Coppelia–Yara–Malecón es una de las salidas más clásicas de los amantes en La Habana. Puede que no haya tu sabor favorito de helado, que la señora que sirve te mire atravesado, que te toquen sólo tres galleticas. Puede que, al cruzar la calle, la película que se anunciaba no sea la que estén poniendo y entres al cine a ver cualquier bodrio. Pero el Malecón siempre está ahí, triunfante y seductor, al final de la calle ancha.
Tal vez en esa zona que antes era una costa de arrecifes y un monte fiero se regocijaron algunos amantes secretos. Pero nada se compara con el brío amoroso que tiene hoy el muro de cemento desnudo. Siete mil metros de besos y abrazos, de apretazón y de palpitaciones. Es un lugar común decir que el Malecón ha sido testigo de miles de historias de amor. Pero los lugares comunes también forman parte de la vida.
Allí ella te puso la mano sobre su pancita y mirando al mar, te dijo que era tuyo el hijo que estaba en su vientre. Allí te besaron por primera vez una rodilla. Allí hiciste un pacto de sangre con tu tercer novio. Allí le dijiste que era el amor de tu vida pensando que ella te quería de verdad, pero la muy desalmada te llevó una jabita con los cuatro pulóveres que habías dejado en su casa. Allí le robaste un beso a la novia de tu amigo, en medio de una borrachera. Allí celebraste tu décimo aniversario de bodas. Allí le metiste la mano por debajo de la falda a una amante furtiva. Allí cogiste aquel catarro terrible cuando pasaste la noche calentando con el vecino. Allí te hiciste una paja sin que nadie se diera cuenta. Allí te salpicó la ola mientras le dabas a tu novia un beso de película.
En el muro del Malecón, un día cualquiera de este eterno verano le dijiste: “te amo” “te odio” “te pegué los tarros” “soy tuya” “perdóname” “eres mi vida” “no es lo que parece” “ya no te aguanto más” “¿quieres casarte conmigo?” “vuelve, por favor” “vamos a vivir a tu casa” “¡qué rica tú estás!” “te adoro” “vámonos juntos” “somos felices aquí” “estoy triste” “así, papi, así” “esto es para toda la vida” “Si” “No” “Mira qué lindo se ve ese barco, parece una esperanza blanca en medio de nuestro inmenso mar de mala suerte”.
Y todo eso se hace y se dice en la intimidad más hermosa que te brinda un muro inmenso lleno de gente. Nadie te mira atravesado, como la que reparte el helado en Coppelia, nadie te juzga abiertamente. Todo es legítimo para los amantes de Malecón. ¿Será por el mar? ¿Será por el cemento desnudo? Seguro que sí nos miran de reojo y también nos juzgan, pero en ese sitio real-maravilloso nos da igual.
Cuando vamos en una guagua o en un carro, nos parece tremendamente ridículo que haya dos personas abrazándose frente al mar a pleno medio día. O miramos con desdén a los que a las 8 de la mañana aún llevan puesta la ropa de la fiesta del día anterior y se están besando sobre el muro como si no hubiera un mañana. Alzamos una ceja en señal de fastidio cuando el toqueteo de los otros se pone intenso. Pero son esos los momentos de real goce, instantes donde los amantes necesitan muy poco para ser felices, sea cual sea su naturaleza secreta.
Amarse frente al mar, en medio del gentío, o buscar algún tramito solitario para poner la mano donde más nos guste, es uno de los placeres más bellos que nos ofrece la ciudad. Si a todos los amantes les diera por sentarse de una vez en el Malecón, no quedaría espacio vacío entre esos siete mil metros. Por suerte, como el más grande de los amores, el Malecón es para toda la vida.