos ahí”.
El cantante tenía una tesitura, salvando las distancias, parecida a la de Carlos Embale y debía ser consciente de ello, pues en su repertorio alternaba la rumba, los cantos afrocubanos con el bolero y verdaderos clásicos cubanos como “Lágrimas negras” o “Dos gardenias”. Muchos de los comensales aplaudíamos con gran entusiasmo al final de cada interpretación. Tal vez los otros conocieran los temas o tal vez sólo se emocionaran con la apropiación hecha por los intérpretes.
Mientras preparaban nuestro pedido, al escucharlos nos embarcamos en una conversación sobre la utilidad de la música, y especialmente de una canción. No sólo funciona como un gancho perfecto, como la red donde puede caer alguien con un oído nostálgico o necesitado de melodía, es del mismo modo un recurso invaluable que un autor pone en manos de otros muchos artistas, tantos que es imposible precisar.
En ese mismo instante, como aquel trio debía haber otros miles de artistas en todo el mundo ganándose la vida con obras, canciones, con la música que alguien alguna vez compuso en soledad.
Legalmente esas piezas pertenecen a un creador, quien por ello recibe reconocimientos y beneficios económicos que debieran ser todavía mejor pagados; porque llegado un momento una canción, la pieza musical, esa obra alcanza vida propia y esa existencia es del mismo modo avivada por otros muchos artistas que, de forma anónima recurren a ella porque son esenciales para sostener sus precarias economías.
Los músicos callejeros (los verdaderos) o estos músicos que viven de pasar la gorra en una parrilla, en un restaurante o cualquiera que sea el lugar logran subsistir también gracias a esas obras ajenas cuya trascendencia es tal que importan más que el propio creador. Y suele pasar que van adquiriendo un poco de los otros: al sumarlas a su repertorio cada artista le agrega sentimientos, vivencias, emociones en favor de su propia inmortalidad.
Pero, la chica que nos atendía esa tarde miraba con tanta curiosidad mi interés por los músicos que se acercó. Antes de que me dijera algo, le pregunto.
-¿Les pagan por presentarse aquí?
-No, les permiten tocar. Ellos pasan la gorra y de eso viven —hace una pausa, dice: ¿No son tan buenos, verdad? Yo creo que apenas se esfuerzan en su trabajo.
-Pues nosotros entramos por ellos y esa música —le digo, y entonces la chica se queda sin saber qué decir. Reitero: Nos quedamos por ellos y creo que tal vez mucha gente ha entrado por la misma razón. No los subestimes.
-Es verdad —dijo la mujer y se marchó.
Después nos fuimos nosotros. La comida no estaba mala, el precio era adecuado a una parrilla como esa, bohemia gracias a la propia música, a los músicos que encontramos allí ese día.