El feminicidio acapara las discusiones sobre las violencias basadas en género, en tanto es su expresión extrema e irreversible. Es el tipo violencia que se lleva (casi) todos los reflectores de los medios y del activismo feminista. Entre los análisis sobre desigualdad de género, también la violencia física ha tomado el protagonismo cada vez con mayor intensidad.
Este énfasis deja, al menos, dos problemas sin solucionar: 1) la desatención a las desigualdades estructurales y veladas que producen violencias de género y feminicidios, y 2) el olvido de otras condicionantes sociales que agravan el problema de las violencias de género más allá de esta variable (“raza“, territorio, orientación sexual, pobreza o condición de clase, identidad de género, edad, discapacidad, etc.).
Una mujer habanera, blanca, con patrimonio propio e instruida no tendrá la misma experiencia social que una mujer negra de zona rural que no ha concluido estudios y que, desprovista de recursos, se ha asentado en la capital en busca de mejoras económicas. O que una mujer del campo de Guantánamo, con cuatro o más hijos dependientes, por los cuales tuvo que abandonar la escuela y dedicarse al trabajo en el hogar. O que una mujer trans negra, afectada por la discriminación laboral debido a su imagen, y que tiene a una persona anciana bajo su responsabilidad y cuidado.
Son apenas ejemplos que ilustran la variedad de mujeres que somos e integramos la sociedad cubana. Sin embargo, estamos ceñidas a una sola categoría que nos debe “definir” (la de ser mujeres) pero que no logra representar la pluralidad de desigualdades que nos constituyen.
Cada una de las mujeres citadas puede vivir situaciones de violencia de género en el marco de sus relaciones interpersonales. Pero, además, cada una puede ser, de una forma particular, vulnerable a discriminaciones y violencias cometidas por instituciones, empleadores y servidores públicos. No hablamos solo de acciones explícitamente discriminatorias o violentas, sino además de omisiones en el cumplimiento de obligaciones o en la garantía de derechos, de violencias sutiles, etc.
Incluso, la manera en que clasificamos las violencias (económicas, físicas, sexuales, psicológicas) hace que dejemos de prestar atención a problemas que, justamente por estructurar estas violencias, están velados. En los “violentómetros”, siempre el feminicidio y otros crímenes de género extremos ocupan la punta del iceberg, pero debajo de ese pico visible se “esconden” violencias y discriminaciones que lo sostienen.
Es por ello que hablar de violencias de género estructurales supone analizar las condiciones de vida de las mujeres y el desempeño —o no— de otros actores sociales involucrados en ellas desde la raíz; es decir, desde la base del iceberg. En esas tramas, factores como el color de la piel o la “raza“ inciden en la intensificación de la desigualdad o de la violencia de género.
Mujeres blancas y mujeres racializadas en Cuba
Un estudio publicado en 2017 demostró que las provincias orientales presentaban los peores índices de igualdad de género (GII, por sus siglas en inglés) en Cuba, con un promedio de 0,328, superando a las regiones central y occidental con 0,303 y 0,253, respectivamente. La región oriental cubana es la que concentra el mayor número de mujeres afrodescendientes del país, por tanto, el bajo índice de igualdad de género verificado expresa que la situación es desventajosa para una mayoría de mujeres racializadas cubanas.1
En ese sentido, el cálculo del índice expone que, más allá de basarse exclusivamente en el género, estamos ante un problema condicionado por las variables “raza“ y territorio.
Son también las provincias orientales las principales localidades emisoras de mujeres migrantes internas, según la Encuesta Nacional de Migraciones (ONEI, 2017). En específico, las mujeres no-blancas son las que mayor movilidad presentan en el interior del país (sobre todo las mujeres negras), con un desplazamiento acentuado hacia las zonas urbanas en busca de mejoras económicas, laborales o de superación.
Significa que hay una proporción considerable de mujeres afrodescendientes en Cuba que, por su situación de movilidad, se encuentran en mayor vulnerabilidad al no tener aseguradas condiciones tan elementales como un techo o un empleo digno.
Mujeres afrodescendientes en Cuba y la Tarea Ordenamiento (I)
Por su parte, la tasa de desocupación que arroja el Censo de Población según el Color de la Piel de 20162 indica que, en general, la población racializada (mestiza y negra) se encuentra en discreta desventaja, fundamentalmente las mujeres mestizas, cuya desocupación se eleva hasta el 4,4 %, contra el 3,3 y el 3,0 % mostrado para mujeres blancas y negras respectivamente.
Son las mujeres blancas quienes ocupan más cargos de dirección y gerencia en todos los niveles de la economía, y son las mujeres negras y mestizas las que, en mayor proporción, ocupan puestos no calificados o de servicios. Sin embargo, la distribución desigual en puestos de mayor remuneración no se basa en niveles educacionales.
Según el mismo informe censal, las mujeres negras son las que en mayor proporción terminan sus estudios universitarios con un 15,01 %; mientras que las mujeres blancas lo hacen con un 12,92 % y las mestizas con un 12,05 %. Por tanto, las desigualdades en lo que a puestos profesionales se refiere no tiene que ver con falta de calificación, sino con sesgos raciales y de género.
Según señalan algunos estudios, en Cuba las mujeres racializadas engrosan los números del empleo informal. Por ejemplo, ellas son mayoría en la venta ambulante, en el cuidado de ancianos, en el cuidado de baños y en la limpieza de casas y negocios.3 Y en el trabajo por cuenta propia, se emplean más bien en puestos de limpieza, higiene doméstica, cocina y otros.4
De igual manera, las mujeres afrodescendientes en Cuba reciben menos remesas, viajan en menor proporción al extranjero, cuentan con menos ahorros y, en general, tienen menor acceso a las divisas. Teniendo en cuenta que la economía cubana se encuentra parcialmente dolarizada, estamos ante una profunda desventaja socioeconómica.
En el Censo de Población y Viviendas de 2012, los hogares encabezados por mujeres solas (divorciadas, separadas, solteras y viudas) representaban el 62,8 % del total de jefes de hogares solos, contra el 37,2 % de hombres. Atendiendo al color de la piel, las mujeres negras concentraron una proporción del 49,1 % de jefas de hogares solas, contra el 40,9 % y el 39,5 % de mujeres mestizas y blancas, respectivamente. La diferencia entre esos grupos es significativa.
Los hogares encabezados por mujeres solas suponen para ellas un esfuerzo más intenso por reproducir la vida y por proveer; además, una carga extra de trabajo físico y mental, teniendo en cuenta los roles tradicionales de género, los sesgos sexistas en el mercado laboral y, siendo mujeres negras, las discriminaciones racistas a las que están expuestas hasta en sus propias comunidades. La crisis de cuidados en Cuba probablemente esté afectando más a las mujeres racializadas.
A lo anterior se suma que suelen ser familias negras las viven en condiciones de hacinamiento, en casas-habitaciones más pequeñas, en viviendas improvisadas, con peor infraestructura, menor acceso al agua y mayor uso de baños compartidos, lo que desfavorece la calidad de vida y la salud (Censo de población y viviendas según el color de la piel, 2016).
Violencias estructurales: mujeres racializadas y mujeres racializadas trans
Las condiciones de vida según el color de la piel indiscutiblemente determinan la esperanza de vida; de ahí que las mujeres no-blancas en Cuba presenten acentuadas y grandes desventajas en la capacidad de sobrevivencia en relación con las mujeres blancas y hasta con los hombres blancos.
Las mujeres afrodescendientes tienen una esperanza de vida al nacer de 76,78 años; los hombres blancos de 77,07 y las mujeres blancas de 80,93. La situación empeora más si se trata de mujeres racializadas residentes en zonas rurales.
La máxima de que “las mujeres viven más que los hombres” no encuentra sentido en la realidad de las mujeres racializadas en Cuba.
Según el Observatorio de Cuba sobre Igualdad de Género, la tasa de fecundidad infantil (10-14 años) experimentó un ligero ascenso desde 2015 (1,2 nacimientos por cada 1000 nacidos vivos) hacia 2020 (1,6). Por provincia, destacaron Camagüey, Las Tunas, Holguín, Granma, Santiago de Cuba y Guantánamo entre las que más alta fecundidad prematura presentaron, sobrepasando la tasa de 2 nacimientos/1000.
La fecundidad adolescente entre los 15 y los 19 años también rondó los 50 nacimientos entre 2015 y 2020; y la incidencia de las provincias orientales se repite, llamando la atención Granma, que superó los 70 nacimientos de madres de 15 a 19 años por cada 1000 nacidos vivos.
Por tanto, la fecundidad infantil y adolescente muestra sus niveles más elevados en la región oriental del país, mayores tasas en la zona rural que en la urbana y son las adolescentes negras y mestizas las más afectadas por el fenómeno; en especial las negras, sobre quienes las brechas y desigualdades de género se acentúan teniendo en cuenta nivel de escolaridad (de 0 a 7 grados), la deserción escolar, ser “amas de casa”, vivir en zonas rurales y en las provincias orientales. En consecuencia, son las jóvenes racializadas las que suelen presentar mayores tasas de mortalidad materna.
La Encuesta de Múltiples Indicadores Conglomerados de 2019 comprobó que, en el grupo de mujeres cubanas con edades comprendidas entre los 20 y los 24 años; el 4,8 % estaban casadas o unidas en una relación estable antes de cumplir 15 años; el 29,4 % antes de los 18. En ambos casos, la proporción fue ostensiblemente mayor en las zonas rurales (7 % antes de los 15 años y 38,2 % antes de los 18) que en las urbanas. Se ha mencionado en otros trabajos que son cifras equiparadas a las uniones tempranas y matrimonios infantiles en América Latina y el Caribe.
La última Encuesta nacional sobre igualdad de género (ENIG, 2016) reflejó que las mujeres racializadas de entre 15 y 74 años habían sido afectadas en mayor medida por violencia basada en género en sus relaciones de pareja durante los 12 meses anteriores a la realización de la encuesta: el 28,2 % de las mujeres mestizas, contra el 26,1 % de las mujeres negras y el 26,1 % de las blancas.
De nuevo, las mujeres, niñas y adolescentes racializadas o residentes en territorios rurales se encuentran más expuestas a la violencia estructural de género.
Se calculaba en 2017 que la población trans en Cuba rondaba las 3 500 personas. El dato no es preciso debido a la invisibilidad de estas colectividades en los censos oficiales. La mayoría son mujeres trans blancas, pero con una sobrerrepresentación de mujeres trans negras en proporción a cada grupo racial.
De ese universo, el 92,6 % alcanza como máximo nivel de instrucción la enseñanza media y solo el 2,8 % logra graduarse de nivel superior. Respecto al empleo, el 39,9 % de las personas trans se encuentran vinculadas al estudio o al trabajo, mientras que 43 % está buscando trabajo.
En términos de violencia de género, las cifras son alarmantes: el 47,8 % recibió agresiones físicas por parte de sus parejas durante el año anterior al estudio, el 57,8 % fue víctima de violencia sexual y el 96,5 % de violencia psicológica.
El rol de las instituciones
En una reciente publicación, la Dra. María del Carmen Zabala apunta la falta de investigaciones sociales desde un enfoque interseccional en Cuba, siendo el género la categoría de mayor presencia. No obstante, en aquellas donde se entrecruzaron género y “raza“, las desventajas de las mujeres negras y mestizas se concentraron en: mayor situación de pobreza con trasmisión intergeneracional; aumento de la vulnerabilidad social; menor acceso a la educación; menores oportunidades en el sector cuentapropista y menor capacidad de supervivencia (esperanza de vida).
La ausencia de intersecciones entre el género y la identidad de género, la “raza“, la edad, la clase/pobreza, el territorio, entre otras, se repite en los censos y encuestas oficiales. El propio Observatorio de Género, de reciente lanzamiento, ocluye el color de la piel (excepto en los casos de feminicidio) como un marcador a analizar en simultaneidad con el género, a pesar de que la racializada es la población en peores condiciones.
Estamos ante un sobrediagnóstico cualitativo del problema de la pobreza, la desigualdad y las violencias estructurales que pesan sobre las mujeres racializadas en Cuba (incluyendo las mujeres trans). Los centros académicos vienen alertando con exhaustividad sobre la situación, a pesar de la poca interseccionalidad de los estudios. No obstante, existe una brecha entre este sobrediagnóstico y los datos oficiales, que no consideran el problema y, en consecuencia, dicha carencia atenta contra la elaboración de políticas públicas que los atiendan efectivamente.
Para la elaboración de este trabajo he debido recurrir a los censos y encuestas de hace más de diez años por falta de cifras actuales. Los datos pueden haber envejecido, pero sin políticas públicas5, difícilmente las condiciones de vida hayan mejorado. Con las crisis sobrevenidas, lo más probable es que hayan empeorado.
En otros textos6 he mencionado la necesidad de una división específica de trabajo para los problemas que presentan en la Cuba de hoy las mujeres racializadas, tanto en la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) —el mecanismo de adelanto para las mujeres en el país— como en el propio Parlamento, donde podría crearse una comisión de trabajo enfocada en la discriminación y racialidad. También debería ser un objetivo en los Programas contra la discriminación racial y de adelanto para las mujeres. Urgen políticas sociales y acciones afirmativas para estos sectores.
A la vez, el intercambio y reconocimiento con las organizaciones y activismos antirracistas desde los feminismos y desde la articulación de mujeres negras es vital. Constituye un punto de partida de primer orden el acercamiento a las realidades de precarización de los sectores racializados y rurales, con el punto de mira en sus mujeres, incluyendo las mujeres género y sexo-disidentes.
Para que las respuestas institucionales tengan calidad y eficacia, tienen que parecerse a los problemas que pretenden solucionar. Programas como EspuMás, que consiste en apoyar la creación de cooperativas de lavanderías para mujeres cubanas, no tienen cabida en comunidades con pobreza de agua e infraestructura. Por tanto, para elaborar soluciones hace falta diálogo con las comunidades y reconocimiento para su autogestión y autodeterminación; incluida la participación de los proyectos e iniciativas de vocación antirracista o inspiradas en el feminismo negro.
En una ocasión en que publicaba un análisis sobre la situación de las mujeres afrodescendientes cubanas durante la pandemia, un lector de mi columna me cuestionó si las mujeres negras “eran mancas”. La respuesta es que no. Todo lo contrario. Como vimos, las mujeres racializadas cubanas llevan en sus espaldas el peso de la pobreza de su nación.
Notas:
1 Las poblaciones racializadas son aquellas asimiladas como no-blancas y no son las estrictamente afrodescendientes, sino que abarcan las poblaciones indígenas, asiáticas y sus descendientes. Sin embargo, los últimos censos en Cuba han sustituido el término “raza” por “color de la piel”. Vale añadir que, no obstante, el “color de la piel” es una categoría insuficiente para identificar de manera pertinente los procesos de racialización y los fenómenos de inclusión-exclusión social de estas poblaciones.
En Cuba, en los primeros censos de la etapa colonial se usó la clasificación de “Blancos” y “No blancos”, distinguiendo dentro de estos últimos a los “Libres” y “Esclavos”, a su vez clasificados en “Negros” y” Mulatos” o “Pardos”. En el Censo de 1899 se incluyó al “Asiático, Amarillo o Chino”. Ya para los censos levantados en el siglo XXI se tuvo en cuenta que las personas con color de piel “amarillo” eran poco significativas desde el punto de vista estadístico, por lo que se incluyeron dentro de la población “Mestiza o Mulata” (de forma similar ocurrió con los descendientes de los grupos indígenas, a pesar de referirse a ellos como extinguidos). En resumen, desde entonces quedó establecida la denominación de “Mulato o Mestizo” para aquellos cuyo color de piel no se considera ni “Blanco” ni “Negro” (Censo de Población y Viviendas según el color de la piel, 2016, p. 9).
Por las razones anteriores, en el texto hago referencia a mujeres y/o poblaciones racializadas para nombrar a aquellas que sufren procesos de discriminación y marginación social producto del racismo. Entiendo, a su vez, que las mujeres afrodescendientes son mujeres racializadas. Por esa razón y por la ambigüedad e imprecisión de las clasificaciones censales, uso el término mujeres racializadas como equivalente de mujeres afrodescendientes, y viceversa.
2 El censo de población y vivienda basado en el color de la piel fue realizado con información del censo de población y viviendas de 2012.
3 Fundora, G. (2016). Mujeres negras cubanas: entre la renovación del modelo socio-económico y la reproducción de la configuración cultural. Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina, 4 (4), Número Extraordinario, 271-295
Romay, Z. (2014) Elogio de la altea o las paradojas de la racialidad. Fondo Editorial Casa de las Américas.
4 Pañellas, D. (2017). El cuentapropismo en Cuba. Proyecciones sobre su evolución e impacto socioeconómico y cultural. En O. Izquierdo Quintana y H. J. Burchardt (comp.) Trabajo decente y sociedad. Cuba bajo la óptica de los estudios sociolaborales (pp. 241-265). Editorial UH
5 En Cuba no existe ningún programa que tenga a las mujeres racializadas como un eje de trabajo específico.
6 Herrera, A. (2019). Pensando un feminismo negro en diálogo con el estado cubano. Revista De Este Lado, Año 2, Número 4, enero-junio de 2019, Red de ciencia, tecnología y género, AC. México, pp. 101-110.