A pesar de no ser sencillo, escribir sobre el año que se va y sobre el que está por llegar es una tentación. Alguna extraña razón nos lleva a hacer recuentos por estas fechas, lo cual podría deberse a una suerte de afición que tenemos por las huellas —ese capricho humano por la trascendencia— o a un impulso por las rutinas y rituales.
El motivo de estas notas, si necesitara declarar alguno, es buscar otros significados para este tránsito temporal que se repite una y otra vez, que se nos devela como un tiempo de mirar y de mirarnos, de despedir y anunciar, de creer que tiene sentido empezar otra vez, otro año, otra larga senda de doce meses con un montón de historias a cuestas. Tiempo de decir “¡basta!”, o de afirmar “¡ahora sí!”. Tiempo, incluso, de contemplar en silencio.
Ese tiempo tiene un lugar individual, íntimo, casi propio. También un lugar colectivo, social, plural, siempre en vínculo, en relación, integrado a grandes y pequeñas totalidades. Tiempo anunciante de las condiciones que nos arremolinarán la existencia durante doce meses.
Tenemos historias propias, temas por resolver, pautas por encuadrar, sueños y proyectos como brújulas para una existencia con sentido. Todas y todos, cada quien a su manera, saca sus cuentas y sus previsiones en estos días en los que, por estricto mandato cultural, nos vemos impelidos e impelidas de decir adiós, dar bienvenidas y desear felicidad.
Aunque cada vez miremos más hacia lo individual —el pedacito propio, nuestra parcela de totalidad— existen otras dimensiones externas que condicionan el tránsito de un año a otro. En algunos casos, estas nos dan impulso, nos estimulan, nos facilitan las cosas. En otros, son obstáculos; a veces manejables; otras, colosales.
En todas esas dimensiones se involucran pensamientos, emociones y actitudes, también comprensiones sobre la realidad; variables morales, aprendizajes, sentidos de vida, reconocimiento más o menos justo de lo que somos o creemos ser.
Ante esta pluralidad de aristas o, mejor, ante estos datos de la realidad, también se abre un abanico amplio de posibles reacciones, vínculos y actuaciones. Siempre, o casi siempre, la cosa termina en nuestra actitud individual frente a los hechos. Se explaya, así, un diapasón inabarcable de posibilidades, más allá de los juicios de valor que este pueda, o no, entrañar.
Cuando se resume un año y se augura el venidero, se refuerza la noción, tan extendida en los tiempos que corren, del “destino” inevitable, plasmado más allá de nuestra historia individual y colectiva. Somos, de manera permanente, en cada año que empieza y que termina, un amasijo de causas y consecuencias. Al mismo tiempo somos, dentro de las circunstancias que nos rodean, un cúmulo de decisiones, más o menos conscientes, pero decisiones al fin, unas propias y ajenas otras.
Parece que no es exactamente un año el que se va u otro el que llega. Ellos son más bien un punto del proceso en ese acto permanente de ser lo que estamos siendo, como individuos, como país, como humanidad. Un momento de leer, también en clave de responsabilidad individual y social, lo que damos y lo que recibimos.
Un efímero momento transcurre entre el fin de un ciclo de rotación planetaria alrededor del sol y otro que comienza. Sin embargo, el verdadero sentido, el que nos importa, el que nos codifica y nos empuja, es la consciencia de nuestra propia existencia, sus cimientos y sus alas. El verdadero sentido está en las preguntas: “¿Quién quiero ser?”, “¿Qué país quiero ser?”, “¿Qué humanidad quiero ser?”.
No tiene mucho sentido usar estos días para ajustar cuentas, para juzgar, para maldecir y para señalar. Más viable y sano es tomarlos para comprender, para expandir matices de la realidad, para situar al individuo que somos dentro de las condiciones del mundo, del país y de la humanidad que nos circundan.
Visto de esta manera, no es un año el que se despide ni otro el que se recibe. Nos despedimos o nos recibimos a nosotras y a nosotros mismos. Incluso, ¿por qué no?, podemos prescindir de ese mandato de tener que despedir o dar la bienvenida al calendario, porque quizá no sea momento para ello.
Es probable que dentro de los doce meses últimos hayamos despedido y recibido parte de lo que somos como personas en proceso. Quizá, meses atrás, ya sabíamos que éramos otro país y, además, sabíamos que la humanidad estaba en crisis.
No es una locura, sino una descripción afín a lo diversos que somos, el dato de que en el mundo existe un aproximado de cuarenta calendarios, con ciclos marcados en momentos distintos. Algunos se rigen por el Sol y otros por la Luna. Pasa así, también, con la inmensa variedad de ciclos, procesos y momentos en que cada individuo y cada país se encuentran en estos días de diciembre.
Un nuevo año no es, necesariamente, angustia renovada o felicidad que partirá de cero. No es tampoco, precisamente, nacimiento o muerte cada vez. Es un lugar, un instante al que podemos atribuir, o no, algunas cargas simbólicas.
Un año no es la estrecha brevedad de los fuegos artificiales que anuncian su llegada, es una rivera ancha a la que entraremos con lo que somos; es el espacio, sobre todo eso, para decidir quién soy, qué país hago, qué humanidad alcanzo. Es un sendero al que vale la pena entrar con la consciencia de existir.
Démonos la bienvenida, a nosotros y a nosotras, a este nuevo espacio de tránsito que llamaremos, desde la cultura occidental cristiana, 2024.