Por Jérôme Viala-Gaudefroy, CY Cergy Paris Université
Antes incluso de que comience la campaña presidencial estadounidense de 2024, las elecciones primarias republicanas ya han sido históricas en más de un sentido.
Por primera vez en la historia de Estados Unidos, el expresidente Donald Trump se presenta de nuevo a la Casa Blanca a pesar de haber sido condenado por agresión sexual –en realidad una violación– y de enfrentarse actualmente a múltiples acusaciones pendientes de juicio.
Y, lo que es aún más grave, tras su derrota en noviembre de 2020, Trump intentó obstruir el traspaso democrático del poder animando a sus partidarios a oponerse violentamente a la validación de las elecciones. Cuatro años después, sigue afirmando falsamente que, de hecho, ganó en 2020.
Por supuesto, no hay ninguna prueba de fraude que pudiera haber cambiado el resultado, y todas las demandas que impugnan los resultados se han perdido tras las audiencias que investigaron el tema o han sido desestimadas por improcedentes, incluso por jueces que él había elegido a dedo.
Sin embargo, casi 3 de cada 10 estadounidenses, y dos tercios de los votantes republicanos, siguen creyendo erróneamente que a Donald Trump le robaron las elecciones. Según ellos, en algunos estados se produjo un fraude “masivo” (votantes falsos, máquinas de votación trucadas, etc.) con el beneplácito de funcionarios electorales y jueces sin escrúpulos, lo que inclinó la balanza a favor de Biden.
Los partidarios acérrimos de Trump vuelven a verle como víctima de una “caza de brujas”, al igual que hicieron durante las dos destituciones a las que se enfrentó: es porque se enfrentaba a un “sistema corrupto”, creen. Trump ha utilizado sus problemas legales para recaudar millones de dólares, gran parte de los cuales se han destinado a pagar a sus abogados defensores en lugar de financiar su campaña presidencial. A pesar de ello, ha superado las primarias republicanas y va camino de convertirse en el candidato del Partido Republicano en las elecciones de noviembre de 2024.
Entonces, ¿cómo podemos explicar que decenas de millones de estadounidenses sigan adhiriéndose a esta narrativa de las elecciones robadas, a pesar de numerosos estudios que demuestran su absoluta falsedad?
La tradición estadounidense del conspiracionismo
El mito de las elecciones robadas es una creencia conspirativa masiva, un tipo de contranarrativa no verificada que cuestiona hechos bien establecidos y se basa en cambio en la idea de que actores poderosos y malévolos operan en la sombra. Lo que caracteriza a Estados Unidos no es necesariamente que su población sea más crédula que otras, sino que gran parte de su clase política y mediática está dispuesta a aceptar, explotar y organizar el pensamiento conspirativo en su beneficio.
En un ensayo histórico de 1964 publicado en Harper’s Magazine, “The Paranoid Style in American Politics”, el historiador Richard Hofstadter exploró célebremente la pasión estadounidense por la conspiración, centrándose en la obsesión de la derecha por una supuesta conspiración comunista durante la era McCarthy. En aquella época, la derecha cristiana se fusionó con el nacionalismo, convirtiéndose en una poderosa fuerza de oposición al bloque comunista supuestamente impío.
En la década de 1970, la narrativa política de una lucha universal entre el Bien y el Mal se convirtió en un tema esencial de los discursos presidenciales, en particular los de Ronald Reagan y George W. Bush.
El “enemigo interior” y la “guerra cultural”
Con el final de la Guerra Fría en 1991, esta narrativa binaria se adaptó a la “guerra cultural”, enfrentando a fundamentalistas religiosos y progresistas en cuestiones morales y sociales como el aborto y la sexualidad. Se trata de una narrativa de decadencia que identifica a cualquier oposición política como un “enemigo” que pone en peligro los cimientos morales de la nación.
Esta narrativa fue alimentada por la sensación de impotencia y humillación que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Luego vino la crisis financiera de 2008 y dos décadas de “guerra contra el terrorismo” sin nada parecido a una victoria tangible.
A medida que evolucionaba la composición demográfica del país, creció el resentimiento racial y con él el pensamiento conspirativo, encarnado por la narrativa del “gran reemplazo”. La crisis de la covid-19 aumentó la desconfianza en el gobierno. Nació el “Estado profundo”, percibido como literalmente demoníaco.
La politización de la religión alcanzó su punto álgido con Donald Trump, que utilizó el lenguaje religioso más que ningún otro presidente. A diferencia de sus predecesores, asoció explícitamente la identidad estadounidense con el cristianismo. Hizo hincapié en temas de nacionalismo cristiano, muy populares entre los evangélicos blancos a los que cortejaba. Es dentro de este grupo religioso donde la adhesión al mito de las elecciones “robadas” es más fuerte.
Donald Trump: un “salvador” sin Dios ni ley
La ironía de que Trump corteje a los evangélicos es que el propio Trump está lejos de ser religioso. Sus insultos xenófobos contra los inmigrantes, su desprecio por los veteranos, sus llamamientos a la violencia contra los oponentes políticos, su burla de un periodista discapacitado y su evidente falta de cultura religiosa son fundamentalmente incompatibles con la ética cristiana. En discursos y entrevistas, con frecuencia destaca a grupos extremistas, como los Proud Boys, y conspiracionistas, como los creyentes de QAnon.
El vínculo entre las teorías conspirativas y el nacionalismo cristiano blanco está bien documentado, más recientemente en relación con temas como las vacunas o el cambio climático. Los evangélicos “racionalizan” la mentira electoral comparando a Trump con Ciro, un rey persa histórico que, en el Antiguo Testamento (Isaías), no adoraba al Dios de Israel pero es retratado como un instrumento utilizado por Dios para liberar al pueblo judío.
Estas creencias se derivan de una interpretación “premilenialista” del Libro del Apocalipsis, adoptada por una mayoría de evangélicos (63 %) que creen que la humanidad está experimentando actualmente el “fin de los tiempos”.
Esta visión del mundo se hizo explícita en el ataque al Capitolio de EE. UU. el 6 de enero de 2021. Dio a los líderes republicanos una oportunidad única para condenar a Donald Trump en un juicio que podría haber acabado con sus ambiciones políticas. A pesar de lo que estaba en juego, ni el presidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, ni el influyente líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, votaron a favor del impeachment. Sin embargo, ambos reconocieron que Trump era “moralmente responsable” de la violencia.
Como hizo el Partido Republicano durante el primer juicio de destitución de Trump y con cada una de sus innumerables mentiras, incluso durante la crisis de covid-19, una vez más se mostró dispuesto a sacrificar la democracia en el altar de la ambición política.
El resultado es que la mentira electoral se ha convertido en la norma y ahora en una prueba de lealtad dentro del partido. Una gran mayoría de nuevos miembros del Congreso en 2022 han puesto a su vez en duda los resultados de 2020. Cuando Kevin McCarthy demostró no ser suficientemente leal a Trump, fue sustituido como presidente de la Cámara por Mike Johnson, un nacionalista cristiano y acérrimo negacionista de las elecciones.
Una mentira generalizada financiada por grupos poderosos
Esta mentira no es la expresión democrática y populista del antielitismo de base. Está alimentada por organizaciones nacionales que están financiadas por algunos de los conservadores más ricos del país. El Centro Brennan para la Justicia de la Universidad de Nueva York ha identificado a varios de estos grupos, como el Proyecto de Integridad Electoral de California, FreedomWorks y el Proyecto de Elecciones Honestas, cuyos nombres desmienten sus intenciones.
Entre estos grupos, la Federalist Society, que promovió el nombramiento de los miembros más conservadores del Tribunal Supremo, ha liderado el ataque contra la Ley del Derecho al Voto (una ley de 1965 que prohíbe la discriminación racial en el voto).
El papel de la Fundación Heritage también es notable.
Una de las organizaciones conservadoras más poderosas e influyentes ha utilizado el fantasma del fraude electoral como pretexto para eliminar votantes de las listas electorales. Uno de sus fundadores, Paul Weyrich, declaró en 1980:
“No quiero que vote todo el mundo. Las elecciones no se ganan por mayoría de la gente, nunca lo han sido desde el principio de nuestro país y no lo son ahora. De hecho, nuestra influencia en las elecciones aumenta a medida que disminuye el número de votantes”.
Añádase a esto una estrategia abierta de desinformación mediática utilizada por Trump y sus aliados, resumida por Steve Bannon, exlíder de Breitbart News y exasesor de Donald Trump: “Inundar la zona de mierda”. Se trata simplemente de abrumar a la prensa y al público con tanta información falsa y desinformación que distinguir la verdad de las mentiras resulta demasiado difícil, si no imposible.
Por supuesto, todo esto se ve amplificado por una aguda polarización política arraigada en la identidad social. Esto se manifiesta geográficamente, donde las preferencias partidistas están correlacionadas con la densidad de población: urbana frente a rural, para simplificar. Los republicanos que creen en el mito de unas elecciones robadas no pueden creer que Joe Biden pudiera haber sido elegido por mayoría porque nadie a su alrededor votó demócrata, después de todo.
Esta polarización física se ve a su vez reforzada por la polarización mediática que crea una verdadera burbuja informativa. Así, una mayoría de republicanos sólo confía en Fox News y en canales de televisión de extrema derecha como One American News, cuyos presentadores en horario de máxima audiencia han respaldado mentiras que ni ellos mismos creen sobre el fraude electoral. Estas mentiras, además, se amplificaron en las redes sociales.
¿Se repetirá la historia el próximo noviembre?
Cuestionar los resultados electorales es un tema constante para Donald Trump. En 2012, calificó la reelección de Barack Obama de “farsa total y parodia”, añadiendo que “no somos una democracia” y que sería necesario “marchar sobre Washington y detener esta burla”. En 2016, impugnó, sin pruebas, los resultados del caucus de Iowa y el voto popular obtenido por Hillary Clinton, atribuyéndolo a “millones de votos ilegales”.
La diferencia entre 2020 y hoy es que Donald Trump ya no es una curiosidad política. Su voz es ahora escuchada y creída por millones de ciudadanos. Así, casi una cuarta parte de los ciudadanos estadounidenses (23 %) dicen que estarían dispuestos a usar la violencia para “salvar el país”.
Independientemente del resultado de las elecciones de 2024, hay motivos de preocupación. Donald Trump se ha negado a comprometerse a aceptar los resultados de las elecciones de 2024 si no le son favorables. Y sus seguidores están una vez más dispuestos a seguir sus palabras de rechazo, convirtiéndolas en acción.
Jérôme Viala-Gaudefroy, Assistant lecturer, CY Cergy Paris Université
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.