Sus labios los pinta de rojo intenso en contraste con su piel negra. Está vestida con ropa deportiva. Agrega a su indumentaria un pañuelo a modo de cinta en la cabeza, aretes brillantes, un collar y unas gafas de sol, inútiles en estos días grises de enero. Conserva la voz gruesa y la inquietud de movimientos del cuerpo. Quizá sean estas dos características las que hagan parecer mucho más joven a esta mujer que venció los 70 años.
Mercedes Pérez Hernández (La Habana, 1950), la inolvidable “Mamita” de las Morenas del Caribe, está llena de recuerdos. De ellos, muchos la remiten a una carrera deportiva como pocas. Ahora parece una más entre la gente, y así se siente. Comenta que nunca oye mencionar a ninguna de sus compañeras que fueron estrellas del voli femenino: Mercedes Pomares, Nelly Barnet, Imilsis Téllez… “Ni en las sesiones espirituales hemos salido”.
El combinado deportivo Pablo de la Torriente Brau, en Miramar, La Habana, es su centro de trabajo hace casi un lustro. Sus labores se concentran en los niños, y Mamita se deja conquistar por la docilidad de los pequeños.
Creció en la zona del municipio La Lisa conocida como “El Hueco”, y durante su niñez pasó hasta por colegios de monjas. “Mi papá me puso allí, pues quería que fuera una niña muy educada y fina, un poco distante a lo que yo era”, recuerda.
No entendía de regímenes y solo el atractivo movimiento de una pelota de voleibol la hacía seguir algunas reglas. En séptimo grado jugaba con los varones y se convencía cada vez más de que aquella cancha dividida por una net era su hábitat natural.
Había pasado por la gimnasia, el atletismo y el baloncesto, pero ninguna de las disciplinas pudo ganar el deseo de la muchacha que todos llamaban “Mamita”, porque de esta manera se dirigía ella hacia los otros: “mamita” y “papito” para arriba y para abajo. Su madre la bautizó así y con ese apodo sería reconocida a nivel mundial.
Hay que rebobinar bastante el casete, y entre uno que otro flashback logra hilvanar los hilos de una historia que oscila parecido a un electrocardiograma, con picos altos y bajos, siempre impulsados por el corazón.
Primeros parciales
El voleibol era un amor raro en su vida. No tenía ídolos que la incitaran a jugarlo, pero esa actividad en la que siempre se vio envuelta provocó el descubrimiento de la primera gran estrella del deporte de la malla alta en Cuba. Andrés Machito Hevia vio más allá, persiguió ese talento y convenció a la familia. Ella aprovechó la oportunidad.
“Él vio que tenía condiciones excepcionales en el salto y en la fuerza y me dijo: ‘Tú vas a ser buena jugadora’. Mi familia no quería que me internara, hasta que en 1964 Machito fue en persona a hablar con mis padres para que me permitieran entrar en la preselección nacional con vistas a los Centroamericanos de San Juan 1966.
“Ellos no estaban de acuerdo con la separación. Yo tenía 14 años nada más y decían que era muy chiquita. Siguieron insistiendo, les dijeron que me cuidarían, que por favor me dejaran, que era un prospecto, un talento. Continuaron yendo varias veces distintas personas y finalmente mis padres me dieron permiso. Primero fui a calle 124, en el combinado deportivo Rubén Martínez Villena, en Marianao, donde Machito preparaba a las hembras y los varones para los Juegos Escolares.
“Después, en el mismo municipio, comenzamos a practicar en el complejo Jesús Menéndez con varones. En ese momento empecé a coger vista, a ver mejores cosas, porque las niñas no tenían ese nivel. Ahí me encaucé y adquirí un poquito de técnica para encarar los juegos estudiantiles”.
Las cubanas habían obtenido el cuarto lugar del torneo de voleibol de los IX Juegos Centroamericanos y del Caribe de Kingston 62, en Jamaica, y la aspiración para la décima edición, San Juan 66, en Puerto Rico, era la de alcanzar el oro.
Sin embargo, Estados Unidos preparó un escenario adverso para la participación cubana en la lid multideportiva: otorgaron las visas, pero, a la vez, negaron el permiso para que aviones o barcos de la Mayor de las Antillas tocaran suelo de la llamada Isla del Encanto. La única opción era viajar en vuelos comerciales a través de terceros países, pero no ocurrió.
En Cuba se determinó que la travesía sería en el buque Cerro Pelado. Sin importar lo que dijeran las autoridades estadounidenses, la delegación cubana partiría hacia San Juan desde Santiago de Cuba, donde habían sido acondicionados y adaptados los espacios del navío para encarar la travesía de más de mil kilómetros (unas 560 millas náuticas).
Allí se encontraba una pequeña Mercedes Pérez de solo 16 años, soportando el estrés vivido en el barco, aunque con la convicción de vencer en el deporte por difícil que fuera el panorama.
“Tuve ese honor, y nunca más se me va a olvidar. Fue mi primera competencia, muy jovencita. Era titular en un equipo donde eran mayores todas. No obstante, metía unos ataques que no los hacía ninguna de esas señoras.
“La experiencia en el barco fue inolvidable. Tuvimos que entrenar allí, hacer la preparación física y las imitaciones, porque con pelota no se pudo hacer nada. Era imposible volear abordo. Aquello era algo increíble, con esa edad… ¡Imagínate que nos llevaran así, de sopetón, en una travesía marítima para allá!
“Llegamos, bajamos y triunfamos, como se dijo aquella vez. En esa oportunidad, los equipos de ambos sexos obtuvimos primer lugar. Fue el verdadero despertar de la disciplina con las dos medallas doradas”.
En la segunda mitad de la década de los 60 habían llegado a la isla entrenadores procedentes de países socialistas. Ellos brindaron su experiencia y, posteriormente, la perspicacia de un estudioso como Eugenio George sintetizaría cada aporte para cimentar las bases de una máquina de jugar voleibol.
“Llegaron Dieter Grund, el alemán, el búlgaro Todor Simov, en el 70, y el coreano Kim Young Gol. Dieter Grund nos enseñó el entrenamiento desde el punto de vista de la preparación física y cómo se empleaba la técnica. Por eso fuimos bastante saltarinas y nadie nos ganaba en el quinto set. La excelente forma se demostraba en el remate. Desde que empezamos poseíamos muy buena técnica en ese fundamento y Grund dijo que, como teníamos esa virtud, debíamos desarrollarla. Ahí se afianzó, en la fuerza para el ataque y el bloqueo. Aprendimos mucho.
“El búlgaro Simov empleó la técnica nada más, y Kim Young Gol nos enseñó a defender, puso toda la velocidad y la fuerza en función de la defensa. Nunca fuimos las mejores defensoras; aunque alcanzamos buenos niveles.
“Eugenio se encargó de conjugar todas las enseñanzas. Recibo, pase, ataque, basado en la fortaleza trabajada por Grund. Jugábamos el sistema 6-2, consolidado en lo que eran los principales aspectos de juego. Cuando Eugenio llegó en 1968 no inventamos hacer combinaciones ni nada, eso vino a raíz del Mundial del 70, en Bulgaria, donde quedamos octavas apoyándonos en la potencia”, explica.
Se manejaba el concepto de jugadoras universales por ese sistema de juego empleado. “Todo el mundo pasaba y todo el mundo atacaba. No nos convenía poner un 5-1, porque íbamos a eliminar una atacadora, y Ana María García e Imilsis Téllez tenían un gran nivel ofensivo, además con el 6-2 nadie sabía a dónde iba a ir el pase”.
Estos aspectos fueron consolidándose como características primordiales de la peculiar forma de jugar que propició que, a finales de los años 70 y principios de los 80, diferentes especialistas comenzaran a hablar de una Escuela Cubana de Voleibol.
Década prodigiosa
Los 70 dieron la medida del trabajo que se había realizado en el deporte de la malla alta en Cuba. Por aquellos años, la selección femenina cubana se afianzó en el área panamericana. “Mamita” menciona con orgullo sus cuatro cetros continentales, conquistados entre 1971 y 1983 (Cali 1971, México 1975, San Juan 1979 y Caracas 1983) y suma también el bronce de Winnipeg 1967, cuando las escuadras de las cuatro letras aún no eran consideradas favoritas.
Con el título regional como aval, el Mundial de México 1974 se miraba con cierto optimismo; sin embargo, una inesperada derrota contra Hungría dejó al equipo dirigido por Eugenio George en el séptimo escaño.
Cuando habla de ese partido, “Mamita” deja ver cierto aire de resignación y coincide con las palabras de su entrenador, quien se mostró inconforme con la falta de actitud de sus muchachas sobre el terreno. “El deportista que se confía, pierde. No jugamos a nada ese día y las húngaras, que no nos habían ganado, avanzaron y nosotras no”, dice.
Mientras evoca historia por historia, pone pausa en el torneo Norceca de Los Ángeles 1975, conseguido nada más y nada menos que en territorio estadounidense y contra el equipo local. Los momentos previos a la partida y algunas vivencias de aquellos días parece tenerlos como un negativo de película perfectamente conservado.
“Era la primera vez que iba un equipo a los Estados Unidos después del triunfo de la Revolución. Fuimos p’allá hechas unas fieras, creo que nadie nos ganó un set”.
En la competencia el equipo sufrió situaciones complicadas debido a deficiencias organizativas que “pretendían desarticular la preparación del equipo”. Los horarios en que les permitían entrenar coincidían con los de la comida y para llegar al centro designado para las prácticas debían emplear dos horas.
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“Fue una competencia política. Nos alojamos en dos casas, en una los hombres y en la otra las mujeres, y la propia dirección del equipo nos cocinaba cuando terminábamos el entrenamiento. No era en el horario puesto por los organizadores. Y con todos esos problemas ganamos al conjunto local allí mismo, en ambos sexos.
“Ahí fue cuando Cuba nos respetó y dijeron: ‘¡Coñóóó! Estas negras se batieron allá y ganaron… Esto va a ser un buen equipo’. Entonces nos seguimos preparando y participamos en la Copa del Mundo de Japón, en 1977”.
En tierras niponas se consiguió subir al podio en un evento de carácter global. La inclusión de Cuba en el grupo de avanzada del voleibol mundial no era ya una quimera. Desde ese momento la exigencia sería mayor.
“En el 77 ganamos la medalla de plata. Muy buena competencia. No esperábamos ese resultado; nunca pensamos que seríamos subcampeonas en un evento tan fuerte. Desde ahí empezamos a pensar en grande y Eugenio dijo que en el 78 debíamos ser finalistas. Habíamos sido séptimas en el Mundial anterior, plata en la Copa, y en el Norceca y los Juegos Panamericanos no nos ganaba nadie. Ya había que pensar más allá”.
El nivel alcanzado por Cuba en los 70, con la hegemonía en América y el subtítulo de la Copa Mundial, hacía que todos quisieran jugar contra ellas, situación que llevó a que la selección se fogueara en 40 partidos internacionales antes de iniciar la cita mundialista de 1978, en la Unión Soviética.
“En aquellos tiempos el equipo despuntaba y empezaba a ganarse un respeto en el mundo. Nos llamaban para participar en todos los torneos internacionales en Europa y Asia. Aparte, teníamos una serie de invitaciones que cumplíamos cuando no había torneos. Fuimos a choques de exhibición en Angola, Italia, y Francia, donde jugamos contra hombres y ganamos”.
Para agosto de 1978, las ciudades soviéticas de Riga, Minsk, Volgogrado y Leningrado sirvieron de sedes al octavo Campeonato Mundial femenino de voleibol. La tropa antillana arrancó su camino en Minsk, en el pool F, junto a las selecciones de Holanda, Yugoslavia y Perú.
“El equipo se preparó, no perdimos tiempo y con toda la ayuda recibida en años anteriores fuimos al Mundial con las jugadas de chiquita y corrida, nada de tanta combinación de acciones. Sin inventos. Esos entrenadores extranjeros (Dieter Grund, Todor Simov y Kim Young Gol) aportaron bastante y sabíamos nuestras fortalezas: recibir, pase alto y ¡pum! Hicimos un entrenamiento serio, íbamos con resultados, le ganábamos a las americanas, las brasileñas y del área no nos podía vencer nadie. Si perdíamos, iba a ser con las chinas, las soviéticas o las japonesas; o sea, cuarto lugar”.
El choque contra la URSS en la ronda final fue relativamente fácil, aunque empezaron perdiendo, las muchachas de Eugenio George vencieron 3-1 con marcadores de 12-15, 16-14, 15-10 y 15-12.
Las jugadoras del gigante euroasiático se apoyaron en su estatura para hacer del bloqueo un arma que les funcionó para llevarse el primer parcial; no obstante, las cubanas respondieron con jugadas de engaño, efectividad para frenar la ofensiva rival y fuertes ataques.
Del partido, a Mamita Pérez la asaltan las memorias de su duelo, net por medio, con la “grandona” Nina Smoleeva:
“Eugenio dijo: ‘Encárgate de esa y no la dejes pasar’. A mí no me importaba más ninguna, era la grande, y yo na’ má’ esperaba que le pasaran y decía: ‘Pérate… ¡púmbata!’, y bloqueaba; si las otras pasaban, no me interesaba. Yo decía que la grande la debíamos coger. De lo demás se encargaba la defensa de atrás. Y surtió efecto eso. ¡Lo que les metimos fue!… Ahí estuvo el secreto: no dejar pasar a las gigantonas esas”.
Frente a Japón, en el último desafío de las finales, las campeonas de la tierra del sol naciente sufrieron el ímpetu del “Ciclón antillano”. Tres parciales necesitó Cuba para culminar con 9 victorias sin derrotas y coronarse como campeón mundial absoluto. En ese evento, “Mamita” fue elegida como la Jugadora Más Valiosa, gracias a su desempeño top en los aspectos más importantes del juego, como el ataque, el bloqueo y la defensa, y a su influencia en el accionar de las muchachas de Eugenio George.
“Me llenó de entusiasmo, no por mí, porque es un título que te dan individualmente, sino por sentir que Cuba había ganado allí mismo a las soviéticas, quienes siempre se las daban de lo grandes que ellas eran. Jugué bien en todos los sentidos y ayudé, salieron las cosas, por suerte. Influía bastante en el equipo y el bloqueo mío resultó fundamental y, a la vez, fue mermando a las rivales”.
Era septiembre de 1978 y en La Habana se esperaba a las campeonas mundiales, quienes llegaban junto al equipo masculino de pelota, también coronado monarca del orbe el mismo día que la selección femenina de voleibol: “Ellos venían de Italia y nos pusimos muy contentas, todo el mundo recibiéndonos, y la verdad fue una cosa muy bonita, un momento único”.
Sueños rotos
Con el cartel de favoritas, y avaladas con el título de campeonas mundiales, llegaba el equipo cubano a los Juegos Olímpicos de Moscú 1980. Sin embargo, la selección de las cuatro letras se fue sin presea, tras perder un choque contra la República Democrática Alemana que significaba el pase a la discusión de las medallas.
“Mamita” cuenta que en suelo soviético no pudieron realizar la preparación con total normalidad, pues se encontraron con dificultades para practicar debido a desajustes de transporte. Para ella, los organizadores no jugaron limpio: “No pudimos entrenar bien. Las guaguas llegaban a cualquier hora y eso nos desarticulaba”.
A inicios de la década comenzaron a darse los primeros pasos para un recambio generacional en el conjunto cubano. Nuevos nombres aparecían en la plantilla. Josefina O’Farrill, Norka Latamblet, Lázara y Nancy González, entre otras, empezaban a figurar en los partidos, uniéndose a pilares como Mercedes Pomares y la propia Pérez.
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Engranar las piezas tomó tiempo y Cuba debió esperar a 1983 para volver a ganar un torneo de peso: los Juegos Panamericanos de Caracas, en Venezuela, tras derrotar a Estados Unidos 3 parciales por 2. La meta era llegar al podio en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, al año siguiente. Pero la última oportunidad de conquistar una medalla olímpica para atletas como “Mamita” y Pomares se escurriría entre sus dedos.
En 1980, Estados Unidos defendió la postura de que la presencia soviética en Afganistán constituía una invasión, seis meses antes del inicio de la lid olímpica en Moscú, anunció que no participaría. La decisión fue secundada por países aliados. Finalmente, los norteños y otras 64 naciones se ausentaron del magno evento.
Para 1984, cuando llegó el turno de Los Ángeles, la Unión Soviética sostuvo que no asistiría debido a la existencia de un ambiente inseguro por las débiles medidas de seguridad en relación a su delegación, así como a sentimientos antisoviéticos exacerbados en varios sectores de la sociedad estadounidense. Si bien Rumanía compitió en Los Ángeles, la determinación de la URSS fue apoyada por la mayoría de los países socialistas, entre los cuales se encontraba Cuba.
Cuando a través de las páginas del diario Granma del 23 de mayo de 1984, el Comité Olímpico Cubano anunció la no asistencia de la isla a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, Mercedes Pérez supo que era el momento de decir adiós al voleibol.
“Me retiré porque no pudimos ir a la olimpiada. En el 85 recesé, pues me dijeron que si se hizo lo de no participar en el 84, en el 88, en Seúl, sucedería igual. Menos mal que salí embarazada y se lo agradezco a quienes me ayudaron a pensarlo. En el 87 tuve mi hija. Y al final tampoco se fue a los juegos en Corea”.
Pese a apoyar la decisión, no esconde la amargura que puede representar para un deportista ver escapar ante sus ojos un ciclo olímpico completo junto a la posibilidad de representar a su país en una cita bajo los cinco aros y luchar por una medalla.
“Eso nada más lo podemos experimentar los atletas, que nos sentimos muy mal, porque en otros países no ocurrió, solo pasó con los socialistas. Cuba determinó, por un problema político, no asistir a Los Ángeles. Sin embargo, los países capitalistas fueron y disfrutaron del derecho nuestro, pues habíamos clasificado para ese evento. Equipos a los que les ganábamos con la zurda. Nos vimos muy defraudadas. Era el sueño de haber cogido medalla de oro allí. Mireya Luis podía haber tenido su título y si no, lo iba a conseguir en Seúl”.
—¿Siente frustración por no haber podido conquistar una medalla en Juegos Olímpicos?
—Ninguna. En el 84 no participamos por complicaciones políticas, no por problemas míos. Eso a mí no me concierne. Y me siento campeona olímpica, porque clasifiqué y después ganamos la olimpiada de nosotros, la efectuada aquí en Cuba, cuando derrotamos a todos los países que faltaron a Los Ángeles, a los buenos de verdad: la URSS, Alemania… Lo que pasa es que aquello se olvidó y más nunca se habló. Nadie nos vino a dar una medalla. No se reconoció en ninguna parte y resultó doloroso.
Mercedes Pérez confiesa que, después del retiro, la melancolía no la invadió. Estudió Periodismo y entró a trabajar en el Noticiero Nacional Deportivo, junto a René Navarro y Julita Osendi. Luego tuvo la oportunidad de volver al voleibol asistiendo a Eugenio George en la Escuela Superior de Formación de Atletas de Alto Rendimiento (Esfaar) Cerro Pelado.
De Eugenio habla con mucho respeto y palabras certeras: “Tanto él como los otros entrenadores resultaron lo máximo. Era un hombre súper preparado. Se las sabía todas; además, tenía la experiencia de haber jugado, y fue un buen voleibolista, no salió de la nada”.
Sobre las nuevas generaciones opina que poseen ideas muy diferentes a las de su época: “No teníamos tiempo libre. De 1 a 4 había que ir al Fajardo a estudiar. Después empezábamos a entrenar de 5 a 8 y luego descansar, comer e irnos a dormir. Muertas terminábamos, porque íbamos al Fajardo todos los días. Ahora es una vez a la semana.
“En estos momentos tienen una forma de pensar distinta. Nosotras luchábamos por la camiseta, no lo hacíamos por el dinero. Jugábamos con Batos, no con Adidas o Puma. En estos días el interés está de por medio. La concepción del juego es la misma, pero en nuestros tiempos, tras una derrota, no comíamos ni dormíamos. Fui entrenadora, a mí no hay quien me haga un cuento. Si hay que dormir es a dormir y si mañana no hay fiesta, no hay fiesta. Se quejan de que no tienen dinero. Nosotras nunca tuvimos dinero, jamás vi 100 dólares en mi mano”.
Hurga entre las memorias y habla de la impresión que generaba enfrentar a figuras como la estadounidense Flora Hyman, quien atacaba con una potencia impresionante. Rememora la terna mundialmente conocida que conformó junto a sus compañeras Nelly Barnet y Mercedes Pomares, imparable por su efectividad y potencia en los remates: “Éramos indetenibles. Aquí, en Asia, en Europa y en todos lados. ¡El trío del terror!, como el tridente ese de Messi, Suárez y Neymar”.
Muchas de las jugadoras de las generaciones posteriores la tomaron como patrón por su juego dinámico, la saltabilidad y la pegada en los remates. Los periódicos de la época la describían como una jugadora integral, capaz de robarse el show en los exigentes escenarios del voleibol mundial.
“En varias competencias me sacaron la más completa. A pesar de ser auxiliar, también jugué por el centro y por ahí no me pasaba nada. Cuando estaba en la zona delantera lo mío era atacar con acciones rápidas y jugar por el medio. Siempre me movía por ahí, menos cuando realizaba las combinaciones. Matiti [Imilsis Téllez] hacía una seña y ya yo sabía que me tenía que ir de la 3 pa la 2. Por eso la gente se asombraba, porque atacaba, era bloqueadora y defendía atrás, me tiraba en diving… ¡Suavanaa! y levantaba la bola. Lo hacía todo”.
Ella no cree que se pueda vivir de la fama ni de la leyenda; pero que la vida, tarde o temprano, pone a cada quien en su lugar. El premio de llenar con sonrisas las memorias de otros nadie se lo puede arrebatar.
—¿Cómo quisiera ser recordada?
—Lo que no quiero es que se olviden. Veo que se dejó de lado lo que hizo “Mamita” Pérez aquí y en el mundo, aunque sé que en el pueblo mucha gente me recuerda todavía. No obstante, ¿debo morir sin que se acuerden de mí?, ¡por favor! Al parecer, no tuve las distinciones necesarias para ser recordada como es —calla por un momento—. “Honor a quien honor merece”, sentencia después de haber dejado que su mirada se perdiera por unos segundos en el cielo grisáceo de un frío enero.
*Esta entrevista forma parte del libro Tie Break con las Morenas del Caribe, publicado por UnosOtrosEdiciones.
Considero que a ese equipo de finales de los 70 que marcaron el despegue del voli hay que darle más relevancia. Yo sé de sobra quién es “Mamita”. Pero las generaciones más jóvenes ni la conocen. Deberían ser entrenadoras del equipo nacional